Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 13
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ОглавлениеJusto después de las siete de la mañana, Steve Ramseur cogió la carretera de dos carriles y cruzó la puerta del rancho Six Pines. La mañana era borrascosa y las nubes se deshilachaban en un amanecer rojo. Las colinas eran de un verde intenso. No había visto a nadie en la carretera. Ni tampoco lo esperaba.
La caja de su camioneta Ford F-250 iba llena de pacas de alfalfa. La camioneta pasó traqueteando por encima de la defensa para el ganado y subió por una colina entre los robles, y pasó junto a los pinos que le daban nombre a aquel lugar. Conducía con una mano en el volante y con la otra sujetaba la taza de café especial para el coche, apoyada en el vientre. Llevaba un sombrero Stetson y una chaqueta acolchada Burberry, y la radio sintonizada en un programa para los que van a trabajar en coche de la Zona de la Bahía, Chaz y T-Bone.
«Son las siete y siete de un día aburrido, y vamos a ayudarte a pasarlo», dijo uno de ellos, con la misma ilusión que si hubiera metido la cara en un cuenco lleno de speed y empezara a tragar. El otro locutor se reía. «No importa si quieres pasarlo o pasar de todo. Puedes hacerlo con nosotros». Los subalternos de la emisora se rieron como borricos.
Ramseur no recordaba cuál de los dos tíos era Chaz y cuál era T-Bone. No importaba. Escuchaba porque le recordaba los veinte años que había pasado en atascos de tráfico en el puente de la Bahía, escuchando a los locutores mientras iba y volvía a su oficina en el distrito financiero de San Francisco. Le recordaba qué buena elección había sido hacerse cargo del rancho familiar. Allí estaba, a solo sesenta kilómetros de la ciudad, recorriendo un paisaje que prácticamente no había cambiado desde 1700. Aquel rancho pertenecía a su familia desde hacía siglos, ya que era una concesión de tierras otorgada por la Corona de España. Aquella era su herencia y su responsabilidad, y le encantaba. Escuchar a Chaz y T-Bone era oír el sonido de su libertad.
—Así que hoy vamos a hablar de los crímenes de la otra noche —dijo Chaz, o T-Bone—. La policía da largas, pero todo el mundo cree que los cometió el Profeta. El único e inimitable.
—Increíble de verdad, tío.
—¿Crees que ha sido él? ¿Después de todo este tiempo?
—O él o su fantasma, o su reencarnación. La semilla del diablo.
—Abriremos los micrófonos después de la pausa. ¿Qué opináis vosotros? ¿Ha vuelto el Profeta?
Locuras californianas.
Tres kilómetros más adelante, disminuyó la velocidad de la camioneta para cruzar el riachuelo. El agua le salpicó las llantas; era un sonido muy agradable. Coronó la siguiente colina y sonrió ante la extensión amplia y verde del valle.
Redujo un poco la velocidad.
—¿Qué demonios...?
Los caballos árabes estaban fuera.
Los encontró en el apartadero de los pastos, corriendo en estrecho círculo en el interior de la valla blanca. Tendrían que haber estado metidos en sus compartimentos, dentro del establo. Sobre todo, en esa época del año, con el frío que hacía. Pero... Joder, estaban fuera todos, al parecer. Coceando, dando vueltas, asustadizos.
Aceleró colina abajo hacia el granero. ¿Quién había dejado que pasara aquello? ¿Habría salido su hija la noche anterior, y se habría olvidado de asegurar la puerta del granero? Sacó el móvil, dispuesto a llamarla.
Pero aquello era absurdo. Él y su mujer habían salido los últimos la noche anterior. Los caballos estaban bien seguros en sus sitios, cuando se fueron. Lo había comprobado una y otra vez. Los árabes son unas criaturas muy caras y maravillosas, y había animales salvajes en las colinas. Nunca consentiría... Joder.
Aparcó en la grava, junto al establo. Salió, dejó el motor en marcha y a Chaz y T-Bone parloteando. «Ese tipo era un monstruo, pero un cerebrito. Con las cosas que hacía, hasta los policías más duros se meaban encima». La puerta del granero estaba cerrada. Se dirigió a la que daba a los pastos y avanzó hacia los caballos. Lo primero era lo primero: asegurarse de que estaban todos bien. Algo los estaba asustando.
El viento helado agarró el ala de su Stetson e intentó arrancárselo. Se lo encasquetó más todavía mientras caminaba a través de la hierba húmeda de rocío. Los caballos daban vueltas, coceando, con las colas enhiestas, los ojos muy abiertos. Y estaban todos empapados en sudor. El vapor surgía humeando de sus lomos y salía de sus ollares.
