Читать книгу La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo - Mariana Palova - Страница 26
CAPÍTULO 12
ОглавлениеINQUILINOS INQUIETANTES
Nunca creí que los humanos ordinarios pudieran llegar a ser más aterradores que la gente con magia, pero estaba rotundamente equivocado.
El anciano ladrón, la desconcertante casa de los Blake —y sus habitantes—, el lunático jefe de policía Malcolm Dallas… Apuesto a que el agua de Stonefall tiene algo, porque no he conocido aquí a una sola persona que esté en sus cabales.
Y Adam, ¡dioses, pobre chico! Después de servirnos un par de charolas de comida congelada, su madre nos dio las buenas noches y se largó sin más, despreocupada tanto del desafortunado enfrentamiento que protagonicé con Dallas como del actual estado de su hijo, por lo que nos quedamos él y yo solos en la cocina.
Después de cenar en completo silencio, Adam hizo algo que me tomó desprevenido: me agradeció, porque nadie le había plantado cara al jefe de esa manera antes, y mucho menos por él.
Admito que la forma en la que lo hizo me retorció algo en el pecho, por lo que insistí en que mi gesto fue más por fastidio hacia el policía que para protegerlo. Dudo mucho que haya creído esa mentira, porque antes de irse el chico me lanzó una extraña mirada que me hizo sentir un poco más… humano.
Sacudo la cabeza y termino de ponerme el improvisado pijama que me han dejado los Blake. Resisto de nuevo la tentación de quitarme el guante, así que me acuesto sobre la cama, apago la lámpara del buró y miro hacia el ventanal.
A pesar de que he intentado reprimir mis sentimientos durante meses, por el bien de todo aquel que me rodea, no puedo evitar sentirme atraído por la compañía de Adam. El chico es voluble, metiche, no siente respeto alguno por el espacio personal y tiene un sentido del humor de lo más extraño, pero creo que, aun así… no me desagrada del todo.
Al parecer, esa simpatía tan imprudente que suelo sentir hacia los desconocidos es una de mis partes que se resisten a cambiar.
Me recuesto boca abajo sintiéndome como un ave enjaulada: el mullido lecho, la ropa limpia, la comodidad de un techo sobre mi cabeza, y aun así…
Siento que me falta algo. ¿O yo faltaré en algún lado? Añoro el calor de una fogata y las voces de mis hermanos contándome historias junto al fuego. Extraño ver la luna y las estrellas sobre los árboles, el olor a hierbas e incienso, los abrazos de Louisa y de mamá Tallulah, las luces de Bourbon Street, las preciosas calles de Nueva Orleans…
Pero por encima de todo, lo extraño a él.
“Tared Miller tiene esposa.”
El vacío espantoso en mi estómago me hace estrujar los puños contra las sábanas para no caer en la desesperación. ¿Por qué dijo eso Hoffman? Y el resto de Comus Bayou, ¿ellos saben que…?
No. Me niego a tomar esas palabras por ciertas, ¡Tared nunca sería tan cruel para ocultarme algo así! Ya no sólo por el hombre leal y honesto que es, sino porque nosotros… estábamos…
La idea hace que me retuerza en la cama, preso del bochorno. ¿Acaso yo fui el único en sentir entre nosotros algo más que la hermandad que nos unía como tribu? Por los Loas, ¡no! Esas miradas, esas palabras, esa cercanía, esos roces que pretendían ser caricias…
La incertidumbre es un demonio cruel, pero a veces nos ayuda a ver hasta qué punto deseamos que algo sea real. Y tener el corazón oprimido tantos meses por no saber si aquella esposa es una muy mala mentira o una verdad muy bien encubierta me ayudó a comprender con más profundidad ese calor en mi pecho cada vez que pensaba en el hombre lobo.
