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Por la mañana hubo tormenta. Caitlin fue corriendo desde su todoterreno a la puerta de la comisaría, chapoteando en los charcos bajo un cielo rugiente y gris. Dentro encontró a Guthrie en su despacho, con los expedientes apilados hasta más de un palmo de altura, con notas de post-it pegadas en una docena de superficies, incluyendo una foto de Guthrie con dos terriers Jack Russell en brazos. Aquel día, el hombre iba muy bien vestido, con traje y corbata. Pero tenía unas ojeras moradas. Ella llamó a la puerta.

Él levantó la vista y la miró.

—¿Sí, detective?

—Sargento. Las cosas no cuadran.

Caitlin había aprendido ya a exponer las cosas con claridad, de frente. Sin pedir permiso, sin carraspear ni titubear. Si lo hacía, la considerarían una persona educada, pero también una blanda, una voz que se podía ignorar.

—¿En qué sentido? —Guthrie cogió su taza de café.

Ella se acercó al escritorio.

—Usted me pidió que buscara similitudes entre los casos antiguos y los nuevos crímenes. Que buscara patrones.

—¿Y no los está encontrando?

—Algunos. Sí. La escenificación extravagante de los crímenes. Casi guiñolesca. Y la esterilidad de los escenarios: sin ADN, sin huellas, casi sin rastro alguno. Es el mismo fantasma que ha sido siempre. Pero...

Guthrie bebió, mirándole por encima del borde de la taza.

—Hay un montón de cosas que no cuadran. —Hizo un gesto hacia la pared del centro de operaciones—. La huella parcial de un zapato del maizal. Es de una talla diferente a la huella de bota encontrada en 1993. Y el análisis de voz de la llamada telefónica... Informática Forense dice que no pueden excluir que el hablante sea la misma voz que en los casos antiguos, pero está muy lejos de resultar concluyente. El timbre de su voz es distinto.

Levantó una mano, previendo ya las objeciones que podía plantearle Guthrie, según le parecía a ella.

—Ya sé que las cintas originales se encuentran en muy mal estado, y que la grabación nueva se hizo a través de varias capas de teléfonos. Todavía están analizando el vocabulario del hablante, su dicción y su acento. Pero el registro de la voz suena más bajo. Y sí, ya sé que las voces cambian con los años. Por el tabaco, la bebida, la edad. Pero aun así...

—Sigue poniendo peros. ¿Qué me quiere decir?

—Que quizá sea la edad. Quizá sea algo deliberado. Quizás el asesino solo esté jugando con nosotros. O quizá no —añadió ella—. ¿No podría ser realmente un imitador?

Guthrie dejó su taza de café.

—No lo sé. ¿Qué opina usted?

Ella hizo una pausa, sorprendida.

—El Profeta tiene sus devotos. Hay docenas de libros «basados en hechos reales» sobre él. Telefilmes. Y esos foros online donde los detectives aficionados intentan resolver los casos.

—Esos... Han estado acosándonos como abejas que salen de una colmena.

—Es como un culto. La Iglesia del Profeta. Quizás alguien decidió replicar sus crímenes.

Guthrie se frotó la barbilla.

—Ya lo sé.

—Ahora veo un pero.

—Han pasado veinticinco años desde el primer asesinato conocido del Profeta.

Una sensación horrible la invadió al oír eso de «primer asesinato conocido».

—Tiene una fantasía, sí. Una necesidad primigenia que le guía... que nunca cambiará. Pero su modus operandi probablemente ha evolucionado con los años.

—Ya sé que ha matado de media docena de maneras distintas, pero...

—Los asesinos aprenden, Hendrix. Adquieren experiencia. Este tío es un hijo de puta retorcido, pero también es listo. No suponga que, como las cosas no acaban de cuadrar, es otro.

Ella soltó el aire. Asintió.

—Pero ha hecho bien al contarme todo esto. Quiero que mi equipo me lo cuente todo. No se guarde cosas. Podría descartar una pista que a lo mejor necesitamos.

—Sí, señor.

Se volvió para retirarse. Guthrie dijo:

—Y a propósito de los foros...

Ella tenía que haberlo visto venir. A los de abajo siempre les toca pringar. Pero aquella mañana se sentía como un cachorrillo ansioso. Se volvió.

—Una de esas personas online nos está inundando a consejos. Es una loca de la vida y sabe cómo encontrarme.

Se volvió hacia su ordenador y tocó unas cuantas teclas.

—Yo no le haría caso, pero probablemente entonces vendría aquí y aletearía contra la ventana, como un pájaro desorientado. —Señaló el ordenador de Caitlin—. Desconéctela. Escúchela, pero hágala callar. Con una almohada encima de la cara, si es necesario. —Levantó la vista—. No lo digo en serio...

—Mis almohadas las tengo en casa.

—Bien.

