Читать книгу Mensajes desde el infierno - Meg Gardiner - Страница 8
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ОглавлениеCaitlin cerró la puerta delantera tras ella y pasó el cerrojo. Sus pasos resonaron en el suelo de madera. La luz de una mesita le confería un resplandor ambarino al salón. Fue a quitarse el cinturón de servicio. Los dedos no le obedecían y no podían desabrochar la hebilla. Cerró los ojos y apretó los puños. Al cabo de unos segundos, el temblor cesó. Desabrochó el cinturón y lo dejó caer, resonando, en la mesa de centro.
Tenía los vaqueros rotos y la rodilla hinchada por el golpe que se había dado en la casa de la metanfetamina, en el suelo de la cocina. El pelo rojizo despeinado. Bajo la camiseta blanca, la cicatriz del agujero de bala irregular que tenía en el hombro le dolía. El mundo le parecía brillante y acelerado.
Desde la parte trasera de la casa llegó Shadow corriendo. Con las grandes orejas alerta y la lengua colgando. Caitlin se arrodilló y enterró su cara en el suave y exuberante pelo de Shadow, y dejó que la perra le lamiera la cara. El temblor de sus manos cedió poco a poco.
Se echó atrás y miró los ojos brillantes de Shadow.
—¿Quién es una buena chica?
La perrita ladró y se sentó mientras meneaba el rabo. Era delgada y negra, y tenía las patas blancas. Caitlin le acarició el pelaje y gruñó un poco al reincorporarse.
Siguió a Shadow a la cocina y le llenó el cuenco de agua. La casita destacaba por su calidez en la noche neblinosa. Era una casa de alquiler en Rock Ridge, una casa estilo Craftsman, rodeada por la típica valla de listones de madera. Las colinas de Berkeley se alzaban detrás. El barrio era muy populoso y ecléctico, lleno de abetos y de hiedra desbordada. Eso quería decir que estaba a salvo, más allá de la línea de fuego. Al menos, hasta que la línea de fuego llegase hasta su calle, bajando la colina.
Ya en el dormitorio, se quitó la SIG y la guardó en la cómoda. Se desvistió y se duchó para desprenderse del aroma de la metanfetamina y la tensión de los hombros. Se estaba poniendo unos vaqueros limpios y una camiseta cuando oyó un golpecito en la puerta delantera y una llave que giraba en la cerradura. Entreabrió la puerta y vio a Sean Rawlins cruzando el vestíbulo para dirigirse a su encuentro. Soltó el aire.
Sean acababa de salir de una guardia. Caminaba a pasos largos y lentos, sin quitarle ojo de encima, con las botas resonando en el suelo. Tenía el pelo oscuro alborotado por el viento. Ojos castaños de mirada intensa. Su tatarabuelo había cabalgado con los apaches chiricahua en la sierra Madre, y Caitlin pensaba en aquella mirada como la mirada guerrera de Sean. Esa mirada que decía «no intentes joderme» y que dedicaba a los sospechosos y a los vendedores de coches. Lo consideraba el hombre más guapo que había visto en su vida.
Una sonrisa acompañó aquella mirada. Él levantó una botella de tequila.
Ella se echó a reír, cogió la botella y dio un buen trago. Le ardía el pecho. Respiró con fuerza.
—Perfecto.
No bebía en días de diario, excepto en vacaciones, cuando había partido de los Warriors y cuando había tiroteos.
—Hay más —dijo él.
—Pues mejor.
Él la empujó desde el vestíbulo hasta la cocina. En la encimera, dejó una bolsa de papel marrón de una taquería del barrio.
—Alabado sea Dios —entonó Caitlin.
No se molestaron ni en sacar platos, sino que se comieron los tacos de pie, inclinados encima de la isla de la cocina y derramando la salsa pico de gallo.
—Y hay algo más —añadió él.
—¿Me ha tocado la lotería?
—Sales en las noticias.
La voz de él, por lo general fría, denotaba algo de emoción. Puso en marcha un vídeo en su móvil.
—Lo último que esperaba es verte salir de una casa de meta con un bebé en brazos —dijo él.
—Nunca se sabe lo que hay detrás de la puerta número tres.
La pantalla se iluminó. Era un avance informativo y, en efecto, ahí estaba ella.
Quizás el Equipo Operativo de Narcóticos había alertado a los medios sobre la redada. Quizás alguien había denunciado que se habían oído disparos. Se olvidó de la comida, fascinada mientras se contemplaba a sí misma como si fuera una extraña.
Salía de la puerta principal de la casa de la meta, con un bebé llorando entre los brazos. En pantalla, parpadeaba como si la hubieran cogido por sorpresa. Y así había sido.
