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Caitlin había mantenido los ojos cerrados y las manos apretadas encima de los auriculares. Tenía la voz del Profeta en la cabeza. La voz de hacía veinticinco años. La original, firme, segura voz de Mercurio. Hablando con la hija de una víctima, escupiendo veneno mientras ella sollozaba y le rogaba que dejara en paz a su familia. «Pero ella era una puta. Tuvo lo que se merecía», decía él.

Puso la grabación en pausa. Quería vomitar. Al cabo de un momento, cuando su pulso volvió a la normalidad, oyó sonar el teléfono de su escritorio. Se quitó los auriculares como si le pasara la corriente.

Cuando respondió al teléfono, la recepcionista le dijo:

—Tienes una visita.

Le costó un instante rehacerse, caminar hacia el mostrador de entrada y oír la voz emocionada de Deralynn Hobbs. Abrió la puerta del vestíbulo. Deralynn se levantó de un salto y le estrechó la mano.

—Detective. Cuánto me alegro de conocerla.

Era bajita, cuadrada y con los pies ligeros, como si fuera una pelota de playa. Su pelo rubio surgía como las espinas de un erizo, muy revuelto. Llevaba unos pantalones capri y un jersey del color de un cono de tráfico fluorescente. Tenía los ojos azul celeste y su sonrisa era amable.

—Lo del imitador. He encontrado casos antiguos sospechosos —dijo Deralynn—. Uno en Miami, hace diez años, y otro en Houston, hace dieciocho meses.

Caitlin le había pedido que marcara los mensajes y le remitiera información, no que empezara ella una investigación por su cuenta.

—¿Cómo que sospechosos?

—Parejas muertas cerca de un equinoccio.

Levantó los puños cerrados, llena de emoción.

—¿A qué distancia? ¿Fechas? ¿Nombre de las víctimas? ¿Número de caso y oficiales que lo investigaron?

—Lo tengo todo. Y también tengo esto. Las víctimas se conocieron a través de un servicio de citas online. Quizás el asesino se haya apuntado a un servicio de ese tipo.

Caitlin intentó no sonar totalmente escéptica.

—¿Y qué hace entonces?

Fuera sonó una bocina. Deralynn se inclinó hacia la puerta.

—Espere. O venga conmigo.

Salió. Caitlin se quedó atrás y luego pensó: «Dejemos que Deralynn vuelva a su coche y así se irá antes».

Un monovolumen polvoriento estaba aparcado en el espacio de las visitas. Una pegatina que llevaba decía: «Cuidado. Solo freno por: OH, DIOS MÍO, ¿ACABO DE ATROPELLAR A ALGUIEN?». Caitlin se alegró de ver que sus instintos se habían confirmado.

—Quizás encuentra perfiles de la gente —aventuró Deralynn—. Y sus fantasías. Estamos hablando de un asesino cuyo sentido más profundo se encuentra en una fantasía. Entonces, quizá, cuando las mujeres lo rechazan, las mata.

—Quizá.

Era difícil oír la voz de Deralynn por encima del sonido del claxon del coche. En el asiento del conductor, un husky siberiano apoyaba las patas delanteras en el volante. Deralynn abrió la puerta y lo apartó. El claxon dejó de sonar.

—Envíeme la información —dijo Caitlin.

—De inmediato. —Deralynn se cogió a la portezuela del coche—. Ya sé que venir aquí no es lo más adecuado. Pero cualquier cosa que pueda hacer para ayudar... de verdad...

Se estrecharon las manos de nuevo, subió al coche y se alejó, saludándola vigorosamente.

Glinda, la Bruja Buena de la Web.

Cuando Caitlin volvió a entrar en el vestíbulo, Paige se estaba mordiendo la uña del pulgar. Tenía un sobre de FedEx en la mano.

—Para ti.

—Gracias.

Caitlin entró en la comisaría y lo cogió. Paige se levantó de su silla y la siguió mientras ella se dirigía a su escritorio, como una invitada que acaba de entregar un regalo para el cumpleaños de una niña. ¿Tan poco trabajo había? ¿O simplemente Paige quería fisgonear en el centro de operaciones?

—¿Algo más? —preguntó Caitlin.