Caitlin se volvió para irse y él dijo:

—Y hable con su padre otra vez.

Ella se encogió de hombros.

—Hendrix. —La voz de Guthrie se suavizó—. Tenemos que tocar todas las teclas. Usted es la única que puede tocar esa.

—Sí, señor.

Al salir del despacho llamó a su padre por el móvil. Mack no respondió. Aliviada, dejó un mensaje en el buzón de voz, vago e inocuo, que seguramente conseguiría traspasar su perímetro defensivo. Se sentó a su escritorio y miró la información de la persona online que Guthrie quería que silenciara.

Estaba a punto de entrar en un circo de tres pistas.

—Con Deralynn Hobbs, por favor. De parte de la detective Hendrix, de la oficina del sheriff de Alameda.

—Soy Deralynn. —Con signo de admiración implícito—. ¿La detective Hendrix? ¿Su hija?

—Sí.

—Oh, Dios mío...

La voz de la mujer era alegre y animada. La pantalla del ordenador de Caitlin mostraba la foto del permiso de conducir de Deralynn. Caucásica, treinta y un años, con cara de luna llena y una sonrisa que podría haber fundido la cámara del Departamento de Tráfico. A través del teléfono llegaba el sonido del tráfico, parecía que de una autopista. Se oían voces infantiles. Música de dibujos animados.

Caitlin dijo:

—Usted contactó con el sargento Guthrie. Yo me encargo de hacer el seguimiento.

—¿Le contó lo del colgante que falta?

Deralynn había enviado una docena de mensajes de correo en los dos últimos días. Más enlaces a la web que llevaba, FindtheProphet.com. Caitlin fue pasando por la pantalla los mensajes de Guthrie.

re: El colgante de Barbara Gertz.

—Tengo su correo. Lo revisaremos.

—La víctima número tres. Marzo de 1995. Su pariente más próximo, el marido de Barbara, le dijo al forense que cuando la identificó le faltaba el collar. Se organizó un escándalo...

—Sí.

Caitlin abrió el mensaje. No sabía nada del escándalo.

—¿Acusó al personal del anatómico forense de robarle una joya a su mujer? ¿Antes de que la policía se diera cuenta de que el asesino quizá se la hubiera quitado?

Fue examinando el correo: «Colgante único de oro y ópalo en forma de colibrí de Barbara».

—Pondré una nota en el archivo, señora Hobbs.

—Deralynn. —Por teléfono, la voz de la mujer sonaba más baja—. Chicos, parad. Eso es para comer... Bueno, tendríais que haber acabado de desayunar ya. No... Weston, he dicho que... no lo abras en el coche, el yogur se...

Llegaron gritos desde el asiento trasero.

Caitlin se pellizcó la nariz.

—Coge una toallita húmeda de la bolsa de gimnasia —dijo Deralynn. Y luego a Caitlin—: ¿Sigue ahí?

—¿Por qué no hablamos en un momento mejor?

—No hay momentos mejores.

En la parte trasera del vehículo de Deralynn, que Caitlin se estaba imaginando como un monovolumen con un muñeco de Dexter de los que mueven la cabeza en el salpicadero, un niño se quejó:

—Mamá, la toallita no hace más que extenderlo por todas partes.

Deralynn dijo:

—Pues lo chupas.

Caitlin quería dejar caer la cabeza sobre el escritorio.

Deralynn se dirigió a ella:

—He encontrado el colgante en eBay.

Caitlin se puso tensa al momento.

—¿Cree usted que el collar que le faltaba a la víctima está a la venta en eBay?

—Lo estuvo. Hace cuatro años. Pujaron más que yo. Contacté con la policía, pero no volví a saber nada más. Esta semana, cuando ha vuelto a salir todo, le mandé un correo al sargento Guthrie para que contactara con el comprador y así pudiera rastrear la procedencia del colgante. Encontrar al vendedor y relacionarlo con la víctima.

—Vuelva a contármelo todo desde el principio.

Deralynn le hizo un resumen rápido y le contó que llevaba siete años buscando ese colgante.

—El Profeta no siempre cogía recuerdos. Pero con la teoría de que lo que llegó a su posesión siempre podía salir de sus manos (por ejemplo, si moría, o si se lo robaban) puse una alerta de búsqueda constante para ese colgante. No sé cuántas noches me pasé buscándolo. Y cuando apareció, fui a por él.

—Pero no sabe si pertenece realmente a la víctima.

—El mismo diseño, dimensiones y trabajo de artesanía, y los fragmentos de ópalo como ojos... Weston, no dejes que el perro se te coma el bocadillo.

Caitlin miró de nuevo la foto de Deralynn. Esa sonrisa. La cara resplandeciente y la figura rubensiana. Una obsesiva casi patológica, una cosechadora nocturna de datos, que compraba recuerdos de casos criminales en eBay. Una metomentodo que llamaba a los detectives mientras llevaba a los niños en coche al colegio.