Tared me inspiró a ser más valiente, a comprender cuáles eran los motivos por los que valdría la pena poner mi vida en una balanza. Me enseñó que el valor de mi existencia sobrepasaba el simple deseo de sobrevivir, porque no sólo me hizo sentir protegido y a salvo, sino que me mostró que, a pesar de tener a los errantes, a seres tan poderosos a mi lado, ellos también me necesitaban, sin importar todas mis debilidades.
Porque más que ser útil, ahí yo era amado, y enamorarme del hombre que me había dado, por primera vez en la vida, un hogar, fue completamente inevitable.
Aun cuando preferiría que me arrancasen los ojos mil veces antes de que mis demonios le hicieran daño de nuevo, ¡dioses! ¡Cuánto quisiera estar a su lado y soportar con entereza todos los obstáculos a los que soy sometido a diario! ¿Es que acaso todo esto es sólo una prueba para fortalecerme? ¿Acaso lo peor todavía está por venir?
El calor y la ansiedad se vuelven insoportables; durante más de veinte minutos intento ahuyentar esos pensamientos y relajarme para poder descansar, pero por más que lo intento no logro conciliar el sueño.
—Demonios —exclamo—. ¡No puedo dormir!
—Tampoco yo.
—¡Joder!
Brinco fuera de la cama al escuchar aquella voz a mi lado.
Percibo el golpeteo de unos pies descalzos contra el suelo, los cuales se pierden al atravesar la habitación. ¿Qué rayos ha sido eso?
El repentino rechinar de la puerta me eriza la piel. Espero unos segundos y, al notar que nada se escucha más allá de mis frenéticos latidos, trago saliva y me acerco despacio al umbral entreabierto.
Al asomarme alcanzo a ver una difusa silueta negra cruzando la galería hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.
—Mierda…
Salgo del lugar cauteloso, con mis pasos amortiguados por la espesa alfombra. Intento escuchar algo, cualquier indicio de movimiento dentro de los cuartos de Adam y su madre, pero todo yace en un profundo silencio.
Por milagro los Blake no se han despertado con mi grito.
Las grotescas esculturas que adornan todo el pasillo parecen querer torcerse hacia mí; avanzo despacio por el corredor hasta que una sensación inenarrable me recorre de arriba abajo al escuchar un clic resonar en las sombras.
Distingo el gran candado de la puerta del fondo, abierto y pendiendo de la perilla como un gancho. Me acerco a la entrada, la cual ahora está abierta lo suficiente para permitir que me deslice por la abertura.
Lo pienso dos veces antes de entrar. Si hay un espíritu allí, no debería inmiscuirme, no es asunto mío, pero… ¿y si es un seguidor de Samedi? O peor aún, ¿y si es alguna criatura enviada por mi Mara?
Reúno todo el valor que poseo y entro en la habitación. De inmediato soy recibido por un calor infernal que parece superar por mucho al del resto de la casa.
Y no sólo eso. También empiezo a percibir un inquietante olor a quemado.
No parece haber una sola ventana por donde pueda entrar alguna luz —o, por lo menos, un poco de aire—, por lo que el cuarto se halla en absoluta negrura, como si estuviese delante de una profunda cueva en la que no pudiera ver más allá de mi nariz.
Cierro los ojos un instante, consciente de que no puedo arriesgarme a encender el interruptor y despertar con ello a los Blake.
Doy media vuelta y, despacio… cierro la puerta.
Me enfrento de nuevo al abismo y me retiro el guante marrón. Levanto la mano huesuda a la altura de mi pecho y siento mis pupilas dilatarse cuando un suave resplandor anaranjado comienza a desprenderse de mis dedos descarnados. El fuego se introduce por mis falanges y se desliza hasta el codo para iluminar mi brazo como si estuviese hecho de carbón caliente.
Lo estiro hacia la oscuridad.