—No, es que... —Paige se encogió de hombros—. ¿No lo vas a abrir?

—Sí. Gracias.

Paige fue retrocediendo, poco a poco.

El sobre indicaba: DETECTIVE HENDRIX. PERSONAL. La dirección de la comisaría estaba escrita con mayúsculas. Caitlin no reconoció ni el nombre del remitente ni la dirección. Todo su ser le exigía que fuera precavida.

Abrió el sobre y salió un lápiz de memoria. No había nada más dentro.

—Martínez.

El otro detective levantó la vista, con la cabeza calva brillante. Le dirigió una mirada que habría dirigido a una hermana pequeña molesta que lo hubiera interrumpido. Entonces vio la cara de ella. Se acercó cuando ella lo llamó.

Señaló el lápiz de memoria.

—No espero nada y no reconozco al remitente. No quiero parecer exagerada, pero...

—No, no estás exagerando.

Sacó un par de guantes de látex del cajón de su escritorio y se los puso. Martínez se inclinó sobre su teclado, le pidió permiso y tecleó la dirección del remitente.

No encontrada.

Intercambiaron una mirada. Ella cogió el lápiz de memoria. Martínez la acompañó al departamento de Informática de la comisaría, un escritorio situado en una esquina del espacio de la oficina principal, donde ella introdujo sus credenciales en el ordenador estéril de la comisaría, la máquina designada para comprobar archivos no verificados y lápices de memoria. No estaba conectada con el resto de los ordenadores del edificio ni de la oficina del sheriff.

Insertó el lápiz. El ordenador lo examinó y no encontró programas maliciosos. Caitlin lo abrió.

Un vídeo se puso en marcha.

La imagen era oscura e irreconocible. Les llegó un sonido confuso que luego se fue aclarando.

Era un gemido.

En la imagen pasó a verse un aparcamiento con grava a la luz de la luna. Al fondo se veían las colinas plateadas. Unos robles oscuros y altos. La cámara iba recorriendo el espacio con suavidad, como un trávelin de Hollywood.

—Llama a Guthrie —ordenó Caitlin.

—Sí.

Martínez miró un segundo más y luego se alejó.

Caitlin estaba sentada muy rígida, con las manos extendidas encima del escritorio. En la pantalla, el gemido se convirtió en un grito.

Vio a Stuart Ackerman en el suelo, a gatas. Estaba a unos veinte metros de la cámara; se arrastraba para alejarse de la persona que estaba grabando aquel vídeo. Sus pies resonaban en la grava. Unas flechas sobresalían de su espalda.

Los quejidos procedían de él.

—«No... No... Dios mío...».

La cámara siguió avanzando. El paso del cámara era tranquilo.

Caitlin notó como si una banda le oprimiera el pecho. La sangre le rugía en los oídos. Detrás de ella, oyó a Martínez volver con Guthrie, pero no podía apartar los ojos de la pantalla.

—«¡Socorro!».

Ackerman hablaba casi en susurros y estaba completamente desesperado. La cámara se quedó enfocándolo, con paciencia, como si enmarcara la escena.

Luego corrió hacia Ackerman. Apareció a la vista una ballesta, y Caitlin reparó en que la cámara era una GoPro, probablemente montada en el hombro del asesino, y la ballesta apuntó a su blanco. Y disparó.

Caitlin dio un salto. Su respingo fue involuntario.

Martínez dijo:

—Madre de Dios...

El vídeo pasó abruptamente con un corte a un callejón. La respiración del cámara invisible era lenta y pesada. En la calle se oía ruido. En una pared de ladrillos se veía un grafiti pintado con aerosol: «Gotear sangre».

La respiración era una presencia. Se expandía más allá del ordenador, e invadía la habitación. Una voz susurró con aspereza:

—«Estás descarriada, Hendrix. Te has perdido en un bosque oscuro. Nunca encontrarás el camino».

La pantalla se fundió a negro.

—«Pero alguien lo hará, porque el castigo espera...».

Caitlin no podía moverse. No podía apartar la vista de la pantalla. Pero lo vio por el rabillo del ojo. La sala entera la miraba. A ella.

Mensajes desde el infierno

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