Читать книгу Aprender a ser feliz - Mechi Puiggrós de Mayer - Страница 12

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Vimos a varios pediatras, ninguno podía determinar qué sucedía con nuestro hijo, hasta que uno de ellos nos recomendó ver a un neurólogo. Le envió una nota al especialista que decía: “Te mando al niño Alejandro Mayer. Estimo distrofia muscular de Duchenne”. En ese momento no existía internet, no podías googlear nada. No sabíamos qué quería decir eso, pero el papel temblaba en mis manos. A ninguna madre le gusta leer la palabra “distrofia” vinculada a su hijo.

El neurólogo ordenó hacer estudios clínicos. Además del análisis de sangre, un electromiograma. ¿Qué es eso? Una prueba para estudiar el sistema nervioso y algunas enfermedades que afectan a los músculos. Cuando tuvieron el resultado, nos citaron a los dos.

Te llamé al trabajo: nos quieren ver juntos. Debe ser algo serio, dije. No sé qué pensar, dije. Por algo nos piden que estemos los dos.

No me podía quedar quieta.

Yo te pedí que te tranquilizaras, porque tu voz temblaba, estabas agitada. ¿Para qué anticiparse, Mechi? Si no sabemos qué nos van a decir. Tenemos que esperar, ver qué pasa. Yo trabajaba mucho en esa época, tuve que organizarme para ir juntos.

Me acuerdo del médico cerrando la puerta. Suspiró de manera pesada. Se sentó en su escritorio como si fueran doscientos kilos de plomo los que llevaba encima. Tengo presentes esos detalles.

Su mirada gris.

Nos miró, primero a vos y después a mí, y dijo: Janito tiene una distrofia muscular progresiva.

Qué es eso.

Es una enfermedad de los músculos, una patología que afecta las fibras musculares. Produce una pérdida progresiva de la fuerza muscular. Los músculos van perdiendo su volumen, su fuerza. Se debilitan.

Yo tenía tanta ilusión, como madre. Recuerdo que pensé: está bien, mi hijo tiene algo, ¡que se lo arreglen!, pero nunca imaginé que pudiera ser lo que acababa de describir el médico.

Confirmó que se trataba de una “distrofia muscular de Duchenne”. Recordé aquel papel que me había dado el neurólogo.

Pensé que tendría solución, pero el médico dijo: la enfermedad comienza por las piernas, por lo que Janito dejará de caminar, va a necesitar una silla de ruedas.

No va a poder andar en bicicleta.

En ese momento —como padre, lo digo— pensé en los proyectos que tenía para mi hijo. Esos proyectos se iban apagando, uno tras otro, con cada palabra del médico. Si no podría andar en bicicleta, si a mi hijo lo esperaba una silla de ruedas, mi sueño de verlo jugar al rugby o enseñarle a navegar se disipaba en ese momento, en cada una de sus expresiones.

Estábamos —los dos— sin capacidad de reacción. No podíamos asimilar aquello que acabábamos de escuchar. Se refería a nuestro hijo. ¿Atrofia de los músculos? ¿Empieza en las piernas?

Había que preguntarse: ¿y dónde termina?

Como si no fuera suficiente, dijo: seguirá tomando cada uno de sus músculos, hasta llegar al corazón o los pulmones.

Hubo una pausa. Claro que hubo una pausa. Lo recuerdo bien. Como madre, no podía creer lo que estaba escuchando.

Tendrá una vida corta, aclaró.

El corazón es un músculo. Ahí es donde termina la enfermedad. No sabemos cuánto va a vivir, pero la expectativa no es mucha. Alrededor de los veinte años. Con suerte. Años más, años menos.

Suspiramos. Te miré, Alejandro, y nos tomamos de la mano. ¿Era cierto esto que acabábamos de escuchar? ¿Era posible? ¿Nuestro hijo, una vida corta? ¿A quién se le ocurre dar semejante noticia a una madre?

Acá no hay más hijos, declaró el médico después. Esta es una enfermedad que afecta a varones, no a mujeres. Así que, ya saben: no más hijos.

Escuché eso y no supe qué hacer. ¿Sabía este señor que acababa de nacer Fran?

Me repetía la pregunta, una y otra vez, dentro de mí: ¿Janito? ¿Nuestro Janito, tan lindo con su flequillo y su alegría? ¿Mi primer hijo, condenado a una silla de ruedas? ¿Cómo es posible?

Yo sé lo que se siente cuando las palabras retumban en tu cabeza. Yo sé lo que es quedarse sin palabras.

Sé lo que se siente la vida interrumpida en un instante.

Y vos, Alejandro, a mi lado, no decías nada.

Qué esperabas que dijera. Bajé con vos, sin advertir que afuera había empezado a llover. ¡Qué podían importarme las condiciones meteorológicas, qué importaba si teníamos o no teníamos paraguas! Bajé la escalera con andar de zombi, no entiendo cómo no me tropecé.

Llegamos a casa, me tiré en la cama y empecé a llorar, con toda la bronca, con toda la impotencia, con el cuerpo entero, como decís vos que pasa con mi cuerpo cuando río. No podía entender el diagnóstico; o sea, tenía plena conciencia de mis facultades mentales, no era una pesadilla, era cierto. Lloraba y lloraba pensando en mi primer hijo.

En ese momento, Janito estaba en el jardín de infantes y habíamos dejado a Fran con una vecina. La casa estaba para nosotros, para que lloráramos lo que hubiera que llorar, así que lloré desconsoladamente, pensando que si era necesario me moriría llorando.

Me asusté al verte así, Alejandro. ¿Te digo la verdad? No pude llorar con libertad, porque nunca, en mi vida, te había visto así. Era nuevo para mí: no sabía, no tenía idea de que alguien grande, maduro, pudiera llorar tanto. Llorabas y con tu llanto se sacudía toda la cama, la habitación entera.

Después de respirar profundo y secarnos las lágrimas, después de perder, una y otra vez, la mirada en el cielorraso de la casa, como buscando, en la trama de los materiales, en las diagonales, en los trazos geométricos de los rincones, alguna explicación, nos dimos cuenta de que no teníamos más remedio: había que levantarse y seguir.

Aprender a ser feliz

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