Caitlin dijo:

—Mándeme todas las fotos y la información que tenga de ese colgante.

—En cuanto deje a los niños aparcados y le pase una manguera al coche.

La información llegó media hora después: capturas de pantalla del listado de eBay donde estaba el colgante. Por aquel entonces, Caitlin ya había conseguido desenterrar una foto de Barbara Gertz de los archivos de casos antiguos. Gertz tenía una sonrisa picarona y un martini en la mano. El colgante lo llevaba con una cadena de oro entre los pechos.

Parecía idéntico al colgante que Deralynn había encontrado en eBay... Hasta un arañazo en forma de media luna en el ala de oro del colibrí.

Caitlin procuró relajar la respiración. Tres meses después de que se tomara la foto del martini, el Profeta mató a puñaladas a Barbara Gertz. Descubrieron su cuerpo en el transportador de un túnel de lavado automático de coches. Los chorros de aire para el secado le habían arrancado la ropa.

Cuanto más comparaba Caitlin las dos fotos del colgante, más convencida estaba: era el mismo objeto. Movió la ruedecita para obtener los datos del vendedor de eBay. Requeriría una orden judicial y costaría varios días, aun con la urgencia del caso, que era de vida o muerte.

Volvió a su ordenador y leyó los mensajes de Deralynn Hobbs, con menos desdén en esta ocasión. Y abrió FindtheProphet.com.

La web era fea, pero estaba muy trabajada. Había un calendario de los asesinatos. Páginas de fotos tomadas por los agentes de la ley, la prensa y algunos civiles. Páginas para cada una de las víctimas. Eran completas y respetuosas. Incluían entrevistas con los familiares de las víctimas.

Y foros de mensajes. Caitlin se quedó asombrada. La web tenía cuatro mil quinientos usuarios registrados. Y a saber cuántos mirones más. Había 134 hilos con diversos temas. Caitlin se registró bajo el seudónimo de WarriorFan, y entró.

Sospechosos.

¿Son los crímenes al azar, o conocía el Profeta a sus víctimas?

Rimas en los mensajes. Numerología. Astrología. Satanismo.

¿Es el Profeta un imitador del asesino del Zodíaco?

¿Es el Profeta el asesino BTK?

Perfil del autor. Errores de la policía. Asesinatos que deberían atribuirse al Profeta.

Retratos robot... ¿Son precisos?

¿Qué significa el símbolo de Mercurio?

Algunos hilos tenían cientos de respuestas, con enlaces a todo, desde artículos del New York Times a archivos del FBI.

«Veinte años... ¿Dónde ha estado?». La moderadora de ese hilo: D. Hobbs.

Se arrellanó en su asiento. Algunos de esos hilos eran pura basura. Pero muchos de los comentarios eran reflexivos e inteligentes. Muy vehementes, sí. Pero bien documentados.

Esa web ahondaba tanto que en realidad podía ser un almacén de información que las agencias de la ley individuales nunca habían recopilado. Incluso podría tener fotos de pruebas que habían sido destruidas o robadas. Deralynn podía tener la clave del mundo perdido del caso.

Caitlin vio otro asunto de discusión: «¿Imitadores?». Contaba con setecientos comentarios polémicos.

Cogió el teléfono y llamó a Deralynn.

—Necesito incluir o excluir la posibilidad de que los nuevos asesinatos sean obra de un imitador. Podría usted ayudarme.

—Oh, Dios mío, claro que sí —dijo Deralynn.

Parecía que estaba otra vez en el coche, o todavía en él. Caitlin oía música y una pista de risas enlatadas. Bob Esponja.

—¿Podría usted resumirme los argumentos más interesantes de ese foro? Y si FindtheProphet.com tiene información relevante que no esté online, envíemela.

—Claro que sí. Y no le diré nada a nadie.

—Me alegro de no haber tenido que pedírselo.

Caitlin oyó el sonido de un intermitente, niños que recogían sus cosas diciendo «adiós» y «gracias».

—Portaos bien —dijo Deralynn—. Os quiero.

Se cerraron algunas puertas. Luego los neumáticos chirriaron, mientras Deralynn aceleraba furiosamente y se reincorporaba al tráfico.

—Voy a hacerlo —le aseguró y colgó.

Caitlin sintió que acababa de subir a una atracción de feria.

Pensó en Deralynn y su coche lleno de niños, y su ansiedad de sabueso para atrapar a un asesino. Risas y «os quiero».

Pensó en llamar de nuevo a su padre. Durante un nanosegundo. Al cabo de un momento, cogió el teléfono y llamó a Protección de Menores.

—Llamo por la niña que encontramos abandonada durante una redada policial, hace dos noches. Soy la oficial que la sacó de la casa.

