Читать книгу Aprender a ser feliz - Mechi Puiggrós de Mayer - Страница 13

6

Оглавление

Antes de dormir, hice lo que hacía todas las noches: ver a mis hijos y darles un beso. Nunca me iba a dormir sin antes estar con ellos, aunque Fran fuera un bebé recién nacido.

Yo no era un padre de esos que suelen contar cuentos, prefería verlos, sentarme sobre la cama, hablar con ellos, arroparlos y dejarles un beso en la frente. Esa noche, a Janito le di dos besos: el habitual en su frente y otro en sus pies, que eran diminutos. Tenía —si no me equivoco— cuatro años. Fran dormía en una cuna, al pie de nuestra cama.

Recuerdo haber rezado pidiéndole a Dios que lo curara.

El diagnóstico había impactado en nuestra vida con tanta fuerza, con tanto caos, que sentía mis entrañas devastadas. Intenté, durante varios días, volver al cauce normal, retornar al ritmo de las actividades cotidianas, pero no podía. Todo lo hacía con desgano; alguien consultaba cuál era la inversión menos riesgosa para su capital, o un gerente me pedía un informe sobre la conducta de consumo de un determinado segmento, y yo no quería saber nada; me preguntaba qué sentido tenían las tasas de interés, o los plazos fijos, si el único plazo fijo que pesaba sobre mí y mi familia era la vida corta, años más, años menos.

Cada vez que recordaba esas palabras del médico, un frío repentino envolvía mi cuerpo. Me quedaba sin energía. No podía tolerar la idea, la sola idea, de que mi hijo tuviera una vida corta.

Años más, años menos. ¿Sabría este doctor la diferencia entre un año más y un año menos? ¿Sería capaz de meterse bajo mi piel, un minuto más, un minuto menos, y contemplar la impotencia, la pesadumbre de la cuenta regresiva?

A mi hijo lo esperaba, primero, una silla de ruedas y después, el final. La enfermedad tenía un derrotero inevitable: debilitar los músculos hasta que dejaran de ser músculos, hasta que dejaran de funcionar.

El corazón es un músculo, me dijo varias veces, como si quisiera que no perdiera de foco la idea.

Era cuestión de tiempo.

A juzgar por las palabras del médico, y además, la forma en que las pronunció, el diagnóstico de Janito era más una condena que una patología. Esa silla que mencionaba en el futuro de mi hijo se convertía en la silla eléctrica del condenado, del reo. Me parecía injusto. Janito no tenía la culpa de padecer esa enfermedad.

Claro que era una cuestión de tiempo.

Mi productividad se redujo mucho. Estaba perdiendo el humor, las ganas de hacer cosas. No podía con la noticia. Mi padre me llamaba con frecuencia para darme palabras de consuelo; otro tanto hacían mis hermanos, pero sus palabras no eran suficientes, no podían con el peso de aquel diagnóstico.

Agradecía el esfuerzo, por supuesto, pero tampoco yo encontraba las palabras indicadas para describir lo que estábamos viviendo.

Tuve días en que pensé, ilusionado, que quizás se tratara de un error. ¿Por qué no podían, los médicos, como seres humanos, equivocarse? ¿Podría suceder que el manejo de tantos estudios hubiera generado las condiciones ideales para un malentendido?

Un compañero de trabajo me sorprendió un día:

—¡Encontraron la cura! ¿No te enteraste? ¡Salió en el diario! Dice: “Mueren dos enfermedades incurables”, ¡hablan de la distrofia de Duchenne!

Salí corriendo al puesto de revistas. Pagar, recibir el diario y pasar las páginas fueron todo uno, un mismo gesto de ansiedad, de premura y esperanza, hasta que llegué a la noticia. Imaginé, en esos pocos segundos, que la noticia era cierta, me imaginé llamándote, a los gritos, diciéndote que tenía una buena noticia para darte. Tuve que controlar mi respiración porque sentía el corazón latir con fuerza. A medida que leía, la intensidad inicial se fue disipando.

En realidad, lo que había descubierto un equipo de médicos era el gen de la distrofia muscular de Duchenne. Según la nota, habían pasado más de cien años desde la primera manifestación de este tipo de enfermedad y ahora habían descubierto que el gen alterado en los pacientes con distrofia muscular de Duchenne producía en las personas sanas una proteína grande, a la que denominaron distrofina. Un equipo de médicos, liderado por Louis Kunkel, de la Harvard Medical School de Boston, notaron que el cromosoma X contiene el gen que causa la enfermedad. O sea, se trataba de un gen transmitido por mujeres hacia hijos varones. Eso era todo.

Cuándo —y cómo— se podría llegar a una cura requería de más estudios.

Bajé el diario. No tenía ninguna buena noticia para compartir con vos. No dije nada cuando llegué a casa ese día.

Si era una cuestión de tiempo, íbamos a vivir cada minuto con Janito de la mejor manera posible, con el esfuerzo puesto en verlo feliz, el tiempo que fuera, el tiempo necesario, años más, años menos.

Aprender a ser feliz

Подняться наверх