Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 11
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ОглавлениеLa comisaría de policía de Briarwood se encontraba situada entre dos parques empresariales en una amplia calle de las afueras. Caitlin entró en el aparcamiento a las siete y media de la mañana. Cerró la puerta de su Highlander y se dirigió a pie hacia el edificio. Se había levantado algo de viento, que agitaba las hojas verdes y primaverales de los arces. Ella llevaba todavía el pelo húmedo de la ducha. Vestía una camiseta de manga larga blanca y cómoda, unos vaqueros, unas botas Doc Martens, su placa y la SIG-Sauer P226 en una funda en la cadera.
Un coche patrulla pasó a su lado, un pulido Dodge Charger que se dirigía a la calle. Caitlin hizo un gesto como saludo. Cuando pasó por la puerta, la recepcionista civil que estaba detrás del mostrador le sonrió oculta detrás de un rollito de canela.
—Buenos días, Paige —la saludó Caitlin.
—Bonito día.
Paige se chupó el glaseado del pulgar.
Aquella chica era Miss Subidón de Azúcar. Cuando llegaban los ciudadanos a informar de algún delito, ella los saludaba animosamente, con la gracia predadora de un gatito. Le gustaba enterarse de las infracciones del Código Penal que los habían llevado hasta allí. Según Caitlin, tendrían que destinarla a la patrulla de Tráfico durante unas cuantas semanas, para que espabilara un poco.
Caitlin introdujo un código, la puerta zumbó y la dejó pasar. El ladrillo visto de la comisaría y su madera clara pretendían ser deliberadamente tranquilizadores. Y funcionaba, porque la curva de aprendizaje de los nuevos detectives se disparaba. Ella quería ser detective desde que iba a la guardería y veía a su papá enfundar la 38, tomarse el café ardiendo y quemarse la boca con él, y salir de casa a toda prisa para atrapar a los malos. Pero algunos días se sentía como el vaquero que monta la bomba H en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Métodos de interrogatorio. Protección de la integridad de las pruebas. Técnicas de irrupción. ¡Yiiijaaa...!
Al otro lado de la sala, Guthrie le silbó. A juzgar por la intensidad de su mirada, estaba en la cresta de una ola de cafeína.
—Trajeron más archivos anoche. Súbalos desde Pruebas. El equipo se reúne dentro de veinte minutos.
Treinta horas después de que se encontrara la primera víctima en el maizal, el departamento había considerado prioritario investigar aquellos asesinatos. Guthrie había reunido un batallón de detectives y había convertido una parte trasera de la comisaría en un centro de operaciones.
Un muro estaba cubierto de mapas, perfiles, antiguos retratos robot de sospechosos. Y fotos de las escenas de los crímenes. Caitlin contempló las nuevas fotos que habían pegado allí. El maizal, los cuerpos, tres huellas (del número 43, de hombre), y el rastro de mercurio. Una tras otra, como las estaciones del viacrucis. Se acercó a la pared.
Era el templo del Profeta.
23 DE SEPTIEMBRE DE 1993. Giselle Fraser. Hallada muerta, colgada por las muñecas de una viga. Las avispas se arremolinaban en tal cantidad en la choza que los servicios de emergencia apenas veían.
20 DE MARZO DE 1994. David Wehner. Asfixiado con una bolsa de plástico y abandonado en una feria ambulante. Una foto en el escenario del crimen mostraba el túnel de la risa, un puesto de algodón de azúcar, atracciones (Wild Mouse, Limbo, Skee-Ball) y el cuerpo de Wehner, sobresaliendo de un asiento de una noria. Llevaba una nota sujeta en su camisa: «Esto es una señal de lo que era, y lo que es, y lo que está por venir».
Así fue como se bautizó al asesino. «Habla como un profeta. Sí, se cree un profeta». El público lo adoptó enseguida, luego los medios de comunicación y, por último, también la ley.
Todo el mundo, excepto el propio asesino. Él nunca se refirió a sí mismo con ningún nombre. Solo firmaba sus mensajes con el símbolo de Mercurio.
21 DE MARZO DE 1995. Barbara Gertz. Apuñalada, arrojada a un túnel de lavado de coches.
12 DE ABRIL DE 1996. Helen y Barry Kim, la primera pareja asesinada. Muertos a golpes, arrojados en un vertedero. Post mortem los perros mordisquearon sus cadáveres.
26 DE ABRIL DE 1997. Justine y Colin Spencer. Sus cuerpos cayeron de la parte trasera de un volquete que entregaba piedras a una obra. El símbolo lo había cosido a su piel con hilo de pescar.
