Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 6
ОглавлениеABRIL DE 1998
Los chillidos la despertaron. La áspera voz de su padre gritaba al teléfono.
—Escúchame. No tenemos días. Tenemos horas.
El cielo negro se colaba por la ventana del dormitorio. Las sombras trepaban por el techo.
—¿No lo entiendes? Está en su mensaje... Mercurio ascendente con el sol.
Caitlin se hizo un ovillo, abrazada a su osito. Sabía muy bien lo que significaba «Mercurio». Significaba linternas y últimas noticias y todo el mundo muy asustado. Una bolsa de esas para meter cadáveres entrando en la camioneta negra del forense. asesino se cobra su octava víctima. Significaba que ya no podías cerrar los ojos, ni volver la espalda. Porque «él» te podía atrapar en cualquier momento, y en cualquier lugar.
—Nos lo está diciendo bien clarito. Volverá a matar cuando salga el sol.
Y papá tenía que parar todo aquello.
Y por eso cada palabra que pronunciaba Mack Hendrix sonaba más furiosa que la anterior. Por eso tenía la camisa sucia y llevaba tres días sin afeitarse, y cuando volvía a casa para estar solo una hora no les prestaba atención ni a la cena ni al partido de los Warriors ni a ella. Por eso iba de aquí para allá y miraba las paredes y chillaba al teléfono.
La puerta de atrás crujió un poco.
—Porque llevo cinco malditos años trabajando en este caso. Y lo sé.
Caitlin salió de la cama y se acercó a la ventana. Papá salió, encendió un cigarrillo y miró al jardín. La luz se reflejaba en su pistola y su placa de detective. Tenía los hombros caídos. Eso la asustó mucho. El viento difuminaba sus palabras.
Salió de puntillas de su habitación. La puerta de la de sus padres estaba cerrada: mamá dormía. Se metió en la cocina, que tenía la ventana abierta, para oír la conversación.
—... trabajamos con pruebas. Seguimos trabajando. De lo contrario, habrá más muertes.
Ella se detuvo. La puerta del garaje tenía una rendija abierta.
La norma era no entrar nunca en el garaje si papá no decía que adelante. Allí guardaba sus archivos, en el banco de trabajo. Toda su información. Pero a veces la dejaba entrar, para que lo ayudara a guardar sus papeles. Notó un nudo en el estómago. Miró de nuevo por la ventana de la cocina hacia fuera, al jardín. El cigarrillo relucía, rojo.
Las respuestas estaban en el garaje. La verdad. Se acercó a la puerta y pasó por la abertura.
Se quedó quieta, descalza, notando el frío del cemento en los pies. Las paredes estaban cubiertas de fotos.
Rostros. Carne. Ojos abiertos. Rajas desgarradas. Sangre. La cabeza le empezó a latir con fuerza.
Una bolsa de plástico encima de una cara que chillaba. Marcas de mordiscos. Perros. Por el rabillo del ojo veía temblar las estrellas. Un corte. Un corte. Él había cortado el pecho de la persona con un cuchillo, una persona muerta, ella está muerta.
Un sonido surgió de su garganta. Él le había hecho un dibujo con cortes a la mujer. Un monigote hecho con palitos. «Eso».
Se volvió en un círculo lento. Vio unos pies que colgaban. Cosido como Frankenstein. Un brazo con palabras grabadas... «Desesperación». Le temblaban las piernas. Los cortes los cortes los cortes. La señal.
Mareada, se volvió. Las fotos parecían atacarla, aullando. «Es un demonio un demonio él él». Se tapó la boca con las manos, pero el sonido era cada vez más fuerte.
Unos pasos resonaron por la cocina. La puerta se abrió de golpe.
—Dios mío, no.
Papá entró deprisa, con la boca abierta, los ojos ardiendo. El sonido salía de la garganta de ella, gritos incontrolables.
La cogió en sus brazos.
—No mires, Caitlin. Cierra los ojos.
Ella enterró la cara en su pecho, pero las fotos aullaban y la arañaban. Sollozó fuerte, agarrándose a él, notando que temblaba. La obra del asesino estaba por todas partes. Mercurio, el mensajero. El Profeta.
Estaban rodeados.