Cuando pasó junto a la puerta del dormitorio de arriba, en la casa de la redada, estuvo así de cerca de disparar. Notaba todavía la presión de su dedo en el gatillo al entrar en la habitación, gritando... y callar de repente.
Fue al ver al bebé, una niña de solo unos meses de edad, que intentaba salir dando patadas de debajo de las mantas raídas que se amontonaban en el suelo. Por la ventana, abierta de par en par, entraba el aire frío. Los diminutos puños estaban apretados junto a su carita roja, y las piernas gordezuelas daban patadas sin parar. Caitlin enfundó el arma y la cogió en brazos. Asombrada.
Igual de asombrada se la veía en el vídeo. «Todo controlado», le había dicho a Ríos. Y una mierda.
—Era muy pequeñita, pero muy luchadora. Espero que eso sea buena señal —dijo.
—Siempre —repuso Sean—. Tanto si mides medio metro como si mides dos metros.
Ella le dirigió una mirada apreciativa, apagó el teléfono y se vio a sí misma reflejada en la ventana. Los ojos demasiado ardientes. Cogió la botella de tequila y dio otro trago. Quemaba menos que el primero.
Le pasó a Sean un brazo por la cintura, y señaló la placa de la ATF, la agencia estatal encargada de asuntos de alcohol, tabaco, armas de fuego y explosivos, que él llevaba colgando de una cadena en torno al cuello.
—Tu turno ha terminado —observó.
Se la quitó y la dejó en la encimera. Después levantó a Caitlin en volandas y también la sentó encima de la encimera. Ella lo acercó a su cuerpo. Él olía a jabón y a aire libre.
—¿Tienes algo más para mí, esta noche?
Él sonrió, y parecía una promesa muy pícara. Ella se echó a reír. Los restos de estrés se evaporaron. Lo besó. Luego lo abrazó y lo besó un poco más. Él le pasó los dedos por el pelo, echó la cabeza de ella hacia atrás y le besó el cuello.
Unos faros iluminaron la ventana. Ella se bajó de la encimera, agarrándose a él, y fue a cerrar los postigos. Se oyó una portezuela de coche que se cerraba.
Se quedaron parados. Volvieron a la ventana. Fuera, un coche del sheriff del condado de Alameda acababa de aparcar junto a la acera.
Se miraron el uno al otro. Un coche policía nunca era buena señal, ni siquiera en la casa de un policía. Llamaron con fuerza.
Ella abrió la puerta. La noche era fría.
El oficial de paisano que tenía ante ella parecía como muchos policías ancianos que se aferran al trabajo hasta que alguien les dice que ya es hora de jubilarse. Mejillas hinchadas, hombros caídos. Su expresión seria decía que pasaba algo realmente malo.
—Detective Hendrix. Necesito que venga conmigo.
El viaje fue muy largo, de una hora nada menos. Salieron de la ciudad y se internaron por el campo, que estaba a oscuras. Nadie hablaba. Los faros fueron barriendo campos vacíos hasta que doblaron un recodo junto a una frenética burbuja de rojo y azul. El tramo de carretera donde se detuvo el coche estaba desierto. Las luces que relampagueaban iluminaban unos maizales. Un helicóptero de la policía pasaba por encima. Una docena de policías estaban en movimiento en el terreno.
Caitlin bajó del coche. El viento era frío. El cielo nocturno estaba despejado. A dos pasos del coche, notó que la tensión era grande.
Reconoció al hombre que la esperaba en el arcén. Iluminado por detrás por las luces que giraban, con el abrigo aleteando en la corriente de aire producida por el helicóptero, el sargento superior de Homicidios Joe Guthrie la vio acercarse. Con los brazos en jarras. El aliento humeante. Esbelto y seco, con los ojos hundidos y oscuros, parecía alerta y agudo como un zorro. Tenía fama de investigador metódico, un hombre que iba buscando las debilidades con enorme paciencia y, cuando las encontraba, te desgarraba la garganta. La miró atentamente, mientras ella se acercaba a él. La sopesaba. Ella respiró hondo y le devolvió la mirada.
—Tiene que ver una cosa —dijo él.
Caitlin comprendió sin apenas margen de duda qué era esa cosa. Firmó el registro de entrada al escenario del crimen y se preparó. Había visto cadáveres antes, en la sala de autopsias y en el escenario de colisiones frontales, y en el suelo de sucias cocinas, un marido sangrando por una herida de cuchillo mientras su mujer luchaba por quitarse las esposas, gritando: «¡Se lo merecía, el muy cabrón!». La muerte adoptaba innumerables formas, y ella podía enfrentarse a todas ellas.
