Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 10
4
ОглавлениеCaitlin bajó corriendo los escalones de la casa de huéspedes hasta la calle, y se puso las gafas de sol para ocultar los ojos. En la puerta, detrás de ella, la casera se embolsó el dinero que ella le había ofrecido para pagar la taza y la limpieza de la alfombra. La mañana vibraba con la luz del sol. No eliminaba el frío, pero añadía un rumor, un zumbido detrás de sus ojos. Una migraña amenazaba con aflorar. Llevaba toda la noche levantada, y el cansancio le resultaba insoportable. Sabía que tenía la cara muy roja.
Guthrie estaba al teléfono, apoyado en el coche, de espaldas a ella. En un segundo se dio cuenta de que hablaba con el teniente de narcóticos de ella.
—... pérdida de tiempo —decía Guthrie—. Hendrix es un caso perdido.
Ella dudó, y avanzó con paso titubeante. Esa costra que siempre acaba arrancada.
Siempre sería así. Caminó hasta el coche. Guthrie la miró, algo violento, y puso fin a la llamada. El aire ahora parecía caldearse.
—Sargento, quiero trabajar en esta investigación —declaró ella.
Él apartó su teléfono.
—¿Quiere que la destinen a Homicidios?
—De inmediato.
Él la examinó de nuevo, sin disimulos, de pies a cabeza.
—¿Sabe lo verde que está?
—Puede mirar mi expediente.
Sabía lo que encontraría en él. Edad, veintinueve años. Siete años de patrulla. Recibió un disparo en el hombro durante el atraco a un banco. Solo seis meses como detective, pero en su primer caso en Narcóticos consiguió detener al Pirómano de la Casa de Cristal, un traficante de meta que pegaba fuego a los laboratorios de droga de los rivales.
Guthrie siguió mirándola. Había que olvidarse del orgullo por su trabajo. Olvidarse de su juramento como oficial. Ahora, al parecer, su único mérito se reducía a ser la hija de papá. Pues bien, que así fuera.
—Sí, estoy muy verde, es cierto. Pero tengo algo que nadie más puede darle. —Señaló hacia la casa de huéspedes—. Sus conocimientos.
Guthrie sonrió lentamente.
—¿Puede mantener los ojos abiertos y la cabeza baja mientras aprende cómo funciona una investigación de homicidio?
—Puedo hacer lo que sea necesario.
Él frunció los labios. Parecía preocupado, pero quizás estuviera dispuesto a darle una oportunidad.
—Su teniente decía lo mismo por teléfono, ahora mismo. Se está gestionando su traslado.
A ella se le aceleró el corazón.
—¿Y por dónde empiezo?
—Con los archivos de los casos antiguos.
El viento cambió y le alborotó el pelo alrededor de la cara. Parecía girar en un gran arco a través de la bahía.
El Profeta andaba por ahí fuera. Recreándose, rabiando, planeando.
«Mack está equivocado —pensó Caitlin—. Vamos a detenerte de una puta vez, eso seguro. Vamos a por ti, hijo de puta».
—Claro, jefe —dijo.
Sean la esperaba cuando entró por la puerta. Estaba a punto de irse a trabajar, con la placa alrededor del cuello y la Glock 22 metida en la funda, junto a la cadera. El sol entraba a raudales por las ventanas de la cocina. Él le sirvió una taza de café, pero ella la dejó en la encimera y enterró la cara en el pecho de él.
Él la rodeó con los brazos. Se quedaron ahí estrechamente abrazados durante un minuto entero. Él no dijo nada. Se daba cuenta.
—Esta vez —dijo ella obligando a su incertidumbre a convertirse en un juramento—, esta vez lo vamos a detener.
—Si necesitas algo, Cat...
Ella lo apretó más fuerte aún.
—Eso es todo. Tenemos que detenerlo. Es nuestra única oportunidad.
Él se echó un poco atrás, la miró a los ojos y asintió. De policía a policía.
El agente especial Sean Rawlins llevaba dos años con ella. Comprendía por qué el Profeta era un nombre que ella no mencionaba nunca. Sabía que era el veneno que había abierto un agujero en su vida, que había hecho de ella una marginada, de niña, y que la había llevado a convertirse en oficial de policía. Sabía cómo le estaba afectando todo aquello.
—Lo que le ocurrió a mi padre no me va a pasar a mí —declaró ella—. El caso es el caso. Mi vida es mi vida. No se mezclarán nunca.
