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EL DIÓXIDO DE CARBONO
ОглавлениеLa segunda de las sustancias más prevalentes en la atmósfera es el dióxido de carbono, CO2. Jan Baptiste van Helmont, la persona que reconoció el concepto moderno de gas, fue también quien, a principios del siglo XVII, se dio cuenta de que el gas que se obtiene al quemar leña o carbón se encuentra también en los alimentos fermentados. El gas debía ir a alguna parte, así que era razonable pensar que ese gas estaba también en la atmósfera. Sin embargo, hace cuatrocientos años no se entendía muy bien qué era en realidad ese gas de tan misteriosa prevalencia. Van Helmont lo llamó «gas sylvestre» o «espíritu salvaje». Un nombre fantástico con el que, de paso, Van Helmont inventó también la palabra «gas», adaptada de la griega que significa «caos». En su famoso experimento, plantó un pequeño sauce en una maceta, analizó todo lo que entraba y salía, y demostró que el árbol había aumentado setenta y cinco kilos en cinco años. Era un tanto paradójico que Van Helmont no se percatara de que la sustancia responsable de gran parte de ese aumento de peso era el mismo gas silvestre que había estudiado con resultados tan innovadores. En el siguiente siglo, Joseph Black bautizó el dióxido de carbono con el nombre más prosaico de «aire fijo». Probablemente, por la naturaleza del dióxido de carbono, «prosaico» sea la palabra correcta: no es un gas que en la atmósfera intervenga en reacciones apasionantes, por lo que hablar de «espíritu salvaje» tal vez fuera darle demasiada importancia. Sin embargo, el dióxido de carbono ha sido el último en reír, y hoy conocemos mucho mejor el papel que desempeña en el control de la temperatura de la Tierra. Hasta la propia nomenclatura ha recorrido un círculo perfecto al pasar de hablar de «cambio climático» a hacerlo de «caos climático» (y de la palabra «caos» derivó Van Helmont el neologismo «gas» para describir el dióxido de carbono).
El dióxido de carbono es un gas de efecto invernadero, circunstancia que le ha dado un gran protagonismo en la prensa en los últimos veinte años, más que a cualquiera de los contaminantes del aire más activos y de más corta vida de los que me ocupo. Dado el papel que el dióxido de carbono representa en el cambio climático, las actuaciones destinadas a limitar su nivel en la atmósfera son un elemento fundamental de las políticas climáticas. En los tiempos anteriores a la Revolución Industrial que arrancó en los inicios del siglo XIX, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera era de 280 partes por millón, o un 0,028 % de la atmósfera (el nitrógeno, el oxígeno, el argón y el agua constituyen, cada uno, en torno al 1 % o más de la atmósfera —para después descender mucho hasta el dióxido de carbono, con menos de un tercio del 1 %—). Desde que adquirimos la costumbre de quemar combustibles fósiles, las concentraciones han aumentado de manera constante hasta 2016, cuando la concentración global media de dióxido de carbono alcanzó oficialmente las 400 partes por millón, es decir, el 0,040 %. Es un efecto más que considerable de la actuación de una especie en la atmósfera: sin ayuda de nadie, los seres humanos hemos sido capaces de aumentar el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera en más del 40 % en solo un par de cientos de años. Este nivel de dióxido de carbono tiene graves consecuencias para el clima global, un tema, sin duda, de grandísima importancia y del que se ha escrito profusamente. Tan importante como el cambio climático, el tema que aquí nos ocupa es sobre todo la contaminación del aire, un aspecto muy distinto y creo que menos familiar de la atmósfera. Así pues, voy a ocuparme de la política y la ciencia del cambio sin meterme en polémicas cuestiones de termodinámica.