Mierda, ¿cuánto tiempo llevarían allí fuera? ¿Habrían pasado toda la noche?
En el extremo más alejado de los pastos había un abrevadero con agua. Los caballos le daban la espalda. Uno de ellos giró y se fue corriendo hacia el granero, bufando y sacudiendo la cabeza. Pero ¿qué demonios...?
Se acercó con cautela a una de las potrillas.
—Tranquila, chica... —No quería que lo cocearan. O acabar pisoteado, con los caballos en ese estado—. Tranquila.
Poco a poco, le puso una mano en el cuello. Ella dio un respingo. Él dejó la mano donde estaba y la fue acariciando. Estaba caliente. No tenía señal alguna de heridas. Ni tampoco los demás, por lo que podía ver.
El viento cambió y vino desde la colina, del abrevadero. Los caballos relincharon. El sonido era agudo, alarmado. Se volvían de espaldas al viento, como imanes atraídos por una brújula que da vueltas, y corrían y pasaban a su lado, atronando con sus cascos.
—Qué demonios...
Ramseur se quedó solo en el campo. El viento era muchísimo más frío que un minuto antes. Poco a poco, se volvió y miró el abrevadero.
Se quedó de pie durante un buen rato. Luego volvió a la camioneta Ford y sacó la escopeta del soporte.
Volvió a mirar hacia el abrevadero. No vio movimiento alguno. Pero dudó. No quería cruzar el campo y ver lo que había allí, ni siquiera con una Remington en las manos. Metió dos proyectiles en la recámara y caminó muy despacio, campo a través.
El abrevadero medía dos metros y medio de largo, un tanque estándar de setecientos litros de acero galvanizado. El agua salpicaba por su borde, y formaba ondas con el viento. Algo negro e hinchado flotaba en la superficie. Ramseur levantó la escopeta, tembloroso. Dios mío. ¿Qué mierda era lo que sobresalía allí?
Se acercó paso a paso, e hizo una pausa para frotarse los ojos y despejarlos. Se detuvo a veinte pasos del abrevadero.
Un cuerpo flotaba boca abajo. El agua estaba teñida de un intenso color rojo por la sangre. Por todos los demonios... Cuando el viento cambió, los caballos la habían olido.
Apuntó al abrevadero con la Remington y miró los pinos temblorosos, el espeso chaparral, las altas montañas y la línea de los árboles. Retrocedió, se dio la vuelta y corrió hacia la camioneta, hacia las carcajadas traídas por el viento que salían de los locutores de aquel programa de radio para conductores.
El hombre que estaba en el abrevadero, con un chaleco de piel y botas de motorista, flotaba en su propia sangre. Su cuerpo estaba erizado de flechas.
Un ayudante del sheriff respondió a su llamada al 911, un joven muy robusto al volante de un Chevy Explorer que llevaba escrito sheriff del condado de san joaquín en el costado. Al cabo de una hora, dos Explorers más y un turismo de color beis se alineaban en la carretera, junto a la valla de los pastos. Ramseur hizo pasar a los caballos a un prado adyacente y se apoyó en el parachoques delantero de la camioneta. En el abrevadero, los forenses, con unos monos blancos, tomaban fotos y extendían un plástico amarillo en el suelo. Señalaban y hacían gestos, discutiendo cómo sacar el cuerpo.
«Sacadlo de ahí —pensaba Ramseur—. Que desaparezca, para poder tirar el abrevadero a la basura». Luego quemaría los pastos y traería a un sacerdote para que hiciera un exorcismo. Hasta al mismo papa si hacía falta. Y eso que él era presbiteriano.
Los de los trajes blancos levantaron el cuerpo, lo sacaron del tanque y lo pusieron encima del plástico. Uno de los detectives saltó hacia atrás cuando el agua le salpicó en los zapatos. Un policía se tapó la boca con el dorso de la mano. Luego todo el mundo se quedó tan quieto como los pinos. Todos mirando. Excepto Steve Ramseur, que fue andando hacia los otros.
El hombre muerto estaba echado encima del plástico amarillo. Era joven. Cuando el agua ensangrentada se escurrió de su cara, detectó que tenía la piel de un gris azulado. El primer policía vio que Ramseur se acercaba, levantó la mano y fue en su dirección, haciéndole señas de que parase. Pero Ramseur siguió avanzando. Una fuerza extraña lo impulsaba. Eran sus tierras. Tenía que ser testigo.
—Señor. Señor Ramseur, por favor —dijo el policía.
Ramseur se detuvo. Pero lo vio. El símbolo, el signo astrológico. Los cuernos del diablo grabados en la frente del hombre.
Y en su pecho, que se veía porque el chaleco se había abierto, una sola palabra: respuesta.