Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 14
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ОглавлениеMás tarde, cuando el miedo y la alarma se aplacaron un poco, las autoridades confirmaron que el archivo de vídeo llegó al servidor de la KDPX News a las 17:41, hora del Pacífico. Las cinco cuarenta y uno de la tarde. En los puentes, el tráfico era como un acordeón de movimiento lento. Por encima de la bahía, los vuelos descendían planeando hacia la pista de aterrizaje. A lo largo del frente marítimo de San Francisco se estaban encendiendo ya las luces.
En el café Cold Creek, en el puerto deportivo de Berkeley, la multitud contemplaba el partido de los Golden State Warriors. Caitlin entró por la puerta justo después de las seis, y pasó de la tarde ventosa, teñida de azul y oro, a un deslumbrante duelo de enormes pantallas de televisión. En el café había mucho ajetreo, pero no estaba tan lleno como de costumbre. Vio a Sean en la terraza. Se abrió camino junto a la barra y se dirigió hacia allí.
Estaba sentado a una mesa de pícnic con su hija, Sadie. Tenía la custodia compartida, y aquella era una de sus salidas habituales. La niña iba bien protegida contra el frío con una chaqueta que llevaba una capucha de oso panda. Sean llevaba una chaqueta azul con capucha de la Universidad de California. Miraba muy serio a Sadie, que jugaba con dos muñequitos de My Little Pony.
Qué fuerte. Él jugando con My Little Pony.
—¿Cuál es este? —preguntó Caitlin—. ¿Glitter?
Él sonrió. Sadie se iluminó como una bengala del Cuatro de Julio.
—¡Cat! —Se puso de pie en el banco y levantó un poni por encima de su cabeza—. Es Pinkie Pie. Ven a jugar.
Aquella sonrisa, aquellas mejillas sonrosadas, el afecto sin malicia de Sadie... Todas las preocupaciones de Caitlin desaparecieron. Se sentó y dijo:
—Pinkie Pie es muy bonito. ¿Sabe volar?
Sadie asintió con vigor. Se le bajó la capucha de panda y su pelo oscuro se alborotó con la brisa, lacio y sedoso.
Sean le tendió a Caitlin un poni de color azul eléctrico con la crin de arcoíris y unos enormes ojos violeta. Si ella hubiera visto unos ojos como aquellos por la calle, los hubiera considerado indicio suficiente para efectuar un registro y buscar LSD.
—Tienen mucha sed —dijo Sadie—. Tendrán que beber agua del lago.
E inclinó la cara de los ponis hacia el tablero de la mesa para que bebieran. Durante un segundo horrible, una imagen tomó forma en los ojos de Caitlin: los caballos árabes en aquel rancho del interior, rehuyendo el abrevadero donde flotaba Stuart Ackerman, muerto.
Entonces el viento alborotó el pelo de Sadie y se lo echó por la cara. Caitlin se lo apartó con el dedo índice y le volvió a subir la capucha de panda.
—Así —le indicó.
Sadie saltó del banco e hizo galopar a los ponis por toda la terraza.
—¿Quieres que cojamos una mesa dentro? —le preguntó Caitlin a Sean.
—El aire fresco nos vendrá bien.
—Sadie quería peinarte, ¿verdad?
—Hay cosas que un agente federal no debería hacer en un restaurante con mesas. —Se inclinó a besarla—. Estás helada.
—Lo que está helado es el caso antiguo.
—¿Y el nuevo?
—Ese da escalofríos.
Señaló al camarero.
—¿Una Coca-Cola light?
Ella puso las manos encima de la mesa de pícnic.
—Por favor.
—Has dudado. ¿Tan mal están las cosas?
Se había criado en una casa donde beber en días de diario significaba que el caso iba muy mal. Se recordó a sí misma que el trabajo debía quedarse en la comisaría. Y podía haber añadido: «Me adorarán como a una diosa», porque estaba trabajando para ampliar sus objetivos.
—Ha adquirido otro cariz. No tiene precedentes. Tres víctimas. Clavos, flechas, heridas... Esa palabra, «respuesta» —explicó—. Creí saber lo que se avecinaba, pero me equivocaba.
Hablaba en voz baja, aunque habría sido casi imposible que nadie la oyera, mientras los Warriors se peleaban con los Thunder en la televisión. Un pívot de los Oklahoma City Thunder penetraba y entraba a canasta con un gancho mientras sonaba la bocina del descanso.