Un minuto después se sentía mucho más ligera. Aliviada y con el nudo de su pecho algo más suelto. La niñita, Baby Doe, estaba perfectamente sana y se encontraba alojada temporalmente con una familia de acogida.

Aquella pequeña luchadora estaba a salvo, y caliente, y alguien la cuidaba. Sí, estaba en peligro psicológico. Abandonada. Pero estaba en unas manos que no la dejarían en una casa de meta, llena de drogas, cuchillos y armas de fuego. Caitlin recordó sus bonitos y enormes ojos, recostada contra su hombro.

—Gracias. Es una noticia estupenda.

Hay que aprovechar las cosas cuando vienen.

Detrás del instituto Sequoia, más allá del campo de fútbol, bajando la colina del huerto de los aguacates, estaba el canal de cemento para controlar las inundaciones que los chicos de los monopatines llamaban el Desagüe. La valla metálica no conseguía mantenerlos alejados de allí, ni siquiera una tarde borrascosa después de un día triste, con un ambiente extraño. El señor Ackerman había muerto. Media docena de chicos se reunían allí, aprovechando las pendientes y las curvas, las alcantarillas y los recodos... No era tan bueno como media tubería o una piscina vacía, pero era su espacio, para patinar, sentarse allí y hablar de lo raras que eran las cosas. El profesor sustituto de álgebra era como un conejo sorprendido por los faros de un coche. Como si la clase estuviera envenenada. Con las furgonetas de las noticias esperando fuera.

El Profeta. El asesino en serie real que grababa unos cuernos de diablo en sus víctimas.

Por lo general, les gustaba echar unas carreras desde la parte superior de la rampa de cemento en pendiente, hacer un ollie en el lecho del canal y bajar por la alcantarilla como si estuvieran surfeando una ola en Mavericks. Aquel día, no. Aquel día, sobre todo, estaban sentados, uno o dos fumaban, y todos deseaban haberse puesto ropa más abrigada. El viento los ponía nerviosos.

Entonces Kyle Pérez subió a la cima del promontorio y con aire despreocupado dirigió su monopatín hacia abajo, con un giro largo, con el pie derecho y hacia la izquierda. Distraído, porque, si no, no habría atacado la juntura del cemento en mal ángulo, ni habría salido volando con un molinete por delante. Un par de chicos se rieron y aplaudieron cuando bajó la pendiente agitando brazos y piernas. Su monopatín se deslizó rápido por el lecho del canal y se fue hacia la alcantarilla.

Kyle recuperó el control de sus brazos y piernas larguiruchos, y se enderezó el gorro de lana. Hizo una reverencia ante los aplausos fingidos, y entró sigilosamente en la alcantarilla para recuperar el monopatín.

Dentro estaba oscuro y húmedo. Sus zapatillas Chuck Taylor chirriaban en el cemento. Kyle encontró su monopatín y le dio un pisotón a la punta, de modo que este saltó y lo pudo coger y metérselo debajo del brazo.

Se volvió para salir y entonces se detuvo.

—Chicos —llamó.

Sus amigos siguieron hablando. Kyle se inclinó hacia la pared curvada de la alcantarilla y parecía que el corazón se le salía del pecho, y la piel de la nuca se le puso muy tensa, como si alguien la hubiera atado con una cuerda y estuviera tirando.

—Chicos, venid a ver esto.

Tony y Jaden se levantaron y fueron hacia allí, sombreados por la entrada de la alcantarilla.

—¿Qué pasa? —preguntó Jaden.

Kyle apuntó con la linterna de su cámara a la pared. Los números negros destacaron.

37.644827, - 121.781943

—Qué grafiti más aburrido —dijo Jaden.

Kyle dirigió la luz hacia la pared curva de la alcantarilla, de modo que pudieron ver el resto.

LA POLICÍA NO LO AVERIGUA. ¿CREES QUE PODRÁS TÚ?

—Son coordenadas. Longitud y latitud —aclaró Kyle. Lo buscó en Google—. Y está cerca de aquí.

Una ráfaga de viento entró por la alcantarilla. Por el extremo más alejado, donde la luz se volvía lechosa, pasó una sombra. Tony tembló y volvió hacia la luz del día.

—Tío. Qué susto. Era solo un pájaro. —De repente, Kyle ya no era un estudiante novato. Era el descubridor—. Tenemos que comprobar esto.

—No.

Kyle le enseñó el mapa con su teléfono a Jaden, que respiraba pesadamente.

—Está en el parque Silver Creek. Tony... conduce tú.

Jaden le cogió el brazo.

—Pero ¿no lo ves?

Cogió el teléfono de Kyle y apuntó con la linterna a la pared. Arriba, en el cemento, estaba aquello.


Kyle le lanzó una mirada intensa durante un momento.

—Tenemos que ir al parque.

Mensajes desde el infierno

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