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El coche de Guthrie atravesó Oakland por una autopista vacía, con los faros asaeteando la oscuridad, y los neumáticos zumbando una letanía en los oídos de Caitlin: «No, no, no». El horizonte estaba manchado de gris hacia el este. En el asiento trasero había un abultado expediente. Caitlin estaba familiarizada con su contenido, porque lo había visto antes.

—Este caso... —Guthrie conducía con una sola mano, y se frotaba la mandíbula con la otra—. Lleva veinte años inactivo. Más frío, imposible.

Caitlin se acurrucó contra la portezuela, absorbiendo las ráfagas de aire de la calefacción. Pensó que Guthrie trataba por todos los medios hacerla sentir culpable para que lo ayudase en esa expedición.

Él le echó un vistazo.

—Casi todos los testigos han muerto, y la mitad de las pruebas han desaparecido.

—¿Perdidas? ¿Robadas?

—La gente se lleva recuerdos... Es repugnante, pero ¿acaso te sorprende?

El enfado apenas le duró unos segundos. Claro, la gente se lleva recuerdos. Un asesino en serie de la... ¿cómo podríamos llamarlo?, ¿altura, enormidad?, del Profeta... La gente quería un recuerdo suyo. Querían tocar un cable eléctrico y notar la corriente que pasaba por él. Sin quemarse, claro.

Se sentía mareada hasta la médula.

El escenario del crimen en el maizal era una zona rural no incorporada. Por eso la llamada había llegado a la oficina del sheriff de Alameda.

Ese era su método. Siempre lo había sido. El Profeta era astuto y estaba bien informado. Como otro infame asesino local, el del Zodíaco, perpetraba sus crímenes a lo largo y ancho de la Zona de la Bahía. Eso significaba que participaban múltiples departamentos de seguridad del Estado. Cada uno con su propio territorio que custodiar, su propia reputación en juego. La comunicación fue muy irregular. Las pruebas y líneas de investigación se superpusieron o se olvidaron, y no se compartieron. No había ni un solo archivo centralizado sobre el Profeta, porque media docena de departamentos de policía y del sheriff habían investigado cada uno por su cuenta. La enorme carga de trabajo, la presión y las rivalidades condujeron a errores.

«No es un imitador».

Guthrie la miró.

—¿Qué es eso que hemos visto?

—Creo que es él.

Clavó la mirada antes de que la bahía apareciera ante ella. El puente de la Bahía surgió, gracioso y curvado, con sus altas torres iluminadas de blanco ante el cielo que precedía al amanecer. Más allá, los rascacielos de San Francisco trepaban por las colinas y se reflejaban con ecos dorados en las aguas negras.

«La gente no lo sabe —pensó Caitlin—. La pesadilla de esta ciudad ha vuelto y la gente no lo sabe».

El sol irrumpió por encima del horizonte cuando cruzaban el puente. Se dirigieron al sur, hacia Potrero Hill, a través de unas calles muy empinadas, repletas de bloques de pisos y casas de madera de estilo victoriano. Las viviendas parecían más destartaladas y descuidadas a medida que iban pasando manzanas. Ya se veía gente caminar hacia la parada del autobús, con las manos bien metidas en los bolsillos del abrigo.

Guthrie dio la vuelta a una esquina y Caitlin señaló:

—Allá arriba, a la derecha.

Aparcaron en la calle, frente a una casa de huéspedes pintada de un color verde espuma de mar bastante feo. Era una casa victoriana que habría costado una fortuna en aquella parte de San Francisco, que ya se estaba gentrificando, de no ser por la pintura descascarillada y los cubos de basura desbordantes. La calle estaba muy inclinada hacia las aguas de la bahía, que se veían llenas de cabrillas blancas y doradas, a la luz del sol.

La vista era espectacular. Pero estaba a un mundo de distancia del cuidado rancho en Walnut Creek donde vivía de niña. Por suerte, Guthrie no dijo una palabra.

Dentro de la casa, desde una ventana saliente que ardía con el sol matinal, una figura los observaba, oscurecida por el resplandor. Cuando subieron los escalones se abrió la pesada puerta delantera.

