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Capítulo 2:
Cleómenes, el gobernador de Egipto

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Al entrar en Pelusio, el soldado macedonio preguntó por el gobernador de Egipto. Desconocía dónde paraba, aunque en Babilonia, el escriba jefe de la primera cancillería le había asegurado que probablemente Cleómenes se encontrase allí y no en Naucratis donde moraba la mayor parte del año. Sintió alivio al saber que no tenía que cruzar el Delta hasta el otro vértice, estaba seguro de que se perdería entre los canales y acequias.

―Traigo noticias de Babilonia ―le dijo el macedonio al gobernador cuando se lo encontró en el primer patio del templo de Horus hablando con los sacerdotes.

―Bien, pueden esperar ―se dijo sin percatarse de que no se trataba de un correo ordinario. Entregó con descuido la tablilla a su esclavo, que le esperaba apoyado en uno de los pilonos del templo sosteniendo su sombrilla.

―Cleómenes de Naucratis ―le replicó el jinete macedonio bajándose de su caballo con cierto dolor. Cabalgar durante tanto tiempo le había entumecido los músculos―. Este mensaje no puede esperar. No me está permitido desvelar las cartas bajo mi custodia, pero puedo jurar por Zeus que, si conocieses lo que acontece en estos momentos en Babilonia, lo leerías.

El gobernador frunció el ceño. En todos los años de correspondencias con la corte de Alejandro, nunca había oído impertinencia igual por parte de un mensajero. Pero como no era un hombre irritable, sin cambiar de expresión, le hizo un gesto con los dedos al esclavo y tomó de nuevo la tablilla de barro. La leyó a duras penas. La cancillería seguía usando la escritura cuneiforme que tanto le desesperaba, se empeñaban en escribir el griego sin usar un cincel, con aquellas cuñas arcaicas. Al final pudo descifrarlo.

― ¡Por Zeus! ―exclamó. Cuando juraba lo hacía en griego, cuando insultaba, en egipcio. Miró de un lado a otro desconfiado. Se apartó hacia el interior del templo de Horus, pero al momento volvió a salir apresuradamente temiendo que los sacerdotes pudiesen echar un vistazo al contenido del mensaje. Al ser los clérigos tan hábiles y conocer tantas lenguas, podrían fácilmente usar su vista de halcón para ver dos palabras que nunca debieron de estar juntas: Alejandro y agonía.

Le dio una mina de plata al mensajero ofreciéndole su casa para descansar y recuperar las fuerzas. Cleómenes ocupaba la mejor mansión en la fortaleza de la ciudad. En realidad, no era suya sino confiscada en nombre de Alejandro, como lo era todo Egipto para él.

En poco tiempo todo el Delta sabría de la agonía de Alejandro. El país se quedaría sin faraón, en breve la noticia remontaría el Nilo hasta Menfis. Había algo peor que la muerte del rey macedonio: el Imperio carecía de heredero oficial, Alejandro no había designado sucesor.

Después de instalar a su mensajero, Cleómenes lo encerró con llave cuando se aseguró de que se había quedado dormido. Tenía que ir a Tebas a recaudar más dinero, la idea le fastidiaba, la prepotencia de los sacerdotes que habitaban el templo de Karnak afloraban en él sentimientos desagradables. Le miraban con ojos profusamente pintados, con las cejas arqueadas, mostrando su superioridad y haciéndole sentirse cual cucaracha a la que se echa de los santuarios.

Lo único interesante de Karnak era una sacerdotisa a la que ya había echado el ojo, conocía incluso quiénes eran sus padres. Según sus informantes, respondía al nombre de Ipue y había cumplido quince años. Un sacerdote corrupto la espiaba para él, incluso le había permitido verla a escondidas al amanecer mientras realizaba sus abluciones en el estanque del templo de la diosa Mut. Su desnudez dejó satisfecha su lujuria, porque Cleómenes era de un tipo de hombres a los que les gusta mirar cualquier acto íntimo de varones y hembras sin ser visto, sus lugares favoritos eran los dormitorios, las letrinas, los baños y cualquier sitio donde un ser humano se esconde de los ojos de los demás. Muchas noches iba a fisgar por las ranuras de las paredes de los burdeles, pagando como el mejor de los clientes por las vistas más soeces.

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