Apartaron los tallos en el maizal hasta llegar a un pequeño claro. Los focos del helicóptero pasaban por encima de ellos. Guthrie se apartó a un lado para enseñarle lo que se encontraba en el centro del claro.
Era una mujer joven. Tenía la piel blanca como el papel, y el pelo apelmazado y rojo por la sangre seca. La habían estrangulado.
El látigo le había arrebatado la vida, atado muy tirante en torno a su cuello. Unas marcas de azotes rojas le atravesaban la cara y el rostro, como rayas feroces. La blusa, cortada por el látigo, estaba abierta, y mostraba el símbolo que le habían incrustado en el pecho con unos clavos brillantes.
Caitlin se apartó y se dobló en dos. Se contuvo y se quedó allí un buen rato, con las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Tenía que hacer un esfuerzo y respirar.
—Detective —dijo Guthrie.
La voz le llegaba como si viniera desde un pozo de treinta o cuarenta metros de hondo. La noche olía a tierra y a hierro.
«Es imposible —se dijo a sí misma. Pero notaba como si todas las pesadillas que había tenido en su vida cobraran vida de repente, rugiendo—. Desapareció hace muchos años. Hace décadas».
Abrió los ojos y se volvió para verlo de nuevo. Para probarse a sí misma que era real. Ese mismo símbolo, grabado en la carne de otra víctima. Su símbolo. Su locura.
El Profeta.
La cara de la víctima estaba llena de polvo y veteada de lágrimas secas. Los finos hilos de sangre que corrían desde los clavos significaban que todavía estaba viva cuando se los clavaron. No debía de tener más de veinticinco años.
Caitlin miró los ojos muertos de la mujer. De un azul liso. Notaba que Guthrie estaba de pie junto a ella. La examinaba muy de cerca. Vigilaba su reacción. Ella cerró los ojos para no ver el rostro de la víctima, pero un efecto visual la había dejado grabada en sus retinas. Se le cerró la garganta, y un dolor lleno de aturdimiento se abatió sobre ella. Luchó para dominarlo. Todo, hasta poder hablar de nuevo.
—¿Dónde está el otro cuerpo?
—Mire, no sabemos si es él —dijo Guthrie—. Podría ser un imitador...
—¿Él ha llamado por teléfono a la familia?
—Así hemos sabido dónde encontrarla.
«Deja eso —pensó ella—. No pienses ahora en su familia. Concéntrate en el escenario».
Pero no podía. Le volvía de nuevo todo lo que sabía del Profeta. Que cogía dos víctimas a la vez y las colocaba en escenarios grotescos, como si fueran maniquíes en unos escaparates infernales. La forma que tenía de grabarles en la carne su firma: el antiguo signo de Mercurio, mensajero de los dioses, guía hacia el inframundo. En una víctima lo marcaba con un cúter y vertía mercurio líquido en la herida.
—¿Dónde está la nota? —preguntó.
Guthrie dudó.
—Siempre había una nota —dijo.
Guthrie llamó a un oficial cercano, que trajo una bolsa de pruebas. El oficial la levantó y se la enseñó a Caitlin. Detrás de la gruesa tira de cierre roja, dentro del plástico transparente, se encontraba una hoja de papel blanco. Caitlin leyó el mensaje escrito a mano.
Años y años pasaron, y pensasteis
que me había ido. Pero el cielo y el infierno dan muchas vueltas, ángeles caen, el mensajero desciende y
esa insolencia vuestra hace mucho daño, se acaba vuestro desafío. Por mucho que gimáis y os enfurezcáis,
trae gran dolor el equinoccio.
Es como un huracán que golpea. Temblad: no podréis ocultaros.
Lo leyó despacio, dos veces, forzando las palabras para evitar que se agitaran ante su campo de visión. El viento la dejaba helada. «Trae gran dolor el equinoccio».
Era él.
—Esta es la primera noche de primavera. El equinoccio vernal —dijo ella.
Todos los que vivían en la Zona de la Bahía entre 1993 y 1998 sabían lo que eso significaba, porque la noticia había aparecido en las portadas de todos los periódicos, y en todos los noticiarios.
Once asesinatos, todos sin resolver.
Un sospechoso desconocido al que llegarían a apodar «el Profeta». Consiguió que las mujeres se quedaran en casa, en lugar de salir solas. Que los padres hicieran entrar en casa a sus hijas antes de oscurecer y las encerraran dentro.
Hasta que desapareció.
«No podréis ocultaros». Caitlin leyó de nuevo la nota, notando la mirada de todos los oficiales que estaban en el maizal. Todos la contemplaban.
—La segunda víctima —dijo.
—Por eso tenemos el helicóptero aquí. No hemos encontrado a nadie.