Ese detalle tan macabro se le había ocultado al público. Mantuvo despierta a Caitlin durante semanas, echada en su cama y helada, mientras el viento agitaba los árboles que golpeaban el tejado. Durante gran parte de su niñez durmió muy mal. Todavía seguía sin dormir bien.
20 DE MARZO DE 1998. Lisa Chu. La adolescente fue arrojada a un tanque de tratamiento de aguas, encadenada a un parachoques de cemento de un aparcamiento. En el antebrazo le habían escrito un mensaje con tinta indeleble.
Cuando Caitlin se quedó delante de aquella foto, un recuerdo ya casi borrado volvió con fuerza: estar sentada con las piernas cruzadas frente al televisor, jugando con sus Barbies, cuando de repente apareció una reportera. Una señora que daba las noticias, muy seria, ante el dibujo de un hombre con un bastón y cuernos de demonio.
—El Profeta ha atacado de nuevo, y ha dejado un terrorífico mensaje, escrito en la propia piel de la víctima: «Ira infinita y desesperación infinita».
La voz de su padre resonó entonces.
—Por Dios bendito, Sandy... ¿Has dejado puestas las noticias?
Corrió hasta llegar al aparato y lo apagó.
—Mierda.
Lanzó el mando a distancia contra la pared y fue corriendo a la cocina, y Caitlin no se movió, porque sus chillidos hacían que se le encogiera el estómago. Le oyó coger el teléfono y cuando se atrevió, miró por encima de su hombro y vio que deambulaba por la cocina.
—¿Lo has visto? Saunders, alguien se lo ha filtrado a esas hienas, joder.
Se sacudió el recuerdo visceral de aquella ira que empapó toda la casa.
18 DE ABRIL DE1998. Tammy y Tim Moulitsas. Cementerio de Calvary.
Miró las fotos de la joven pareja. Guthrie pasó a su lado.
—Hendrix. Vamos.
Caitlin llevó las cajas de nuevas pruebas a un carrito y se unió al equipo, que se estaba reuniendo en el centro de operaciones. La luz era áspera, la energía irregular.
Tomás Martínez llevaba una camisa de bolera y un sombrero de fieltro ladeado en la cabeza rapada. Tenía el aire complaciente de un camarero de un bar de playa, pero sus ojos, endurecidos por el espanto, traicionaban la década que había pasado trabajando en Homicidios. Caitlin pensaba que las fotos que tenía en su escritorio, de su mujer y sus cuatro hijas, tenían algo que ver con ello.
Cuando ella entró, él levantó la barbilla a modo de saludo.
—Niña...
Ella se contuvo para no responderle: «Abuelo...». Tenía cuarenta y tres años. Y su voz sonaba cálida.
—Detective.
Mary Shanklin colocó una pila de expedientes en la mesa, los ordenó bien y examinó a Caitlin con una mirada inquisitiva. Shanklin venía del cuartel general de la oficina del sheriff de Oakland. De treinta y tantos años, la consideraban una investigadora disciplinada. Llevaba el pelo castaño sujeto en una cola de caballo tirante. Su pintalabios era del rojo de una señal de tráfico. Se parecía a la instructora demasiado estricta de las niñas exploradoras que Caitlin recordaba de su niñez. Y a una dominatrix a la que había arrestado una vez.
—Buenos días, detective —la saludó Caitlin.
Shanklin hizo un gesto breve.
—Hendrix.
Guthrie entró y clavó dos nuevas fotos en la pared. Ampliaciones de las fotos del carné de conducir de las dos víctimas del maizal. Cuando Caitlin las vio vivas se le encogió el corazón.
Guthrie dio unos golpecitos en la foto de la mujer.
—Melody James. Veintiséis años. Desaparecida de Union City el martes por la noche. Acababa su turno como camarera en el Olive Garden a las once de la noche. No volvió a casa. —Sacó el teléfono—. Su marido recibió una llamada el jueves por la noche, a las once y cuarto. El buzón de voz recogió la llamada y grabó la conversación.
Desbloqueó el teléfono y activó el mensaje.
Tras el mensaje entrante, una voz de hombre sin aliento sonó en la línea. Parecía plenamente despierto y lleno de pánico. Caitlin casi podía verlo agarrando el teléfono.
—¿Melody? —decía.
Un hombre respondía:
—No, señor James. Pero sé dónde está.
Todo el mundo en el grupo se puso tenso.
—¿Dónde? ¿Quién es? —preguntó James.
—Vi su anuncio de una persona desaparecida.
Esa voz. Era una voz rasposa, áspera y chirriante. Shanklin le dirigió a Martínez una mirada pétrea. Él se la devolvió y luego meneó la cabeza calva, murmurando para sí. Caitlin notó un escalofrío.