Dos enormes serpientes, gruesas como troncos, apuntan sus cabezas hacia mí. Ahogo un grito y retrocedo hasta casi estrellarme contra la puerta para escapar de aquellas criaturas, pero ellas permanecen quietas, inmóviles en la penumbra. Después de asegurarme de que mi corazón no se ha detenido con el susto, entrecierro los ojos y doy un cuidadoso, muy lento, paso hacia el frente.
El macabro ser está dentro de una gran vitrina con pedestal de madera, enrollado en una especie de báculo. Y, para mi horror, también puedo notar que no se trata de dos serpientes, sino de una sola.
Una serpiente con dos cabezas.
—¿Qué demonios…?
El animal en sí es real. Lo han disecado para luego coserle otra cabeza idéntica, mientras que un par de alas negras —también reales, al parecer— se extienden desde su lomo.
Sus expresiones secas y sin vida parecieran amenazarme detrás del cristal, mientras que al pie de la vitrina hay una placa incrustada que reza en un latín que ahora soy capaz de entender:
Caduceum I
—¿Qué rayos es esto?
Al mover la mano de un lado al otro, me percato de que esta cosa no es lo único que me observa en la habitación.
La gigantesca cámara está repleta de vitrinas, la mayoría con criaturas igual de extrañas que la serpiente bicéfala: en una cúpula de cristal incluso hay un ser formado por dos cuerpos de serpientes aladas a las que se les han cosido cabezas de águilas, ambas colocadas en un círculo de tal forma que pareciera que una le muerde la cola a la otra. Debajo de la escalofriante escultura orgánica hay otro letrero, esta vez, escrito en griego:
Ουροβóρος VI
Uróboros.
En otra vitrina, un tanto más pequeña, alargada y semejante a un ataúd, hay una especie de lagarto al que le han puesto la cabeza de un cuervo junto con sus alas; en otra, un cordero con la mitad trasera de un león; un ganso con seis cabezas idénticas; un pequeño ratón con alas de mariposa y muchas criaturas más que parecen haber sido sacadas de alguna retorcida pesadilla. Todo parece viejo y abandonado, ya que huele a encerrado, y gruesas capas de polvo recubren la madera y el cristal.
Estos seres… los he visto antes, en los dibujos y pinturas que hay por toda la casa. ¿Qué carajos…?
De pronto escucho de nuevo el golpeteo carnoso de aquello que estoy persiguiendo. Se aleja a través del laberinto de vitrinas.
Al mirar hacia el suelo encuentro un rastro de sangre salpicado de trozos de lo que parece ser carne quemada, que se pierde en la oscuridad del fondo. Pero no es la carne desprendida lo que me hace arrugar la nariz, sino entender que no son pisadas lo que hay en el camino sanguinolento.
Son huellas de manos.
Despacio, me aventuro en el mar de colas, garras y colmillos, hasta que el rastro me hace llegar al fondo del macabro museo.
Las manos han dejado sus marcas sobre una especie de chimenea cilíndrica de ladrillo en medio de la pared; parece que se trata de la torre que se ve desde afuera de la casa, pero compruebo que tampoco tiene una puertilla por donde poner la leña. El olor a quemado se intensifica, pero no parece venir de la chimenea.
Un gemido humano, proveniente del lado derecho del cuarto, me congela de pronto en la oscuridad; mis huesos castañetean y el monstruo dentro de mí sisea, hambriento.
Estiro despacio la mano hacia allá y distingo, muy apenas, una silueta pequeña y encorvada al pie de una larga vitrina vacía en forma de féretro.
Es una mujer.
—Por los dioses…
Está desnuda, y su rostro, brazos, piernas… toda ella está repleta de quemaduras y costras negras que supuran sangre y pus, mientras que los temblores de su cuerpo hacen que la carne se le caiga a pedazos como a una leprosa. De hecho, sólo puedo adivinar su sexo por los pechos que cuelgan desnudos y la ausencia de un miembro en su entrepierna, porque la cara resulta por completo irreconocible.
—Ayuda… —suplica con los labios a punto de quebrarse.