Desde la carretera, otro detective hizo señales a Guthrie. Allí había aparcado un coche, un periodista. Un hombre con el pelo lacio y gris, que intentaba pasar entre los ayudantes del sheriff y llegar a la escena. Guthrie se alejó, con la cabeza gacha, sin decir nada más.
Caitlin miró el maizal. Su aliento se congelaba en el aire de la noche, iluminándose a la luz de las sirenas que relampagueaban. Los tallos rozaban al dar otra pasada el helicóptero.
Ella iba repitiendo las frases de la nota mentalmente. «El cielo y el infierno dan muchas vueltas». Miró el largo surco de tierra negra que estaba entre las hileras de plantas de maíz. «Esa insolencia vuestra». El surco arado corría hacia un punto en el horizonte, y más allá, hacia la oscuridad.
Cogió la linterna que llevaba en el cinturón. Unas gomas elásticas del bolsillo de sus vaqueros. Se las pasó por la puntera de las botas para identificar sus pisadas. Los pies silenciosos en la tierra blanda, fue siguiendo el surco. Despacio. Paso a paso, dirigiendo el haz de su linterna por delante, comprobando cada centímetro de tierra en busca de huellas de pies o signos de alteración. Al final, tranquilizando su aliento, escuchó la noche. Todas las voces habían quedado tras ella. Por delante solo estaba el viento y las plantas de maíz, rozándose entre sí.
Al final de la hilera hizo una pausa. ¿Qué dirección seguir?
Podía dirigirse hacia la carretera o bien hacia el campo. Si todo aquello era un juego, ¿cómo lo habría imaginado el Profeta?
Le gustaba hacer exámenes, provocar. Era tanto un hacha sangrienta y roma como un pincho muy agudo. Ella se lo imaginaba dejando caer el cuerpo de una víctima en la línea central de una carretera rural. Sería descarado y grotesco... uno de sus estilos favoritos. Pero si hubiera hecho eso, aunque fueran las dos de la madrugada, el enjambre de vehículos del sheriff y el helicóptero que pasaba sin parar lo habrían descubierto.
Y un rastrillo había preparado este terreno. Dio la vuelta al extremo para seguir el siguiente surco, adentrándose más en el campo.
Donde acababa el surco volvió a dar la vuelta, internándose más entre el maíz. Las voces de los detectives y los polis de uniforme, el ronquido de las radios de los policías, el gemido del motor del helicóptero se fueron alejando. La oscuridad susurrante creció a su alrededor.
Entonces, al final de aquella misma hilera, su linterna captó un leve brillo entre la tierra. Se quedó completamente quieta. Intentó asegurarse de que lo estaba viendo de verdad.
Un rastro de un líquido plateado formaba una flecha al dar la vuelta el siguiente surco.
Brillaba bajo la luz de la linterna. Estaba claro. El líquido yacía en la tierra sin empaparla, sin tocarla siquiera, al parecer. Bajo el brillo de su linterna, era un espejo movible, que se agitaba. Azogue. Mercurio.
—¡Guthrie!
Sacando el arma, dio la vuelta al extremo final y pasó entre los tallos.
La segunda víctima yacía allí delante. La sangre seca manchaba los clavos de plata que le habían metido en el pecho.
Mientras apartaba a los lados los tallos del maíz, Guthrie vino corriendo. Quedó a la vista, a su lado, y se detuvo muy cerca.
Dejó escapar un uh duro e involuntario. Se quedó mirando un buen rato, y luego llamó a gritos a los médicos forenses.
—Ha interpretado el código del mensaje —le dijo a ella.
Ella asintió. No podía apartar la mirada del joven tirado en el suelo.
—¿Es él de verdad? ¿Es posible? —dijo Guthrie.
«Cualquier cosa es posible con el Profeta». Ella se quedó mirando el rostro de la víctima. La cabeza echada hacia atrás. Los brazos muy abiertos, una postura de crucifixión. Llevaba un ángel aterrador tatuado en el antebrazo.
—Ojalá no lo fuera —dijo ella.
Guthrie miró a la víctima largo rato. Cuando habló, sus palabras salieron forzadas.
—Tengo que hablar con su padre.
—No.
Sonaba más abrupto de lo que le habría gustado.
—Es importante.
—No es buena idea. Dejémoslo fuera de esto.
—Nos ayudaría mucho.
Ella sacudió la cabeza.
—Hablar con él no servirá de nada. Y el hecho de que yo vaya no ayudará. Olvídelo.
—Vamos a hablar con él con o sin usted. Con usted sería mejor.
El viento alborotó el pelo de Caitlin. La oscuridad parecía susurrarle.
Guthrie volvió la cara hacia ella.
—Su padre estaba a cargo de la investigación. Su compañero ha muerto. No queda nadie más.