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Mitos, chuchos y monjes

Quizá al lector le parezca raro encontrar un libro que relaciona monjes y perros. Bueno, ambos existen desde hace mucho tiempo. Pero tenemos que reconocer que por muchos siglos los perros ganan a los monjes, ya que según algunas leyendas son incluso anteriores a la humanidad.

Las leyendas de los indios americanos aportan los ejemplos más cercanos. Para los indios kato de California, el dios Nagaicho, el Gran Viajero, llevaba a su perro con él cuando vagaba por el mundo creando, compartiendo su gusto por la bondad y la variedad de sus criaturas con su pequeño perro. Para los shawnee de Algonquin, que habitaron la parte superior del estado de Nueva York, donde se encuentra nuestro monasterio, la creación fue obra de Kukumthena, la Abuela, y ella también iba acompañada de su pequeño perro (también la acompañaba su nieto). En esta leyenda, la creación está perpetuada justamente por este chucho, ya que cada día Kukumthena teje un gran cesto, y cuando lo termine, el mundo acabará. Por suerte para nosotros, cada noche el perro deshace el trabajo que ella ha hecho durante el día. A los que hemos perdido trozos de alfombra, ropa o muebles a causa de la destreza oral de un perro tal vez no nos convenza atribuirle un uso positivo como el de impedir el fin del mundo. Sin embargo, esta leyenda dice mucho acerca de la interrelación entre perros y humanos.

El lugar de los perros en la mitología no se limita a las culturas indígenas de Norteamérica, sino que parece ser universal. La literatura grecoromana, por ejemplo, presenta a los perros en diferentes papeles. Piense en los perros de Hécate, los perros de caza de Diana, y en Cerbero, el guardián de Hades. Mucho más conocida es la historia de Argos, el fiel perro de Ulises, contada por Homero en La Odisea. Está ambientada en el contexto del retorno de Ulises a casa tras una ausencia de veinte años: diez años luchando en Troya, y los diez siguientes intentando volver con su mujer y su hijo. A lo largo de los años, todos llegan a creer que Ulises murió en la guerra, pero su mujer, Penélope, continúa rechazando ofertas amorosas de varios pretendientes ya que cree que volverá a ver a su marido. La ironía de la historia es que cuando al fin Ulises llega a casa con apariencia de mendigo, ni su mujer ni su fiel sirviente lo reconocen, el único que lo reconoce es su viejo perro, Argos, que ha estado esperando fielmente a que volviera su amo.

También está Asclepio, el dios de la medicina, que cuando era bebé se salvó porque fue amamantado por una perra. Por supuesto, igual que Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad de Roma (en el sentido más amplio). Los perros egipcios están representados en murales antiguos, y muchos perros también han llegado intactos a nuestros días en forma de momias. La mitología persa presenta un perro en la historia de la creación. Las civilizaciones azteca y maya también incluyen uno. En las leyendas que se han transmitido tanto en la tradición oral como en la literaria, distintas tribus de África, los maoríes de Nueva Zelanda y otras culturas de la Polinesia, junto con las venerables fes hinduista y budista, han encontrado algún lugar clave para un perro.

En la literatura zen abundan historias sobre perros ya que en muchos monasterios zen hay perros, normalmente fuera de sus puertas. El principio koan “mu” se utiliza para promover la iluminación e implica una pregunta paradójica sobre si un perro tiene o no la naturaleza de Buda. En otra historia, un monje queda atrapado en la ironía de “ver quién es el mejor” con un perro:

Una vez un monje zen, equipado con su bolsa para recoger ofrendas, visitó a un cabeza de familia para pedirle arroz. En el camino, un perro mordió al monje. El padre de familia le planteó esta pregunta:

“Se dice que ningún mal se atrevería nunca a atacar a un dragón, ni siquiera si se pusiera ropa por encima. Usted va envuelto en ropas de monje e incluso así un perro lo ha lastimado: ¿Por qué?”.

No se menciona la respuesta del monje mendigo.

Y en otra, una continuación de la historia anterior, la naturaleza impredecible de algunos perros se equipara con la misma realidad:

Mientras se cura la herida, el monje se dirige a su maestro, que le formula otra pregunta.

Maestro: “Todos los seres están dotados de la naturaleza de Buda: ¿esto es realmente así?”.

Monje: “Sí”.

Entonces señala un dibujo de un perro que hay en la pared, y el viejo sabio pregunta: “¿Esto también está dotado de la naturaleza de Buda?”.