Mack Hendrix estaba de pie en la penumbra del vestíbulo. Caitlin levantó una mano a modo de saludo.

Mack mantuvo la mano en el picaporte, como si quisiera darles con la puerta en las narices. Se le veía muy desmejorado y macilento, con el pelo muy corto, blanco y erizado. La camisa de franela azul le quedaba tirante por los hombros. Caitlin se preguntaba si habría vuelto a trabajar de temporero en la construcción. Tenía los ojos despejados. Llevaba una taza en la mano que olía a café, no a whisky.

—Detective Hendrix... —lo saludó Guthrie.

—Ya no soy detective. —Mack miró el expediente que llevaba Guthrie en la mano, y luego a su hija—. ¿Por qué has venido?

No era una pregunta y Caitlin lo sabía. Era un reto.

Guthrie subió hasta el umbral.

—Tenemos dos muertos. Un hombre y una mujer.

Mack no le hizo ni caso. Miró a Caitlin, quien comentó:

—Es él. Es el Profeta.

Mack se quedó quieto un momento, tan inexpresivo como un bloque de cemento. Luego se volvió y se introdujo en la penumbra del vestíbulo; dejó la puerta abierta.

La mandíbula de Caitlin se tensó. Guthrie y ella siguieron a Mack por el recibidor hasta el salón. La casa olía a comida frita y a ambientador, como el baño de un McDonald’s.

Guthrie le tendió el grueso expediente.

—Este es su archivo del Profeta. Su libro de asesinatos. Todo lo que sabe.

Mack caminó de lado hacia la ventana saliente y miró hacia fuera. Parecía vibrar, iluminado a contraluz por el sol estridente.

—No está nunca todo en el expediente. Él no está en el expediente. Él...

Agitó una mano como si el humo formase volutas en el aire, y se apretó el puño contra la frente.

—Justo por eso lo necesitamos —objetó Guthrie, pero Mack hizo como si no lo viera.

Caitlin notaba que la electricidad estática llenaba la habitación. Había que respetar unos ritmos y unos tempos si querían que Mack se concentrara. El problema era que esos tempos y esas normas cambiaban a su capricho. Y nunca sabías qué lo haría saltar. No llevaban allí ni minuto y medio, y ella ya veía avecinarse una tormenta.

—Deme todo aquello que no puso en el expediente —dijo Guthrie—. Impresiones. Pálpitos.

Mack negó con la cabeza. Caitlin sabía que detrás de sus ojos había empezado a proyectarse una película.

—¿Cuál es su victimología? —preguntó Guthrie—. ¿Qué significa para él el símbolo de Mercurio? Tenemos que ponernos al día rápidamente.

—No puedo ayudarlo.

—Entonces, sus notas privadas. Trocitos de papel. Apuntes. Post-its.

—Los quemé. Los destruí todos. —Mack arrojó una mirada a Caitlin, miró al suelo y luego se volvió hacia ella—. Este caso te arruinará la vida. Aléjate de él como del demonio.

Saltaron los plomos. Pero no los de Mack, sino los suyos.

—Qué fácil te resulta decirlo ahora —le reprochó.

Mack se inclinó hacia ella e hizo señas de unas comillas imaginarias.

—«Sueños de dominio y control contrastan con las inadecuaciones internas del asesino». —Su voz se volvió insistente—. Dominio y control. Dominio y control. Te lo dije, los asesinos en serie nunca lo dejan.

—¿Y eso es todo? ¿Recitar su perfil? Vamos...

Guthrie abrió el expediente.

—Usted advirtió de que la cosa iría a más. Lo supo al leer su carta. —Pasó el dedo por la nota—. «Mercurio habla a través del cielo. Controla lo vertical. Controla lo horizontal. Él...».

—¿Cree usted que yo descifré su plan solo leyendo esa carta?

A Mack le latía una vena en la sien.

—«Asciende con el sol. Y, ¡después de la publicidad!, vencerá. Sintoniza para oír su mensaje, en el número siete del dial». Con esto dedujo su calendario. ¿Cómo?

—Con mi Anillo Descodificador del Profeta. El cable de mi cabeza que sintoniza Radio Satán.

