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UN VIAJE POR EL TIEMPO

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En el otoño de 1987, cuando salí con los ojos entrecerrados de los laboratorios de la Universidad de Cambridge no pensaba en nada de esto. Tuvieron que transcurrir varias décadas antes de que se empezara a entrever el impacto que la contaminación del aire tiene sobre las personas en cualquier parte del mundo. En aquella época, cursaba tercero de Química y había decidido que mi humilde talento no se desempeñaría en el campo de la química orgánica ni el de la inorgánica (las áreas de la química, por desgracia, con las que cabía esperar que uno se ganara la vida más que holgadamente). Me sentía mucho más a gusto con la fisioquímica y la química teórica. Así pues, me dirigí a la primera clase de la primera de cuatro unidades de fisioquímica por las que podían optar los estudiantes del último curso, que versaba sobre el oscuro tema de la química de las atmósferas. El profesor Brian Thrush empezó hablando de la cinética atmosférica, es decir, la medición de la velocidad a la que se producen las reacciones en la fase gaseosa. Pudiera haber sido un apéndice oscuro de un tema oscuro. No obstante, recuerdo salir de aquella clase, probablemente en una mañana más de noviembre, lluviosa y en la que estaría rodeado de estudiantes vestidos a la moda retro de los ochenta, y pensar: «Esto es a lo que me quiero dedicar». Como suele ocurrir con los caminos a Damasco, seguramente hay otras historias de mayor relevancia (valga la de san Pablo), pero la mía fue genuina y duradera: la atmósfera ha seguido conmigo, y yo me he quedado atrapado en ella en los treinta años que han pasado desde entonces.

En aquel curso nos ocupamos de cuestiones que trascendían las mediciones de laboratorio; estudiamos las reacciones atmosféricas que rigen el esmog fotoquímico producido por la formación de ozono en las capas bajas de la atmósfera, y el ozono de la estratosfera. Con la perspectiva del tiempo, debo decir que tenía algo de innovador allá en 1987, apenas un par de años después del descubrimiento del agujero de la capa de ozono de la estratosfera. Y es que ciertos profesores parecía que seguían impartiendo la misma clase desde 1947. El programa pasó a observar la atmósfera de otros planetas, en una breve serie de clases impartidas por David Husain, siempre riguroso y ameno. El último grupo de clases trataba de las técnicas de monitorización atmosférica. Corría a cargo de un profesor de investigación de aspecto joven, el doctor John Pyle (el mismo profesor John Pyle CBE FRS* que hoy dirige el Departamento de Química de Cambridge).

Pues bien, eso es lo que me pasó. Al margen de un breve periodo en el que me pregunté si debía dedicarme a algún tipo de trabajo social (hubiera sido un desastre, así que puedo decir que de buena se libraron los posibles implicados), me dediqué a preparar la tesis doctoral sobre la medición de los espectros y la cinética atmosférica de los compuestos sulfurados reducidos. Estas sustancias químicas son de las más nauseabundas que se conocen; en particular, el olor del dimetil disulfuro te incita a hacerte una bolita y desaparecer.

Allá por 1989, la antigua Central Electricity Generating Board, que dirigía las centrales eléctricas del Reino Unido, quiso averiguar si la lluvia ácida de la península escandinava podía estar causada por compuestos orgánicos sulfurados liberados por microorganismos en el mar del Norte. No importaba que estos microorganismos presumiblemente llevaran liberando compuestos orgánicos sulfurados desde tiempos inmemoriales: la CEGB quería más información, y estaba dispuesta a pagar a un estudiante de doctorado para que realizara algunos estudios básicos. En la década de 1980, el problema de la lluvia ácida en Escandinavia y Europa central era grave, y la CEGB buscaba posibles explicaciones de los efectos observados en los bosques y los lagos de esas zonas. Con tal fin, financió un programa de investigación destinado a desarrollar un modelo de compuestos orgánicos sulfurados de la atmósfera. El objetivo era calcular la posible contribución de las fuentes naturales a la lluvia ácida. Mi trabajo consistía en medir la rapidez de reacción de algunos intermediarios químicos de la atmósfera, unos datos de los que anteriormente no se disponía.