Sean la miró con gesto sereno.
«Haz realidad lo que anotaste en el cuaderno, Caitlin. Deja el trabajo a un lado».
—¿Y qué tal te ha ido hoy?
En la televisión, un avance informativo interrumpió la actuación de la media parte. Apareció una presentadora, deslumbrante.
—«Noticias impactantes esta noche. En esta última hora, el Profeta ha enviado a la KDPX News un mensaje en el que se atribuye el crimen del profesor de Pleasanton, Stuart Ackerman».
A pesar del estruendo que reinaba en el restaurante, unas cuantas personas se volvieron hacia el televisor, incluidos Caitlin y Sean.
—«El cuerpo de Ackerman fue encontrado esta mañana en un rancho en el condado de San Joaquín. Aunque las autoridades no han revelado la causa de la muerte, confirman un dato clave en el mensaje del asesino: que se disparó a Ackerman repetidamente con un arco y unas flechas».
Más cabezas se volvieron. Un hombre murmuró:
—No jodas...
Una mujer dijo:
—Dios mío, qué psicópata...
Alguien le pidió al camarero que subiera el volumen.
—Lo que van a ver ustedes es el mensaje de vídeo completo que ha recibido la KDPX.
El restaurante quedó en silencio. Una imagen brillante y nítida llenó las pantallas de televisión.
Sean estaba de pie y ya a mitad de camino de la terraza para recoger a Sadie y apartarla de la televisión.
En el vídeo se veía un cartel pegado a una pared vacía. Alguien a quien no se veía sujetaba la cámara. Con una iluminación superior muy intensa. No había sombras. Ni tampoco audio. En el cartel se había impreso un mensaje:
Aunque mucho corrió, las flechas lo hirieron Que la violencia siempre trae violencia. Acabó cazado en un río de sangre. Ellos, los sheriffs de Alameda, sabían que venía, se lo dije.
Pero tropiezan y caen, como idiotas, jóvenes y viejos, en el pozo Todos sin una sola plegaria.
Es inútil esperar ayuda. El castigo lloverá sobre vosotros.
La gente dio un respingo.
—Increíble.
—Dios mío, la policía.
Caitlin echó en la mesa unas monedas y corrió detrás de Sean y Sadie, hacia la puerta.
Por la mañana, la foto de Stuart Ackerman ocupaba la primera plana del San Francisco Chronicle. Ackerman parecía encantador y un poco friki. Un profesor al que los alumnos de la clase de trigonometría podían hacer preguntas. Desde la cocina, Caitlin cambió de canal en canal pasando por todas las televisiones locales. Todas cubrían el asesinato. Los niños lloraban a la puerta del instituto Sequoia. Los padres hablaban con un nudo en la garganta de la devoción que Ackerman le profesaba a la docencia. El director había convocado a unos psicólogos especializados en duelo.
Los titulares clamaban: «El Profeta ha vuelto». Y: «La policía tropieza. El asesino satánico les advirtió».
El miedo y la rabia iban fermentando. Caitlin lo podía oler. Un olor antiguo, rancio, nauseabundo.
«... tropiezan y caen, como idiotas, jóvenes y viejos, en el pozo».
Esa frase no era accidental. ¿Sabía el Profeta que ella estaba en el equipo de investigación? Los nervios se le encogieron bajo la piel ante la idea.
Cuando entró en la sala de guerra, los demás detectives miraban sus pantallas o hablaban por teléfono. La atmósfera parecía muy cargada. Un periódico matutino yacía en la mesa de conferencias. El East Bay Herald. En la parte inferior de la primera plana, después del artículo principal, un titular decía:
EL FRACASO DE UN DETECTIVE EN UN CASO...
QUE AHORA PRETENDE RESOLVER SU HIJA
Por Bart Fletcher
Mientras el Profeta causa nuevos estragos en la Zona de la Bahía, la detective Caitlin Hendrix trabaja para resolver el caso que llevó a su padre a una tentativa de suicidio.
Notó un nudo en el estómago. Leyó el artículo por encima. Los asesinatos. El horror que iba en aumento. El escarnio público, los tropiezos y frustraciones que sufrían las autoridades.