Caitlin cerró los puños y los volvió a abrir.

Mack extendió las manos. La taza de café temblaba.

—Ascender, Mercurio, siete. Un mapa celeste mostraba a Mercurio elevándose en el horizonte siete grados al sudeste del sol, la mañana del 18 de abril. —Lanzó a Guthrie una mirada feroz—. Iba a matar ese día. Todo el mundo tendría que haberlo visto, y no solo el Capitán Loco.

—Papá, basta —lo cortó Caitlin.

La sonrisa de él era cortante.

—Ayúdame, basta... Decídete.

Ella se clavó las uñas en las manos.

—Va a matar otra vez. Quizás el 18 de abril. Faltan menos de cuatro semanas.

—O no. Tiene paciencia. Veinte años... Es capaz de esperar más que la propia muerte.

En una mesita de centro, Guthrie extendió unas fotos tomadas en el escenario del crimen del maizal.

—Ya no espera más.

La boca de Mack se movió en silencio; apenas un instante. Una luz salvaje relució en sus ojos.

Guthrie se volvió hacia él.

—¿Odia a ese tío? Ayúdenos a atraparlo.

Mack dejó escapar un rugido y arrojó la taza a través de la habitación. Se rompió contra la pared. El café se desparramó.

—¡No me enseñe esa mierda!

Las manos temblorosas se cerraron, los puños tensos, y se puso en guardia ante Guthrie. Caitlin saltó entre ellos, apretó las manos contra el pecho de su padre y lo empujó hacia atrás.

—¡Por el amor de Dios! Esto no tiene nada que ver contigo. ¿Puedes centrarte por un minuto y recapacitar? —lo sermoneó.

Una mujer que iba en albornoz y mocasines apareció en la puerta. La dueña de la casa, a juzgar por la cara que puso.

—Mack... —comenzó.

Él no respondió. Retrocedió para alejarse de Caitlin. Respiraba con fuerza y se rascaba los antebrazos.

—No se preocupe —se excusó Caitlin—. Yo lo limpiaré y pagaré la taza.

La mujer murmuró algo y se alejó arrastrando los pies por el vestíbulo.

Mack se quedó mirando las fotos del escenario del crimen, repartidas aquí y allá. El dolor oscurecía su cara. Caitlin sabía cuál era el terrible espectáculo que se proyectaba en su cabeza. El último día. El cementerio. Seguía rascándose los brazos. Se levantó las mangas y se clavó los dedos en la piel.

Caitlin dio la vuelta para enfrentarse a él.

—Las últimas víctimas. La mujer y el hombre —«los chicos», pensó—, en el maizal. Estaban vivos cuando los claveteó.

El pecho de Mack subía y bajaba.

—Ya sé adónde quieres ir a parar. Quieres detener lo que yo no pude detener. Hacer las cosas bien. Si crees eso, él ya se habrá cobrado su siguiente víctima.

Ella enrojeció.

—No importa por qué lo hago. Necesito una ventaja. Ayúdame.

Le lanzó una mirada despiadada.

—Me estás pidiendo que te ayude a hacer de policía. Caitlin Rose, ya no tienes nueve años. No seas patética.

Las palabras le sentaron como un jarro de agua fría. Él se inclinó, pronunciando con cuidado cada palabra.

—Aléjate de este caso. Huye de él. Ni se te ocurra cogerlo.

Ella lo miró. Allí donde habían quedado al descubierto sus antebrazos, se veían unos tatuajes. Él retrocedió.

—Sal de aquí. Vete.

Caitlin retrocedió también.

—Sargento Guthrie, hemos terminado aquí.

Salió por el vestíbulo sin mirar atrás. La sangre le latía con fuerza.

¿De dónde habían salido esos tatuajes? ¿En qué estaba pensando aquel hombre?

Mack solía llevar manga larga. Al igual que ella, cuando estaba de servicio, porque también tenía los brazos marcados. Pero ese tatuaje... en el brazo derecho, Caitlin. Eso la había dejado muy afectada. Confusa. Pero no tanto como el tatuaje del brazo izquierdo.

Era el símbolo de Mercurio. ¿Qué demonios le estaba pasando?

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