Читать книгу Aprender a ser feliz - Mechi Puiggrós de Mayer - Страница 18

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Te traigo agua porque estás tosiendo. En unos minutos viene la enfermera. A las once. Viene Margarita, hoy le toca a ella. El médico pidió un nuevo análisis de sangre. Yo creo que va a salir bien. Las cosas se van acomodando. Te veo mejor. Ayer dormiste bien.

Tu pelo está creciendo. No sabés lo que significa ese rebrote para mí. Primavera en tu cabeza. No sabés la felicidad que siento. ¿Te acordás de cuando te corté el pelo? Primero fue Florencia, nuestra amiga, que vino con una afeitadora de barba de uno de sus hijos. Se rieron mucho, pero el resultado fue desastroso. Entonces intervine. Tus amigas me miraron como preguntándose qué iba a hacer. Te puse espuma de afeitar y te rapé, en el baño.

Conocí, por primera vez, la perfección de tu cráneo, algo nuevo para mí. Desde ya te digo: cuando te vi por primera vez, me deslumbraron el largo de tu pelo y lo lacio que lo tenías, llegando casi hasta tu cintura en hebras paralelas, como si fuera una de esas cascadas altas y rectas de algún rincón maravilloso del mundo, fotografiadas por la National Geographic; cuando te rasuré la cabeza, no pensé en eso, o en tus peinados anteriores. Estaba concentrado en hacer bien lo que tenía que hacer. En hacerte bien a cada minuto, en cada acto.

Qué me importa el largo de tu pelo, pensé. Si lo que me importa sos vos.

Después vinieron los pañuelos coloridos, tapando tu cabeza. Tampoco eso me importó. Ni a mí ni a Pepe. Fue un hito, por supuesto, como fue un hito la silla de ruedas, la primera de todas.

Qué mal me porté durante aquellos días. Los médicos —que eran varios— decían que cuanto más tarde llegáramos a la silla de ruedas, mejor. Nos habían advertido: Janito se va a caer cada vez más seguido. Parecerá cada vez más torpe, pero hay que intentar pasar a la silla de ruedas cuando ya no pueda más.

Yo no quería que llegara ese momento. Conocía casos de personas que habían nacido ya con problemas motrices, y que la silla de ruedas era parte de su vida desde muy pequeños. Esto era distinto: Janito había corrido, había jugado al fútbol. ¿Cómo explicarle que tendría que pasar a una silla de ruedas?

No quería saber nada. Vos, en cambio, no soportabas verlo caer. Era lógico; como madre, no tolerabas sus golpes. Me preguntabas por sillas de ruedas y yo cambiaba de tema.

Qué cosa, el ser humano. Qué capacidad de no ver. ¿Te diste cuenta? Podemos elegir qué ver y qué no ver.

Qué impactante es la ceguera consciente, esa que registra los acontecimientos pero que uno puede apagar de su vida como se apaga un televisor.

Recuerdo que Janito caminaba cada vez con más dificultades, porque, claro, estaba cada vez más grande, más grande y más alto. Nosotros lo tomábamos por la espalda, para ayudarlo; a veces yo, a veces vos. En tu caso era distinto, porque Janito pesaba mucho y te costaba sostenerlo; cuando yo estaba en el trabajo, no tenías más remedio que asistirlo. Después venía yo y discutíamos.

Tiene que caminar todo lo que pueda, decía yo.

Hasta cuándo, preguntabas vos, enojada.

Hasta que no pueda más.

¿Hasta que no pueda más él, o nosotros?

No quería que llegara ese momento. No, de ninguna manera admitía yo ver a mi hijo en silla de ruedas. Pero llegó ese día —no sé la fecha exacta, no la puedo registrar en mi mente— en que Janito no pudo más.

Aprender a ser feliz

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