Bart Fletcher. Conocía bien ese nombre. Una columna lateral lo describía como el reportero que había cubierto el caso original. En su foto actual se lo veía canoso y severo. Lo reconoció. Era el periodista al que había aplacado en el maizal, el que intentaba pasar junto a los policías y abrirse camino hasta el escenario del crimen.
Siguió leyendo y notó que la bilis le subía por la garganta. El artículo principal detallaba la dedicación de Mack al caso, y el día en que todo fue desastrosamente mal.
El reinado de terror del Profeta alcanzó su clímax la noche del 18 de abril de 1998. Una llamada al 911 desde el cementerio de Calvary informaba de un vehículo sospechoso. Una autocaravana había aparcado junto a un mausoleo. Se vio a su conductor llevando en la mano una especie de contenedor a su interior.
Hendrix y su compañero, el detective Ellis Saunders, respondieron. Dieron instrucciones a los empleados del cementerio de que no se acercaran ni al conductor ni al vehículo.
Cuando los detectives llegaron al cementerio, no se acercaron tampoco.
Por el contrario, aparcaron a una cierta distancia para vigilar al sospechoso a través de unos prismáticos. Le vieron acercarse a la puerta del mausoleo, detenerse y hablar con alguien que estaba dentro, al parecer en tono de conversación. Se retiraron, esperando cogerle en una conducta abiertamente delictiva.
Lo que no sabían ni los detectives ni los empleados del cementerio era que dentro del mausoleo se encontraba una joven pareja a la que el Profeta había secuestrado. Tammy y Tim Moulitsas, recién casados, estaban atados, amordazados y empapados en gasolina.
Cuando el sospechoso encendió una cerilla y la arrojó dentro, ya era demasiado tarde.
Caitlin se apoyó pesadamente contra la mesa de conferencias.
Hendrix y Saunders persiguieron al sospechoso, primero en coche, y luego a pie. El asesino (joven, blanco y rápido) escaló una valla y cayó en la autopista. Consiguió pasar entre los coches y también el detective Saunders. A Mack Hendrix lo rozó una camioneta. Magullado, se puso de pie y fue cojeando entre los carriles del tráfico, y siguió a su compañero hasta un almacén abandonado.
Allí encontró a Ellis Saunders con numerosos disparos, ahogado con su propia sangre y muerto.
Horas más tarde, Mack Hendrix se tiró de un puente con su coche. Lo sacaron del agua delirando y diciendo que oía voces.
El Profeta desapareció.
Y lo mismo ocurrió, a todos los efectos, con la vida de Mack.
Se pasó los seis meses siguientes en un psiquiátrico. Los doctores hablaban de tendencias bipolares, y de un brote esquizoide. El departamento lo obligó a jubilarse por motivos de salud. Su mujer lo abandonó.
Hoy en día sigue en una situación marginal, propenso, según diversas fuentes, a sufrir temblores, alucinaciones y estallidos de violencia. Recae en su hija, todavía con poca experiencia, tener éxito allá donde él fracasó.
Caitlin notó que un zumbido le llenaba la cabeza. Entonces un traje oscuro apareció ante ella. Guthrie le cogió el periódico de las manos.
—No haga ni caso de esto.
—Claro.
Quizá lo dijo con demasiado sarcasmo y una actitud que no era lo bastante dinámica.
Guthrie enrolló el periódico hasta formar un tenso cilindro.
—No permita que estas cosas la distraigan. Necesito que se centre en el caso.
—Ya.
Lo del cementerio era una tragedia pública e histórica. Y al menos el artículo no mencionaba las alucinaciones de su padre, ni los bichos que estaba convencido de que se movían bajo su piel. Pero ¿cómo demonios se había enterado Bart Fletcher del diagnóstico de los psiquiatras respecto a Mack? ¿Habría sobornado a algún administrativo del hospital? ¿Habría hablado con él algún vecino o pariente?
—¿Hendrix?
—Sí, señor.
«Cálmate». Las historias se acaban sabiendo. Es inevitable.
—Fletcher es un borracho y un fracasado. Olvídese de él. —Guthrie se volvió para irse—. Si necesita dar un puñetazo en una pared, hágalo, pero fuera.
—Sí, señor. En el lado del edificio que queda lejos de donde está aparcada la camioneta de la prensa.
Se encogió de hombros de manera casi imperceptible. Quizá se riera.
—Siga trabajando.
Golpeó con el periódico un costado de su escritorio y se alejó.