—Te tomo la palabra.
—No te preocupes.
La preocupación en el rostro de él no hizo más que acentuarse.
Sabía que cuando ella solicitó entrar en la academia, escribió unos propósitos en un cuaderno: «Dedicación. Persistencia. El trabajo se queda en la comisaría». Este último era más fácil decirlo que hacerlo.
—Lo juro —dijo ella.
Él no quería expresar ningún miedo, pero le cogió la cara entre las manos.
—Ten cuidado.
—Comparado con Narcóticos, Homicidios es un jardín zen. Los detectives apenas tienen que saltarse los límites de velocidad.
—En este caso, no.
Al igual que muchos policías, Sean veía el mundo como un lugar peligroso, donde con suerte podía hacer lo justo para mantener a salvo a las personas más importantes de su vida: Caitlin, su hija de tres años y su exmujer. Tocó el hombro de Caitlin, donde ella había recibido el balazo unos años antes. Luego le puso la mano en el corazón.
—Cuidado. ¿Me oyes? —le dijo.
Ella asintió. Lo tenía. «Y te tengo a ti también, gracias a Dios».
—Sí. Y ahora tengo que ir a la comisaría.
A las cuatro de la tarde, las aulas del Instituto Sequoia estaban muy tranquilas. Los autobuses habían arrancado ya. Algunos miembros del equipo de atletismo estaban entrenando, y se oía el coro a capela. Pero el cuidado campus de las afueras de Pleasanton se estaba vaciando. Apenas rondaban por allí algunos profesores y conserjes.
En su clase de matemáticas, Stuart Ackerman recogía las cosas tras la jornada laboral. Borró la pizarra, haciendo una pausa al llegar a una ecuación algebraica que algunos chicos de noveno habían escrito cuando él no miraba. 100c × 100c = 200dd. Los ceros se habían convertido en tetas muy abultadas, completando la broma.
Qué descarados. Pero al menos los chicos mostraban interés.
Borró el dibujo casi con pena. Conocía a muchos tíos de su edad, treinta y tres años, cuyo sentido del humor no habría soportado ese tipo de cosas. Él mismo intentaba ser un adulto de verdad. Con la camisa bien abrochada y pantalones de tela, y corbata, excepto los viernes. El pelo corto, aunque con un corte moderno (su madre se lo había asegurado) y una barba de pocos días muy hipster de la cual la administración de la facultad nunca se quejó, gracias a los resultados de los alumnos en los exámenes. Metió un montón de trabajos en su maletín. Tenía los antebrazos estupendos, decidió. Tres días en el gimnasio y ya lo notaba. Bien.
Estaba de un humor primaveral. Se acercaba el fin de semana de Pascua.
Cerró el maletín y cogió las llaves. Tocó el teléfono móvil: se había quedado sin batería. Miró el ordenador del escritorio. Los dedos le cosquilleaban. Estaba prohibido su uso personal. «Borrar historial» estaba deshabilitado. La universidad podía rastrear todas las webs que visitara.
Pero se sentía bien. Afortunado. Se sentía... «Va, por favor, por favor...».
Solo una vez, decidió. Bueno, solo una vez más. Solo un minuto. Se inclinó sobre el teclado y ah, qué rápido, comprobó una web.
Hola, chico.
Tenía un mensaje privado de Starshine69.
Se sentó. Vaya foto.
Un breve parpadeo en la pantalla. Levantó las manos del teclado, preguntándose si habría algún contacto suelto o si la señorita Lovado, de la oficina del vicerrector, estaría espiándolo en secreto, encorvada en su pequeño cubículo como un gnomo del KGB. La pantalla se despejó.
El mensaje de Starshine decía:
Parque Silver Creek, mañana a las 9 de la noche.
Él respondió sonriendo:
Dispuesto para el jaleo.
Fuera, balanceó el maletín y apuntó con desparpajo el llavero hacia su coche, como un James Bond que desenfundara con rapidez. Sentía casi vértigo al subirse a su Toyota Sentra.
Al cerrar la puerta del conductor, captó otro parpadeo. Frente a él, al otro lado de la calle, un todoterreno negro avanzaba al ralentí. El conductor llevaba unas gafas de sol... ¿o eran prismáticos?
El todoterreno se alejó.
Ackerman salió al tráfico tras él. Desechó la extraña sensación. Fight Song. Subió el volumen y acompañó la canción. Qué sincronización más perfecta. Qué buena señal.