El monje no supo qué decir.

Con lo cual contestó la pregunta por él: “¡Vigila, el perro muerde!”.*

No deberíamos desmerecer la herencia judeocristiana que muchos de nosotros compartimos. Aunque, de hecho, por razones que no podemos tratar aquí, la Biblia sólo menciona a los perros de manera ocasional, por ejemplo, en los Evangelios: “los perros lamen las heridas de Lázaro” o “incluso a los perros les dan migajas”. Sin embargo, el perro aparece de nuevo en otra literatura religiosa, a veces como símbolo de lealtad, a veces como un pequeño detalle que da un toque cariñoso y humano a la historia de la vida de un santo. Tal vez el ejemplo más claro de esta penetración de las creencias populares en la tradición eclesiástica es la historia de san Cristóbal. Mucha gente se sorprende de la forma en que se representa en el arte de las iglesias orientales. El menaion, o calendario litúrgico, incluye una breve explicación de la vida de cada santo. Gracias a este libro sabemos que Cristóbal era descendiente de los cinocéfalos, una raza legendaria de gigantes con cuerpo humano y cabeza de perro, por lo que se representa como tal en las imágenes. Tiene cabeza de perro; de no ser por esto, es la imagen convencional de un mártir, incluso por la cruz en la mano. Se convirtió y se bautizó milagrosamente y se le dio el nombre de Cristóbal, que significa “mensajero de Cristo”.

Muchos santos de la tradición ortodoxa se denominan mensajeros de Dios o mensajeros de Cristo, un título benéfico que significa que estos santos tienen cualidades divinas en su interior, y las manifiestan en sus vidas cotidianas. En Occidente, en el caso de Cristóbal el título se tomó literalmente, y después se desarrolló la leyenda en la que el hombre (todavía un gigante poco atractivo) llevó al niño Jesús en brazos para cruzar un riachuelo inundado y se transformó en una bestia hermosa. En la tradición de Oriente Medio, viajó a Siria para intentar que un rey pagano malvado, de nombre Dagón, viera la luz. El rey no se dejó impresionar, ni siquiera por un mensajero tan formidable como un hombre con cara de perro, sino que aprisionó a Cristóbal y durante su martirio (se le aplicó la primera silla caliente registrada: Dagón ordenó que lo encadenaran a un trono de hierro y luego encendieron una hoguera debajo, tan caliente, según está documentado, que tanto las cadenas como la silla se derritieron) se transformó y recibió la cara de hombre.


Cuando se representa en la iconografía, san Cristóbal tiene la cabeza de perro. Luego se convirtió en una bestia hermosa.

Existe una historia, tal vez todavía se cuenta en Rumanía, de donde se cree que es originaria, que es un relato encantador sobre cómo fue creado el perro.* Parece que san Pedro estaba dando un paseo con Dios en el cielo, cuando apareció un perro. “¿Qué es eso?”, preguntó san Pedro. Dios le explicó que era un perro y añadió: “¿Quieres saber por qué lo creé?”. Como era natural Pedro lo quiso saber. “Bien, sabes los problemas que mi hermano, el Demonio, me ha ocasionado…, me hizo sacar a Adán y Eva del paraíso. Los pobres casi se mueren de hambre, así que les di ovejas para que pudieran obtener carne y lana cálida para vestirse. ¡Y ahora ese tipo crea un lobo para hostigar a las ovejas! Así que he hecho un perro. Sabe cómo alejar al lobo y guardará los rebaños y las posesiones del hombre.”

Históricamente, dos grupos de monjes han sido responsables de reproducir y adiestrar perros. Hace más de dos siglos que los canónigos de san Agustín (técnicamente no son monjes, sino miembros de una orden religiosa) crían san bernardos en su hospicio de los Alpes suizos. Todavía los perros se crían ahí, aunque ya no realicen los tan conocidos rescates de viajeros perdidos en la montaña; aviones y motos de nieve han mermado la necesidad de tener perros con esta habilidad. Pero ocasionalmente, los canónigos y sus perros todavía salen en alguna batida. El famoso barrilete de coñac es un mito, quizá basado en el hecho de que cuando hallaban al viajero perdido, por lo general el hermano que acompañaba al perro de rescate le ofrecía coñac. Pero era el hermano el que llevaba el coñac, no el perro.