¿Sería él? Veinte años antes, el Profeta había enviado grabaciones a la policía y a las cadenas de televisión. Sonaba más baja y más áspera de lo que ella recordaba. Era horrible.
La voz dijo:
—Está en un sitio junto a la carretera 88. Unos campos al este de Guadalupe Road.
James habló a toda prisa.
—¿Está bien? ¿Ha hablado con ella?
—La estoy observando ahora mismo. Creo que una recompensa...
—Está viva. Oh, Dios mío. ¿Puede hacer que se ponga? —La voz de James flaqueaba con alivio.
Aun ahora, cuando ya era demasiado tarde, Caitlin quería agarrarlo y apartar su mano del teléfono. «No expreses alivio. No expreses esperanza. No seas feliz. No hará más que empeorar el golpe que está a punto de darte».
—La gente decía que no podía ser, pero yo sabía que sí. —Las lágrimas se agolpaban en la voz de James—. Dígale... por favor, que venga a casa. No me importa por qué se fue, ni con quién...
—¿Se refiere al hombre que ha huido con ella?
James hizo una pausa, o bien asombrado, o bien intentando recomponerse.
—No haré preguntas. Quédese con ella ahí... Voy a salir ahora mismo.
—No hace falta que corra. Ella no se va a ir.
Puso en marcha una grabación de sonido. «No, no me haga daño...».
Era una mujer que sollozaba.
«Déjeme... Dios mío, quite eso...».
Ella chillaba. Y chillaba.
La voz volvió entonces.
—No se va a ir a ninguna parte. La he castigado. —Hizo una pausa—. De nada.
James dio un respingo y empezó a gritar. Los chillidos de su mujer llenaron toda la habitación. La llamada se cortó.
Guthrie paró la grabación.
—Pero qué hijo de puta —dijo Martínez—. Qué frialdad.
Shanklin se quedó mirando la foto de Melody James. Como contraste con el pintalabios rojo, tenía la cara blanca, llena de rabia.
—Sádico.
—La llamada procedía de un número 650 —explicó Guthrie—. Un móvil desechable. Y nuestros especialistas de audio sospechan que era una llamada rebotada desde otro móvil. Lo están estudiando ahora, pero dudamos que se pueda rastrear.
Caitlin miró aturdida la foto de Melody James. Notaba la garganta tan cerrada que parecía que tenía una manzana dentro. La foto del carné de conducir se confundía con la cara de Melody, veteada de lágrimas, sucia y muerta en el suelo.
La voz del asesino. Casi desenfadada, el aguijón acechando en los bordes. Masculina, de tenor, quizá deliberadamente ronca, en un intento de disfrazarla. Las palabras. Provocar. Dar esperanzas, agitando el anzuelo.
Si no era él, era alguien con el mismo deseo perverso del Profeta de infligir un dolor interminable.
—¿Comparación de impresiones vocales? —preguntó ella.
Guthrie la miró y luego a las cajas almacenadas en su escritorio.
—Las antiguas cintas están por ahí, en alguna parte. Búsquelas. —Su mirada era mordaz—. Sáquelo todo. Busque patrones en las pruebas. Similitudes entre los casos antiguos y los nuevos.
Ella asintió.
Él pasó a la foto de la víctima masculina.
—Richard Sánchez. Veintisiete años. Cajero de un supermercado de Alameda. Sin órdenes de busca y captura ni nada. Tal vez relacionado con Melody James.
Un hombre que estaba al fondo dijo:
—La voz de la grabación mencionó: «El hombre que ha huido con ella».
Era el jefe. El teniente Ray Kogara, que dirigía la Unidad de Investigaciones de la comisaría.
Kogara era intenso e imponente. Medio japonés, medio estadounidense, cuando entraba en una habitación la gente se erguía y cuadraba los hombros. Su traje color antracita envolvía con absoluta perfección su silueta esbelta. Dio unos pasos hacia la pared, y señaló las fotos de las víctimas.
—¿Y lo hizo? —preguntó—. ¿Huyó con él?
—No —respondió Guthrie—, pero quizá tuviera un lío con él. Los demás trabajadores del Olive Garden dicen que Sánchez era un cliente habitual y que Melody coqueteaba abiertamente con él... y que una vez él la recogió después de su turno. He entrevistado al marido de Melody. Conocía los rumores. Insiste en que lo único que le importa es atrapar al tío que ha matado a su mujer.
—Se hace el duro... —dijo Kogara.
—La noche en que desapareció Melody, Richard Sánchez recogió comida preparada del Olive Garden. Sospechamos que el asesino estaba cerca, observando. Luego siguió a Sánchez a su casa. Sánchez no llegó a entrar. Su coche estaba aparcado en el garaje, con la puerta bajada. Ha desaparecido el mando a distancia. Pensamos que el asesino accedió al garaje y le atacó allí.