Debo decir que no estoy seguro de que la CEGB llegara a completar su estudio de modelos. Cuando empecé el doctorado, la CEGB estaba en proceso de privatización, y me daba la impresión de que quizá se ocupaba más de los términos y condiciones del traspaso y la disposición de las futuras pensiones (y seguramente de la fiabilidad duradera del suministro de electricidad en el Reino Unido, todo hay que decirlo) que de un programa de investigación especulativa y de un humilde estudiante de la lejana York. Sin embargo, terminé la tesis con una visita a mi supervisor industrial de la CEGB. Con Chris Anastasi, mi supervisor académico, y con nuestros socios daneses del Laboratorio Nacional de Risø (con un útil equipo que funcionó de verdad), publicamos unos cuantos datos que pasaron a formar parte del conocimiento humano. Unos datos que, como corresponde a los artículos académicos, siguen ahí,3 con su cita en las profundidades del magistral JPL Publication 15-10: Chemical Kinetics and Photochemical Data for Use in Atmospheric Studies de la NASA, a disposición de quien esté interesado en el modelado de las vías de reacción del azufre orgánico de la atmósfera.

Tuve suerte. Empecé a interesarme por la química y la ciencia de la atmósfera a finales de los años ochenta, una época apasionante en que la comunidad científica de la atmósfera, nada menos, estaba investigando nuevos problemas y buscando nuevas soluciones. Los laboratorios disponían de láseres que tenían una pinta impresionante —bueno, algunos laboratorios; yo tenía que conformarme con una lámpara ultravioleta—. Como parte de aquel viaje de descubrimiento, se determinó (y no era extraño que así fuera) que la causa de la lluvia ácida era la combustión de combustibles fósiles, al menos en algunas centrales eléctricas británicas, por lo que mi estudio de los compuestos orgánicos sulfurados acabó siendo un apestoso señuelo, una pista falsa.

Después del doctorado llegó mi primer trabajo de verdad (aparte del de camarero a cambio de una libra por hora, más propinas: sí, lo sé, era un atraco a mano armada: sin duda, no me merecía cobrar tanto). Ese trabajo fue como consultor medioambiental especializado en la calidad del aire. Y treinta años después sigo con lo mismo (sin servir para camarero, para fortuna de esos clientes que, por lo que sé, es posible que sigan esperando las pastas de té tostaditas en el salón de té Buddies de la calle mayor de Chipping Ongar): ocupándome como entonces de lo que hay en la atmósfera y el efecto que todo ello tiene en las personas. Una de las ventajas de trabajar en la contaminación del aire es que a la gente le suele interesar el tipo de trabajo que hago, un interés que se mantiene como mínimo uno o dos minutos, hasta que la persona se da cuenta de que es un trabajo que obliga a estar sentado a una mesa muchas horas, más que a medir la calidad del aire en los páramos de Cornualles (algo que también he hecho) o trepar por las chimeneas del tejado en invierno durante las tormentas de nieve (algo que también he hecho). Al menos, decir «soy consultor de calidad del aire» provoca en las personas una reacción más positiva que decir «soy consultor de gestión», aunque la diferencia no implique una mejor posición en las tablas salariales.

No importa. Sería tan buen consultor de gestión como camarero. Me encanta la dinámica actividad de la atmósfera, impulsada por el Sol, el viento y las reacciones químicas. Me fascinan los efectos de la contaminación del aire en la salud y los ecosistemas naturales. Es auténtica ciencia: una materia en la se pueden utilizar modelos para predecir concentraciones de ocho decimales, pero que a veces contienen errores de factor diez. Se pueden invertir cientos de miles de libras en instrumentos de medición, o comprar un pequeño tubo de plástico de diez libras. A veces, es un trabajo polémico; a menudo, frustrante; de vez en cuando, repetitivo, y muy muy importante. ¿He dicho ya que todos los años mueren en el mundo siete millones de personas debido a la contaminación del aire? Un día hay que ocuparse de los instrumentos para medir la contaminación del aire en un determinado momento; al día siguiente, olfatear e intentar detectar un determinado olor. Son muchas pequeñas decisiones que todos tomamos y que juntas generan la pesada carga de la contaminación del aire, así como las ocasionales grandes decisiones que unas veces se traducen en mucha más polución, pero otras no la agravan.

El aire que respiras

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