En el Tíbet, un grupo de monjes bastante distintos desarrollaron los perros lhasa apso. Los criaban en sus monasterios y con frecuencia los daban como regalo a los nobles. Es interesante destacar la disparidad de tamaño entre estas dos razas monacales, así como entre los dos grupos de monjes tan diferentes que creyeron que trabajar con perros era una ocupación que encajaba con la vida en un monasterio. Podemos atestiguar que criar y adiestrar perros encaja muy bien en la vida monacal. El cuidado canino necesita mucho trabajo y cariño, y lo normal es que los monjes dispongan en abundancia de estas características. A otro nivel, de alguna forma el perro simboliza al monje maduro: leal, resuelto, dispuesto a complacer, dispuesto a aprender.No debería pensarse en los monjes según el estereotipo que sin duda muchos tienen aún en la mente: románticos místicos que con la cabeza gacha y las manos cogidas caminan en silencio en procesión por los claustros medievales. Tampoco puede aplicarse la imagen del fraile Tuck, aunque la naturaleza benévola, de buen apetito y una vena combativa pueden encontrarse en diversos grados en la mayoría de los monjes. De hecho, la imagen que mejor capta lo que es un monje puede encontrarse en las palabras del escritor ruso Dostoievski, que en Los hermanos Karamázov comenta que un verdadero monje no es más que lo que debería ser todo el mundo.

Sin embargo, en verdad esto es cuestionable: “Lo que debería ser todo el mundo”. Es obvio que no quería decir que todos deberíamos ser célibes, sino que estaba indicando una actitud de corazón que consideraba característica de los monjes. La clave para la felicidad y la realización humanas —tanto para los monjes como para los laicos— es una comprensión espiritual honesta que está enraizada en la realidad. Aunque es evidente que los monjes no tenemos la reivindicación exclusiva de este tipo de comprensión, sí que intentamos conseguirla de un modo profesional, buscando de manera apasionada la verdad de lo que somos y de lo que es la vida. Lo que hemos aprendido es que para las personas que están abiertas de verdad, la vida entera tiene la capacidad de hablar, de convertirse en una palabra que nos conduce a una mayor sabiduría y comprensión. Pero debemos escuchar. Desde esta perspectiva, no debe sorprendernos que nuestros perros nos hayan enseñado mucho sobre nosotros, de muchas formas sutiles nos ha mostrado cómo deberíamos ser, así como no deberíamos ser. A causa de su asociación con los humanos, una asociación que las historias que hemos mencionado con anterioridad demuestran que es tan vieja como la misma conciencia humana, los perros se encuentran en una posición única para ofrecer a la humanidad un reflejo de ella misma.

Quienes conocen a alguien con una mascota no deben buscar demasiado para encontrar similitudes entre ambos en pequeñas cosas, tal vez en peculiaridades del comportamiento, en una simpatía extrovertida (o lo contrario, una reserva con recelo), e incluso —y con frecuencia lo más gracioso— en la apariencia. Algunos caricaturistas (como Booth y Price de la revista The New Yorker) sacan mucho provecho de esto último. A un nivel más profundo, cuando prestamos atención, los perros nos reflejan a nosotros mismos de una forma inconfundible, y si estamos abiertos, fomenta la comprensión y la transformación. Los perros están llenos de inocencia y espontaneidad: al contrario que las personas, ellos no nos decepcionan. Si nos tomamos en serio lo que ellos nos dicen sobre nosotros mismos, nos enfrentamos a la verdad de la cuestión. Fácilmente podemos aprender a reflexionar sobre sus palabras: están inscritas en sus cuerpos, en sus expresiones, en la forma en que se acercan e interaccionan con nosotros. Hay más materia prima para meditar aquí que en muchos libros espirituales, por lo que ofrecemos nuestra experiencia con los perros no sólo para beneficio de su perro, sino con la esperanza de que también usted pueda aprender algo sobre sí mismo a través de la interacción con su perro. Una mejor perspectiva acerca de usted quizá le permita de repente ver su propia humanidad. E igual de importante, a menudo aumenta el sentido de responsabilidad que tenemos los humanos, no sólo hacia nuestros compañeros animales, sino también unos con otros y hacia toda la creación.

*D. T. Suzuki, The Zen Monk’s Life [La vida del monje zen] (Nueva York: Olimpia Press, 1965), pág. 25.

*Maria Lech, God Had a Dog [Dios tenía un perro] (New Brunswick, N.J.: Rutgers University Press, 1971).

Cómo ser el mejor amigo de su perro

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