Guthrie abrió un expediente.
—Tenemos los informes preliminares de la autopsia. Ambas víctimas murieron por estrangulamiento. Las marcas de ligaduras en su cuello coinciden con el látigo.
Tendió a Kogara fotos de la autopsia.
—Las abrasiones en las muñecas, tobillos y rostro indican que los ataron y amordazaron con cinta adhesiva. Se encontraron salpicaduras de la sangre de cada una de las víctimas en la ropa de la otra. Los azotaron muy cerca el uno de la otra.
Kogara cogió las fotos. Aunque no dijo nada, su expresión se puso más tensa.
Martínez meneó la cabeza.
—Horrible.
Caitlin notaba el estómago encogido.
Guthrie dijo:
—Las marcas de un utensilio en la piel de las víctimas indican que los clavos fueron disparados al pecho con una pistola de clavos. Estamos trabajando para identificar la marca y el modelo.
—¿Los clavos? —preguntó Kogara.
—Son de acero de diez centímetros, normales. De espiga larga y cabeza plana, punta en forma de diamante. Usados para la construcción y para armazones, y también para bricolaje de carpintería. Están por todas partes. No hay forma de rastrear ni el origen ni el punto de venta.
—¿Y el látigo?
—Es antiguo. Quizá de hace unos cien años. Estamos comprobando los vendedores en línea, pero igual llevaba un siglo guardado en el desván del asesino.
Kogara examinó el muro de fotos.
—¿Y el rastro del mercurio?
Shanklin se quedó de pie en posición de descanso, con las manos cogidas a la espalda.
—He enviado muestras al laboratorio para su análisis químico. En su forma pura, el mercurio es un metal plateado líquido a temperatura ambiente. Es lo que se encuentra en los termómetros, interruptores eléctricos o lámparas fluorescentes. Pero en la naturaleza se encuentra en compuestos y sales inorgánicas. No se puede purificar en casa. Y su venta está regulada. No se encuentra en los grandes almacenes.
—¿De dónde lo habrá sacado?
—Podría haberlo comprado online. Decir que es para una clase de química. Mientras pueda falsificar una dirección comercial, vale —dijo ella—. O también podría haberlo robado.
Kogara cruzó los brazos.
—¿Podemos rastrear un lote o un número? ¿Tiene alguna etiqueta el mercurio?
Caitlin se envaró.
—No. Solo a los explosivos se les requieren marcadores químicos. A las materias primas como el mercurio, no. —Miró a Shanklin—. ¿El laboratorio está buscando contaminantes y trazas?
Shanklin puso mala cara.
—No, grasas trans y edulcorantes artificiales, si te parece... Claro que los están buscando. —Pasó junto a Caitlin y fue a la mesa de conferencias que había en la parte delantera de la habitación—. Dos cosas más sobre el mercurio. La primera, que es tóxico. Y la segunda, que, si no está sellado, se evapora lentamente.
Kogara se volvió hacia Shanklin.
—O sea, que nuestras pruebas podrían evaporarse. Literalmente.
—Sí.
Caitlin se sentía mortificada. Guthrie le lanzó una mirada torva.
Él se volvió hacia los demás.
—Una cosa más. A Melody James y Richard Sánchez los asesinaron en algún lugar donde el perpetrador tenía sitio para maniobrar.
Señaló hacia las fotos en la pared.
—Ese látigo tiene dos metros de largo. A juzgar por las salpicaduras y el daño infligido, golpeó a las víctimas a gran velocidad. El asesino necesitaba espacio para empuñarlo. Algún lugar donde los vecinos no pudieran oírlos. Y para usar una pistola de clavos, casi con toda seguridad necesitaba un enchufe eléctrico. Ese hombre tiene una casa. O tiene acceso a un taller o algo así adonde puede ir fuera de los horarios normales. No ha podido cometer estos crímenes en un piso con paredes finas.
Kogara examinó las fotos de la autopsia con lo que parecía un dolor contenido.
—Si se repite el último ciclo, solo disponemos de cuatro semanas antes de que vuelva a matar. Está por ahí fuera, preparándose. Cada minuto cuenta. —Guthrie miró al equipo, uno por uno—. Venga, pongámonos a trabajar.
Cuando Caitlin se dirigía a su escritorio, Guthrie la llamó aparte. Parecía que tenía un abrojo en el zapato.
—Detective. Mary Shanklin lleva diez años en Homicidios. Usted solo un día.
—Me he pasado de la raya. Ya lo sé... Hay que agachar la cabeza. Y cerrar la boca.
—Empiece ahora. No tenemos ni un minuto que perder. —Señaló de nuevo las cajas—. Ahonde todo lo que pueda. Adelante.