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La mancha de agua corría a lo largo de la caja de almacenamiento de cartón como si fuera una marea embarrada. Cuando Caitlin levantó la tapa, apareció un nido de arañas. Se frotó la cara con la manga. Comenzó una página en la tablilla agarrada con sujetapapeles y prosiguió con el inventario. Caja 13.

Las pruebas que había organizado partiendo de los ficheros originales cubrían una mesa de conferencias entera. Llevaba cinco horas con aquello. Estaba sacando muchos fantasmas a la luz.

Parte de aquel material ya lo había visto antes, en una mesa de trabajo en el garaje del hogar de su niñez. Donde Mack decía: «Calla. Cierra la puerta». Y dejaba que se quedara.

Los informes de respuesta de los oficiales. Los informes de los detectives. Declaraciones de los testigos que encontraron a las víctimas. De la adolescente que consiguió escapar a las garras del asesino.

Fotos de neumáticos. De una huella, de un zapato del número 42. Un mapa del primer escenario del crimen, dibujado a mano alzada por el asesino.

Eso le daba escalofríos.

Estaba arrugado y humedecido, pero dibujado con la precisión de un ingeniero. Una brújula indicaba el norte. Las calles estaban trazadas con curvas suaves e intersecciones agudas. Había colinas y árboles (¿quizá para indicar lugares donde ocultarse?) y el parque donde murió la víctima. Un riachuelo. Un desagüe con una longitud indicada de cuarenta metros. Una zona de pícnic marcada con diminutas mesas. Un parque infantil con columpios y un tobogán.

En el mapa se leía la palabra castigo.

La caligrafía era áspera, los trazos muy apretados en el papel. Escrita con bolígrafo, las esquinas de todas las letras eran angulosas, ligeramente descendentes. El mapa procedía de unos tiempos oscuros, en los que las cosas derivaban lentamente hacia el horror, antes de que nadie supiera que un asesino en serie estaba actuando.

Esas cajas eran un intento de ponerle categorías a un infierno absoluto. Pero el infierno no se podía contener. Y Guthrie tenía razón. El caso estaba muy muy frío.

Bastaba con hojear el inventario original para comprobar cuántas pruebas habían desaparecido a lo largo de los últimos veinticinco años. Enviadas a algún almacén... en alguna parte. Destruidas cuando se inundó la sala de pruebas. Hurtadas por policías, técnicos forenses e incluso agentes del FBI. Todo el mundo quería un trocito de leyenda.

Pero cuando investigó en la caja número 13, dio con algo bueno: dos cintas de casete etiquetadas como «llamada telefónica del Profeta».

Aunque no podía escucharlas, porque en la comisaría ya no había reproductor de cintas de casete.

Empaquetó las cintas y las llevó al laboratorio de Criminalística. Era un trayecto de media hora en coche, hasta un complejo rodeado de eucaliptos, en las colinas que había al salir por la 580 en Oakland. Cuando Caitlin firmó tras la entrega de las cintas, el investigador forense, Eugene Chao, las cogió con obvio desinterés. Luego vio la etiqueta de la bolsa de pruebas.

—¡No jodas!

—No jodo.

Él silbó.

—Lo necesito...

—Para la semana pasada. Lo tendrás. Por una vez, de verdad.

—Gracias, Eugene.

No podía ocultar su impaciencia mientras regresaba a la comisaría en el coche. La investigación requería diligencia. Una diligencia obstinada, paciente y agotadora. Pero un sonido como el latido de un metrónomo resonaba en su cabeza. Los segundos pasaban.

Hizo una búsqueda de voz en su teléfono:

—¿A qué hora y qué día aparecerá Mercurio la próxima vez en el cielo de la mañana?

«Interesante pregunta, Caitlin».

El teléfono no lo sabía. Ella frunció el ceño y redujo la velocidad porque delante había un semáforo. El coche que tenía delante era un Camry rojo.

Se lo quedó mirando.

—Mierda.

El teléfono dijo:

«No hace falta que digas eso».

Caitlin pasó al otro carril y se puso junto al Camry, cuando este se detuvo en el semáforo. La conductora estaba inclinada sobre el volante, y lo agarraba con fuerza. Caitlin tocó el claxon. Cuando la conductora levantó la vista, Caitlin se quitó las gafas de sol. Señaló un aparcamiento que había en la manzana siguiente.

Aparcó a toda prisa detrás del Camry y salió del coche. La conductora salió también de su vehículo, le dirigió a Caitlin una mirada muy airada, y caminó a su encuentro. El pelo rojo llameaba a la luz de la tarde. Una blusa con estampado de cachemira, un grito psicodélico, como una avalancha. Los tacones de las botas tatuaban el asfalto. Sandy, el tornado.

—¿Me sigues? —dijo Caitlin.

—Puedo pasar por la comisaría siempre que quiera. Especialmente ahora, que parece que has perdido la cabeza.

—Me alegro de verte, mamá.

—No lo hagas. Destruyó a tu padre.

Caitlin levantó las manos.