Caitlin se sentó ante su escritorio y abrió un nuevo archivo: COMUNICACIONES DEL PROFETA.
Empezó con la más reciente. La carta enviada a la cadena de televisión decía: REDACCIÓN KDPX. OAKLAND, CA. URGENTE PARA EL EDITOR DE NOTICIAS. Era un sobre blanco, de tamaño estándar.
Dentro había una sola hoja de papel tamaño DIN A4 doblada en tres partes. Era un papel de impresora de grosor medio, sin marca de agua. En la página se encontraba impresa una sola línea, en la fuente Courier, cuerpo 12, impresa con lo que, según el laboratorio, podía ser una impresora Hewlett-Packard Officejet 4620 multifunción. Barata y ubicua, se vendía en todas las cadenas de electrodomésticos y, quizá, hasta en el McDonald’s. Gladys, la vagabunda que dormía bajo el puente de la autopista, probablemente tenía una en su carrito de la compra.
La única línea que contenía aquel papel era una dirección URL. Un enlace a una página web.
La KDPX no pensaba renunciar al sobre ni a la nota sin una orden judicial. Pero su director de noticias y el abogado de la cadena dejaron la nota al laboratorio de Criminalística, y permitieron que los detectives la examinaran, y que los técnicos hicieran sus pruebas. El laboratorio utilizó un escáner de riesgo biológico. Tomó fotos de alta resolución, por delante y por detrás, bajo una luz diurna y también ultravioleta. Comprobó la solapa del sobre en busca de ADN. No lo había. No era ninguna sorpresa, porque el Profeta no era tan descuidado como para lamer un sobre.
El laboratorio encontró varias huellas dactilares latentes en el sobre. Estaba trabajando para excluir al personal del Servicio Postal y el interno de la KDPX que llevó la carta al editor de noticias. La nota estaba limpia.
Lo que atrajo la mirada de Caitlin al principio fue el matasellos. La carta había sido franqueada a las 12:07 de la mañana anterior. La habían metido en un buzón accesible desde el coche, en una central importante de Correos, en Fremont. Así podía entrar en el sistema y que la entregaran en el día.
Vaciaban el buzón cada dos horas. Lo más temprano que podía haber depositado la carta el asesino eran las diez de la noche anterior.
Había ido directamente desde el escenario del crimen a entregar ese mensaje. Tenía la nota preparada desde mucho antes. Se movía como una máquina. Hambriento e incansable, ansioso por captar la atención.
Pero ella no comprendía por qué había enviado la nota por correo. Podría haber contactado sencillamente con la cadena. ¿Por qué correr el riesgo de que un filamento olvidado, un pelo, pudiera caer en el sobre y darles a los forenses la oportunidad de atraparlo? ¿Por qué correr el riesgo de que alguna empresa cercana a la oficina de correos pudiera grabarlo con sus cámaras de vigilancia?
Entonces fue alineando todos los mensajes que el Profeta había enviado desde los años noventa, en orden cronológico, y lo comprendió. La primera carta que envió el Profeta, al East Bay Herald, se envió desde la Central de Correos de Fremont.
Una diminuta aguja parecía pincharle entre los ojos. Él le estaba diciendo: «Sí, soy yo, de verdad».
No era un eco. Era un grito.
Tecleó la URL en su ordenador. Como esperaba, apareció la bandera pirata, con la calavera abriendo y cerrando la mandíbula, riendo, y una señal roja de NO ENTRAR parpadeó en la pantalla.
El mensaje del Profeta se había descargado a través de un software anonimizador a una página destinada a ofrecer acceso una sola vez y luego autodestruirse. Pulsó la tecla Escape y eliminó la calavera sonriente. Entonces regresó a la captura de pantalla del propio mensaje.
Veinte años antes, el Profeta enviaba a la policía cintas de VHS. Ahora había enviado un mensaje de vídeo despojado de datos identificativos.
Era alguien que entendía de tecnología, e instruido. Usaba una gramática y una ortografía perfectas. Tenía dinero y acceso a una ballesta y a un vehículo caro. Dudaba mucho que se hubiera pasado los últimos veinte años en prisión.
Se echó atrás. ¿Dónde habría estado? ¿En el ejército, destinado a otro país? ¿En un monasterio? ¿Hibernando? ¿Por qué dejó de matar?