Pero a pesar de su intenso hedor a quemado y su apariencia espantosa, en realidad no está deforme. No se trata de una criatura del plano medio, tampoco una seguidora de Samedi.
Es sólo un espectro, un fantasma.
La veo agazaparse detrás de la vitrina. A pesar de que no puedo tranquilizarme debido a su atroz aspecto, es fácil entender que, como cualquier otro espíritu, me teme más de lo que yo le temo a ella.
—Ayuda… —suplica de nuevo mientras se abraza con fuerza.
La placa de la vitrina vacía reza la palabra “Homunculus” —homúnculo— grabada en ella.
Me aproximo con cuidado.
—¿Puedes ponerte en pie? —pregunto. Sus ojos hinchados señalan hacia sus piernas para mostrarme que el fuego le ha dejado expuestos los huesos de las pantorrillas. Y bajo las capas de costras y los canales de musculatura, se asoman astillas de hueso enterradas en tendones, como si se hubiese roto las piernas en alguna caída. Al parecer, usaba sólo sus manos para arrastrarse, de ahí las huellas.
Dioses, ¿qué le pasó a esta mujer?
Me pongo en cuclillas a su lado.
—De acuerdo. Vamos —le digo, mientras paso un brazo debajo de sus rodillas y el otro alrededor de su espalda.
Para mi sorpresa, no patalea, no se retuerce ni intenta escapar como suelen hacer todos los espíritus que se topan conmigo, y más al entender que soy capaz de tocarlos. Pero, aun así, se ve aterrada y no deja de mirar sobre mi hombro, hacia las vitrinas, mientras la conduzco a través del laberinto.
Me las arreglo para salir de la habitación y cerrar el pesado candado, amparado por el estruendo de tormenta en el cielo.
Alcanzamos la alcoba de invitados y llevo a la chica al baño contiguo, pero cuando ella ve la tina, comienza a gritar terriblemente:
—¡No, no, no! —se retuerce con violencia en mis brazos mientras yo intento apretarla contra mí.
—¡Eh, tranquila! —le susurro con la mayor calma posible, porque a pesar de que sé que nadie en esta casa puede escucharla más que yo, no quiero dar cabida a un espíritu violento.
Al ser incapaz de sobreponerse a mi fuerza —o a la del monstruo que mora dentro de mí—, empieza a llorar contra mi cuello. Una vez que se serena, abro el grifo y la coloco en la bañera. El agua la traspasa como el ser etéreo que es; sin embargo, esto parece calmarla aún más.
Al contrario de lo que la gente suele pensar, los fantasmas también sienten dolor, tal vez no del mismo tipo o de la misma manera que nosotros, pero sí experimentan algo similar cuando son inducidos a estímulos sensoriales.
—¿Estás mejor? —susurro, mientras le retiro de la cara los escasos cabellos chamuscados que le han quedado en la cabeza. Ella no parece reconocer lo que le digo, ya que tan sólo mira, ausente, hacia la nada.
Cierro el grifo de la bañera y veo restos de piel y costras flotar en el agua, ahora roja.
—Por los dioses, ¿qué fue lo que te pasó? —murmuro sin preguntárselo en realidad, mientras la sujeto con suavidad del brazo para que no se deslice de nuevo dentro de la bañera.
Demonios, Elisse, no puede ahogarse, ya está muerta.
Miro a mis espaldas en busca de una toalla cuando escucho un chapoteo y súbitamente siento mi puño cerrarse en el agua. Extrañado, vuelvo los ojos hacia la bañera y me sobresalto ligeramente.
La mujer ha desaparecido.
La busco por el cuarto de baño, pero sólo me encuentro con rastros sanguinolentos embadurnados por toda la porcelana. Sacudo la cabeza de un lado al otro y me abrazo a la esperanza de que, de alguna forma, ella haya logrado alcanzar el plano medio.
Pero ella ha dejado escrito algo en las baldosas de la pared, con sangre y restos: