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ОглавлениеEQUINOCCIO
EN LA ACTUALIDAD
Con el arma en el costado, los ojos en la noche, Caitlin se acercó a la casa. La niebla se pegaba al suelo, deslizándose, espesa, más allá de la bahía de San Francisco. Escondía las estrellas, sus rostros, la vista que había más allá.
Subieron en silencio los escalones hasta llegar al amplio porche. El frío de marzo paseaba sus patitas por los brazos de Caitlin. Junto al timbre de la puerta, una pegatina desvaída anunciaba que Jesús era tu Salvador, pero Caitlin no veía prueba alguna de ello.
«Esta noche, no —pensó—. Esta noche Jesús no atiende llamadas».
Se reunieron junto a la puerta. Tras las cortinas corridas se oía el ruido de un televisor. Inteligencia les había dicho que quizás hubiera seis personas dentro. Pero no era seguro.
El corazón de Caitlin latía con fuerza dentro de su chaleco antibalas. Debajo llevaba una camiseta, vaqueros y botas de trabajo. El pelo rojizo lo llevaba metido en una gorra de visera. Sus nervios estaban afinados en una frecuencia superalta, y la adrenalina pasaba a través de su cuerpo como si fuera electricidad estática, esperando la señal.
El responsable de la redada levantó el puño. El equipo se quedó inmóvil.
Ríos era sargento del Departamento de Policía de Oakland, alto y cuadrado como un armario, y vestía equipamiento táctico negro. Miró hacia atrás: Policía de Oakland, Departamento de Policía de San Francisco, condado de Alameda.
En el chaleco de Caitlin ponía: sheriff. Su gorra de visera decía: equipo operativo narcóticos. Todos levantaron los pulgares.
El momento anterior, el de suspense, siempre la agobiaba mucho. La espera era terrible. Esa odiosa incertidumbre. La casa tenía dos pisos, era decrépita y gritaba peligro por los cuatro costados. Caitlin se pegó a la pared de estuco, con la pistola SIGSauer caliente en la mano. A su espalda, un joven ayudante del sheriff de Alameda llamado Marston repiqueteaba con los dedos, aprensivo.
«Vamos —pensó ella—. Quizá Jesús no responda a las llamadas esta noche, pero aquí estamos. Adelante».
Ríos levantó el rifle semiautomático y llamó a la puerta.
—Policía.
Ladró un perro. Se oía el monótono parloteo de la televisión. Ríos echó atrás el arma para llamar de nuevo.
Un disparo de escopeta desde dentro sembró el porche de astillas.
La electricidad estática de los nervios de Caitlin adquirió un tono decidido.
«Allá vamos».
Dentro de la casa se oyeron carreras. Chillidos de hombres. Ríos probó el picaporte. Cerrado. Señaló al cuarto hombre del equipo, un policía de Oakland que llevaba el «Cerdito».
Caitlin se preparó para recibir más disparos. El policía de Oakland, Hillyer, los rodeó y apuntó el Cerdito a la cerradura. Habían cargado la escopeta recortada con munición especial para asaltos. Disparó desde un par de centímetros de distancia. El conjunto de la cerradura salió volando hacia la casa y Hillyer se apartó a un lado. La puerta se abrió de par en par. Era una llave maestra: funcionaba con todas las cerraduras.
Ríos dijo:
—Vamos, vamos.
Con el rifle al hombro, dirigió a la formación y entraron.
La luz era escasa. El suelo estaba alabeado. Entraron en el vestíbulo, tensos pero sin detenerse. Ríos señaló hacia delante y luego a la derecha.
—Derecha, despejado —dijo.
Caitlin fue hacia la izquierda, con la pistola nivelada. Comprobó su zona.
—Izquierda, despejado.
El vestíbulo apestaba a azufre y amoníaco. En la parte de atrás de la casa, un ariete abrió de golpe la puerta trasera.
Marston pasó junto a ella y comprobó su zona.
—Despejado.
Cerraron filas detrás de Ríos, con la mano izquierda en el hombro de la persona que tenían delante, y avanzaron hacia la arcada amplia que conducía al salón. Ríos señaló. «Adelante». Entró.
—¡Suelta eso! —chilló.
Un arma resonó al caer al suelo.
Caitlin pasó tras él. Volvió a comprobar su zona. Ríos chilló:
—¡Al suelo!
Y ella vio por el rabillo del ojo cómo un hombre caía de rodillas.
—Izquierda, despejado —dijo.
Ríos dio una patada a un arma y la alejó del sospechoso, y apuntó con su rifle al hombre mientras Marston y Hillyer entraban en la habitación.
—Todo despejado.
En el vestíbulo se oían gritos de hombres. Pies que corrían de aquí para allá.
Ríos señaló a Caitlin y Marston y luego se llevó dos dedos a los ojos.
—Cocina. Adelante.
Caitlin volvió al vestíbulo. En el extremo más alejado, unos hombres cogían puñados de billetes y huían, con los policías persiguiéndolos. Avanzó hacia la puerta de la cocina, con el arma dispuesta, el dedo en el gatillo. El pulso le latía en los oídos. El chico, Marston, llegó detrás de ella, cerca.
El aliento de él le calentaba la nuca. Él solo medía metro cincuenta y cinco, y ella era, de momento, su escudo. En otra habitación, alguien gritaba y golpeaba una pared.
—¡Despejado! —gritó un oficial.
El hedor a amoníaco le quemaba la garganta. Se detuvo en el umbral, oculta. No se oía nada en la cocina. Marston le puso la mano en el hombro. Ella asintió: «Preparados para despejar la habitación». Él le dio un apretón: «Estaré justo detrás de ti». Se movieron juntos.
Ella se dirigió hacia la puerta con Marston pisándole los talones, y comprobó el hueco entre la puerta y el marco, mirando hacia un lado. Los ojos le latían y la SIG barrió la habitación. De inmediato, se apartó del hueco de la puerta. El conducto fatal, por donde se abren paso la mayoría de las balas.
—Derecha, despejado —dijo.
Marston la rodeó y siguió adelante.
—Izquierda, despejado.
Los platos sucios cubrían la encimera. En la mesa había una contadora de monedas, fajas para billetes de colores y un montón de dinero. Un rastro de billetes de veinte dólares se desperdigaba por el linóleo, a merced de la húmeda brisa que entraba por la ventana. Le habían dado un puñetazo a la pantalla desde dentro. Parecía una vía de escape rápida.
Un escalofrío recorrió los brazos de Caitlin. No le gustaba nada tener detrás de ella el hueco de una puerta. Aunque el equipo había despejado el vestíbulo, una puerta siempre era como una boca hambrienta a su espalda.
Y la ventana se abría a la oscuridad. Vistos desde fuera, Marston y ella eran unos blancos perfectamente iluminados.
Marston tenía los nudillos blancos de tanto aferrarse al arma. Ella esperaba que dijera que todo estaba despejado.
Tras el hedor químico se adivinaba también la peste a sudor. Ella escudriñó la oscuridad exterior, una despensa que había en una esquina de la habitación, y los billetes de veinte en el suelo. A decir verdad, el rastro del dinero no conducía hacia la ventana.
Marston dio un paso hacia la mesa. Fuera, un perro volvió a ladrar.
Caitlin levantó la mano izquierda, el puño cerrado.
«Alto...».
La puerta de la despensa se abrió de repente. Un hombre salió disparado y se lanzó hacia la mesa.
Iba sin camisa y estaba hecho un manojo de nervios. Un cuchillo de carnicero relucía en su mano derecha. Caitlin se giró y lo apuntó.
Marston estaba justo detrás de él, en su línea de fuego.
Chillando, el hombre lanzó el cuchillo hacia delante.
Ella se arrojó hacia él, como si se zambullese, y lo placó a la altura del pecho. Apestaba a sudor agrio. Los billetes de veinte se le escapaban de los bolsillos. Ambos cayeron sobre la mesa de la cocina y se deslizaron por encima de ella. Guiñando los ojos. Los dientes negros. Las manos como garras. Ella aprovechó el impulso y rodó hasta hacerlo caer al suelo con ella. El hombre chillaba como si fuera una alarma de incendios.
Ella lo puso boca abajo y lo sujetó con una llave de muñeca. Le movió la cabeza hacia el linóleo, con la rodilla apoyada contra su codo. Marston estaba de pie a su lado, mirándose el pecho. El cuchillo sobresalía de su chaleco antibalas.
Ríos entró por la puerta con el arma dispuesta. Se detuvo al ver a Marston y al hombre que se agitaba bajo la llave de sujeción de Caitlin, entre platos rotos y billetes arrugados.
Marston se arrancó el cuchillo del chaleco.
—Todo despejado.
Ríos bajó el rifle.
—¿Ese tío ha salido de la tostadora o qué?
Caitlin esposó al hombre y lo obligó a ponerse de pie.
—Es el genio de la meta.
Los ojos de Ríos no transmitían la misma ligereza que su tono.
—Todo controlado —dijo ella.
Marston se tocó el chaleco e hizo una mueca, como si tuviera las costillas magulladas. Ríos le ordenó que pusiera el cuchillo en una bolsa como prueba y que se llevara al sospechoso en custodia. Cuando Marston se alejó, Hillyer apareció en la puerta.
—La casa está despejada —informó.
Caitlin siguió a Ríos al vestíbulo. Los chillidos y carreras habían cesado. Había tres hombres sentados en el suelo del salón, esposados, con las espaldas apoyadas contra la pared. Los oficiales de la policía de San Francisco contaban bolsas de cristal. Ella enfundó el arma y soltó el aire.
Por encima se oía ruido. Todos alzaron la vista hacia el techo.
Ríos señaló a Caitlin y Hillyer.
—Arriba. Dos dormitorios. Adelante.
El ruido que resonaba en la cabeza de ella se aceleraba como una alarma de incendios. No preguntó qué podía haber pasado por alto el equipo. Sacó de nuevo el arma y encabezó la marcha junto con Hillyer por el lúgubre vestíbulo. Notaba el chaleco muy pesado. También la SIG-Sauer, que llevaba agarrada en modo combate, con las dos manos. Al pie de las escaleras, Hillyer le puso la mano en el hombro. «Tranquila». Ambos subieron juntos.
En el piso de arriba, comprobaron el vestíbulo y el primer dormitorio. La puerta del segundo dormitorio estaba entreabierta. Desde dentro llegaban sonidos ahogados. Caitlin levantó la SIG. «No me van a sorprender otra vez. Estaré preparada».
Los sonidos se hicieron más intensos. Casi gritos. Hillyer y ella se detuvieron ante la puerta. Estaban medio ocultos, pero no a cubierto, no si quien estaba dentro decidía dispararles a través del contrachapado. Ella intentó calmar su respiración para que fuese más lenta. Asintió, Hillyer le apretó el hombro, y ella atravesó la puerta de repente, apuntando con la pistola hacia el origen del sonido.
—¡Sheriff! ¡No se muevan!
El chillido era cada vez más intenso. Hillyer pasó a su alrededor, moviendo el arma.
—¡Alto! ¡Alto! —Ella levantó un puño. Cogió el chaleco de Hillyer—. No te muevas. No respires. Quita el dedo del gatillo. —Bajó el arma—. ¡Dios mío!