¿Y por qué había empezado de nuevo?
«Busca patrones».
Caitlin extendió los mensajes del Profeta encima de su escritorio como un amplio abanico.
Asombrada, descubrió que había veintisiete comunicaciones del asesino, que se remontaban al primer asesinato. Dos al sheriff del condado de Santa Clara. Cinco al Departamento de Policía de San Francisco. Tres al Chronicle de San Francisco, dos al East Bay Herald. Dos específicamente dirigidas al reportero del Herald, Bart Fletcher. Interesante.
Tres mensajes habían sido escritos en grafitis en el escenario del crimen. Dos con tinta en los cuerpos de las víctimas. Y ocho enviados al sheriff del condado de Alameda. Uno al detective Ellis Saunders. Siete al detective Mack Hendrix.
O, tal y como solía poner el asesino en los sobres, DET. MACK HENDRIX. PERSONAL.
Sí, muy personal.
Uno de ellos decía: «¿Le gusta mi regalo? Si atiende bien, entenderá el sentido». Iba seguido del signo de Mercurio.
El corazón de Caitlin latía demasiado rápido. Los recuerdos se amontonaban. El día que murieron los recién casados y el detective Saunders. Volver del colegio a casa en bicicleta, encontrar un coche patrulla aparcado ante la puerta e incluso con nueve años, saber lo que significa que llegue un coche blanco y negro a tu casa. «Ha pasado algo». Tiró la bici y entró corriendo. «Ha pasado algo, ha pasado algo». En la cocina, dos oficiales de policía uniformados estaban de pie, con las manos cogidas a la espalda. Su madre estaba apoyada en la encimera con una luz amarilla y la cara tapada con la mano.
—Papá. ¿Dónde está papá? —preguntó Caitlin.
Sandy dejó caer la mano, y la compasión más conmovedora se apoderó de ella. Lástima. Ira. Abrazó a Caitlin.
—Papá está bien —le dijo Sandy para calmarla; aunque se trataba de una mentira, era lo que necesitaba oír Caitlin para no desintegrarse—. Ha tenido un accidente de coche. Pero se pondrá bien.
Temblando, Caitlin enterró la cara en el pecho de su madre.
—¿De verdad?
—De verdad.
Por supuesto, no era verdad ni por asomo. Sandy abrazó a Caitlin y logró contener las lágrimas; se negó a llorar. Esposa de policía. Mantener el tipo. A pesar de todo, el mundo de Caitlin se hizo pedazos. No vio a su padre durante seis meses.
Se puso de pie y fue al vestíbulo, a las máquinas expendedoras. Quería despejar la cabeza. Caminó arriba y abajo mientras se llenaba la taza de café.
Los mensajes. ¿Qué significaban? ¿Qué revelaban del asesino?
Caitlin aún podía recitar el perfil del Profeta de memoria, casi palabra por palabra. Un asesino organizado. Contempla el asesinato como una misión. Extrovertido. Tiene habilidades sociales e incluso se lo puede contemplar como una persona encantadora y sociable. Pertinaz odio a las mujeres. Mostraba los cuatro rasgos de personalidad más oscuros: maquiavelismo, narcisismo, psicopatía y sadismo. La colocación de los cuerpos de las víctimas y el uso de mercurio son manifestaciones de una parafilia fetichista enraizada en sus fantasías.
Pero ¿cómo podía ayudar eso a resolver el significado oculto de sus nuevos mensajes?
Su tono amenazador parecía cada vez más religioso. La asustaba mucho más de lo que quería reconocer. Y los mensajes le producían una sensación incómoda. Sospechaba que contenían un código, pero ese se le escapaba.
«Patrones».
Guthrie pensaba que podría extraerlos de las notas del Profeta. Ella lo había intentado, leyéndolas palabra por palabra, sílaba por sílaba. Buscando la pista detrás de cada referencia, de cada metáfora.
Pero lo que veía eran roturas de los patrones. Las nuevas pruebas no encajaban. Las huellas del calzado no coincidían; el timbre de la voz del asesino variaba. Solo una víctima había muerto con flechas, no dos.
Desde luego, al enviar una carta desde la Central de Correos de Fremont, el asesino estaba voceando que era el Profeta. Quizá demasiado alto.
Bajo sus gritos, en los recovecos de su mente, algo le susurraba: «Vigila. Está jugando contigo».