—Esa siempre ha sido tu excusa para detenerme. «No juegues con tijeras, que destruyeron a tu padre». «No les des de comer a las ardillas, que destruyeron a tu padre»... —Le dio unas palmaditas en el hombro a su madre—. Yo no soy papá.

Sandy Hendrix le dirigió a Caitlin una mirada mordaz y le cogió la mano con suavidad. La mano de Sandy hizo correr una oleada de calor por las venas de Caitlin. Memoria sensorial. Dolor, calor y vergüenza. Cogió aire con fuerza y lo obligó a pasar.

Sandy bajó la voz.

—Este caso te hace daño. Y apenas lo has visto de refilón. Si te metes como investigadora, será como tirarte a un volcán.

Cuando Sandy la emprendía con algo, no lo soltaba. Ese carácter tan implacable le había permitido ir a la universidad teniendo un marido de patrulla y un bebé en casa. Casi se dejó la piel por salvar su matrimonio. Le infundió fuerzas para sacar adelante a Caitlin y llevarla a tierra firme, durante aquel largo y oscuro verano, cuando ella tenía quince años.

Sandy le sostuvo la mano un segundo más, y luego se la soltó. No dejaba de mirar a Caitlin a los ojos. Esta replicó:

—No puedo apartarme. Está muriendo gente. —Oyó el temblor de su propia voz, y le pareció odiosa—. Tenemos que terminar con esto.

Sandy la abrazó.

—Cariño, no lo hagas... Eres la única hija que tengo.

—Te quiero —dijo Caitlin—. Pero tengo que hacer mi trabajo.

Sandy sonrió, una sonrisa dolida y asustada, y retrocedió. Cuando se acercaba a su coche se limpió unas lágrimas, y se las sacudió de las yemas de los dedos como si fueran venenosas.

Con la radio machacando, la boca seca por la emoción, Stuart Ackerman llegó al parque Silver Creek justo a las nueve. La noche había caído ya. La oscuridad parecía tan peligrosa como protectora.

La carretera que entraba en el parque era estrecha y serpenteante. Dejó el teléfono móvil. Iba vestido tal y como había especificado Starshine69. O eso esperaba, al menos. El mensaje le había llegado un par de horas antes. Durante un segundo de pánico, pensó que estaba cancelando la cita. Por el contrario, ella escribió: «Prepárate. Las cosas se van a poner serias».

Un chaleco de cuero. Eso serviría, ¿no? Y guantes. Cuero, en general. Unas botas de motorista, aún sin estrenar, que se había comprado en la universidad. Pero no las llevaría mucho rato. Eso esperaba, al menos. Los nervios lo consumían. Los robles de Virginia se inclinaban por encima, cuando los faros de su coche barrieron una curva y se dirigieron hacia una cañada oscura.

Un áspero porrazo sacudió el coche.

—Qué...

Aminoró la marcha. ¿Había chocado con algo? El volante viró a la izquierda. La luz amarilla de presión de los neumáticos se encendió. Se detuvo. Extrañado, salió del coche.

Se apartó de la portezuela para ver lo que pasaba. Lo vio y se quedó quieto, asombrado. No podía ser. Su neumático delantero había pinchado con...

—¿Es una broma...?

Entre los árboles apareció un hombre.

En un momento dado no estaba. Luego apareció. Su rostro, toda su cabeza, parecían ausentes. A Ackerman le costó un segundo de desconcierto comprender que lo que veía era un hombre que llevaba una máscara negra de esquí. Sin perder la calma, el hombre levantó...

¡Dios mío!

Stuart Ackerman dio un salto. Se dio la vuelta y corrió hacia los árboles. Las tiesas botas de motorista golpeaban la grava, y él tenía la cabeza echada hacia atrás, jadeando.

«No es verdad, no es verdad, Dios mío, no...».

Un silbido cortó el aire. El disparo derribó a Ackerman en el suelo.

«Dios mío».

Durante un extraño instante, le pareció que solo había sido un fuerte golpe. Luego lo asaltó el dolor, agudo, profundo e intenso. Intentó levantarse, pero no pudo. Se dio cuenta de su error. No debió haber corrido hacia el bosque. Estaba demasiado lejos, y lo dejaba expuesto y vulnerable, con los pies como único medio de huida. Tendría que haber ido hacia el otro lado. Buscar refugio. Un motor.

No oyó al hombre, pero lo notó. Notó que estaba más cerca que antes.

«Muévete, esto es grave». El dolor se extendió, brutalmente. Algo caliente recorría sus costillas y se le metía en el interior del chaleco de cuero, se encharcaba y goteaba hasta el suelo.

El coche. Herido, se volvió y gateó hacia él.

—¡Socorro!

El hombre se deslizó en su dirección.

—No, no vendrá nadie a ayudarte.

Se alzaba como un espectro. Sus pasos no emitían sonido alguno. Ackerman empezó a arrastrarse.

El hombre se acercó a cinco metros de él y se detuvo, con los pies en una postura firme. Apuntó.

—La sed de sangre trae el juicio final. Tú montaste la cita. Tú pagas.

Disparó otra vez. Ackerman chilló. Desde los árboles, los cuervos se alejaron en el cielo nocturno.

Mensajes desde el infierno

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