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Capítulo 3:
Nimlot, el sacerdote
de Karnak

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-Nimlot ―le dijo el Sumo Sacerdote de Karnak cuando terminó el desfile entre las columnas de la sala hipóstila―, he de hablar contigo.

El muchacho, un sacerdote Uab, o sacerdote puro, le siguió hasta su despacho. Al principio temió que Petosiris se hubiese arrepentido de nombrarle portador de la barca sagrada, la Usherat, la barca del dios Amón Ra. Pero no parecía enfadado, al revés, se comportaba con él con cierta jovialidad.

Entró en las oficinas de los altos sacerdotes por primera vez. Fuera de las salas de culto, el templo de Karnak albergaba multitud de estancias destinadas a burocracia y Residencia. Constituía una ciudad dentro de la misma Tebas.

―Bien ―le dijo al sentarse el muchacho en un asiento frente a su mesa. Las altas ventanas del despacho dejaban pasar la luz y el aire fresco. Lo rodeaban estanterías donde los papiros se ordenaban bajo números. El sumo sacerdote comenzó a hablar mientras abría el correo ―. Supongo que sabrás que Alejandro agoniza en Babilonia ―desenrolló un papiro y lo arrojó a un cesto que tenía a sus pies. Nimlot asintió, la noche anterior se lo había dicho su compañero de dormitorio en el ala este del templo.

―Ignoro cómo, pero los Uabs siempre os enteráis de todo ―continuó Petosiris observando con cuidado un nuevo correo. Toda la pompa y solemnidad que mostraba en los rituales del templo desaparecía al entrar en sus dependencias. Con los años había relegado la frialdad y distancia que una vez tuvo cuando le nombraron Sumo Sacerdote. En privado podía incluso pasar por simpático―. También sabrás que las relaciones con nuestro faraón no han sido todo lo fluidas que deseábamos y fue un error por nuestra parte no fomentar un acercamiento. No creo que la culpa la tuviese Alejandro en absoluto, sino ese gobernador, el tal Cleómenes de Naucratis. Ese griego nos trata con desdén y tiranía. Si te soy sincero, prefería al sátrapa de Darío, por lo menos nos entendíamos: yo le pagaba y él no se inmiscuía.

Petosiris abandonó la vista del correo y dirigió su mirada a Nimlot. Se preguntó si un muchacho tan joven estaba al tanto de la política de Egipto. Se respondió a si mismo que tendría que instruirlo personalmente.

Cogió una moneda que descansaba sobre la mesa y se la lanzó a Nimlot. Éste la cogió al vuelo:

― ¿Qué opinas? ―le preguntó.

Nimlot leyó la leyenda de la moneda. Se trataba de un tetradracma de plata en el que Alejandro Magno aparecía de perfil.

―Es hermosa ―respondió Nimlot sin saber qué respuesta buscaba el Sumo Sacerdote―. Nuestro faraón es un hombre joven y bello.

―Sí, en efecto, lo conocí en Menfis nueve años atrás cuando liberó Egipto del yugo persa. Era un joven de piel blanca y rizos de oro. Yo también caí bajo su influjo. Alejandro se creía un dios y al ungirlo en el templo de Path como faraón, ninguno de los sacerdotes osamos contrariarle. Los dioses, como aprenderás a lo largo de tu vida, siempre tienen razón, sobre todo cuando están al mando de un ejército victorioso. Los egipcios ya no tenemos soldados, ya no hay un Tutmosis o un Ramses― Nimlot pensó en los Pilonos de Karnak donde estaba escrita la historia del país del Nilo―. Pero fíjate bien en la moneda, él quería ser hijo del dios Amón, y por eso se hizo retratar con dos cuernos de carnero, por lo demás, no respeta ninguno de los símbolos de la realeza egipcia. Nuestro pueblo ve esta moneda y no lo reconoce como un faraón, saben que los faraones nunca acuñaron moneda, nunca fue necesario, es un oficio de comerciantes, los reyes egipcios erigían estatuas para la eternidad. Sabes quién es Cleómenes de Naucratis, ¿verdad?

Sabía de la existencia de Cleómenes, el griego acudía todos los años al templo a inspeccionar sus riquezas y recaudar la parte correspondiente al faraón. Los sacerdotes tenían la orden de dificultar en todo lo posible la labor de aquel hombre, pero Cleómenes era astuto y se salía con la suya.

El año anterior, cuando el gobernador había acudido para la fiesta del Bello Valle, se le vio paseando a sus anchas por el recinto de Karnak. Buscaba tesoros, pero sin pretenderlo algo llamó su atención en el templo de Mut, la esposa del dios Amón, donde ensayaban las bailarinas. Nimlot también se encontraba allí ese día, cuando sus obligaciones le permitían un rato libre, le gustaba ver a las muchachas cantando o bailando. Entonces vio por primera vez a Cleómenes, oculto a la sombra de un Pilono en el segundo patio del templo de Mut. Miraba a una joven bailarina vestida con un ligero faldequín y una camisa de lino rojo que destacaba entre las demás. Se trataba de Ipue.

La mirada de Cleómenes era inequívoca y Nimlot temió que se apoderase de la muchacha, pero nada ocurrió. Tomar a una bailarina del templo de Karnak habría supuesto la rotunda oposición del clero de Tebas y seguramente hubiese debido enfrentarse a una rebelión del Alto Egipto. El griego se había limitado a acercarse cuando el baile terminó y a cruzar con ella unas pocas palabras. La sacerdotisa de Mut que dirigía el baile acudió al momento al descubrir el interés de Cleómenes y se interpuso entre ellos. Así terminó todo.

―Sé que una vez intentó tomar como botín los mástiles de electro ―respondió Nimlot. De los mástiles ondeaban las banderas en los diez pilonos de Karnak. El electro, aleación de oro y plata, emitía más brillo que cualquiera de los dos metales por separado. Planeaba enviarlos a Alejandro para adornar el palacio de Pella en Macedonia. Horrorizados de las intenciones de Cleómenes, los sacerdotes tebanos le ofrecieron más dinero para evitar el saqueo de sus mástiles de electro.

―Ha llegado el momento de que Egipto busque el acercamiento con los macedonios ―continuó el Sumo Sacerdote―. Pero Cleómenes no debe saberlo.

Petosiris sabía que la casta de los médicos mantenía con el macedonio unas relaciones excelentes. Deseaba para los sacerdotes el mismo estatus.

―Cuando estés preparado ―continuó paseándose por la estancia rebuscando entre las estanterías un documento―, te dirigirás a Babilonia acompañado de un sacerdote de primer rango que hemos elegido embajador de Egipto entre los sacerdotes. En la capital es donde reside el hermanastro de Alejandro, Filipo Arrideo. Tal vez Alejandro en su lecho de muerte designe un sucesor, puede ser que sea Arrideo, él y Alejandro son los únicos varones que tienen sangre real. Si Alejandro fuese un verdadero faraón hubiese hecho dos cosas: construirse una tumba en el Valle de los Reyes y designar un heredero al trono. Pero los griegos son una raza poco previsora, como la de aquellos que no piensan en lo que sucederá más allá de la muerte. Me han informado que los infantes van a proclamar rey al hermanastro de Alejandro de Macedonia. Así que partiréis para Babilonia para ofrecerle a Filipo Arrideo el trono de Egipto. Mi embajador necesita a alguien que hable griego.

El sacerdote se levantó de su asiento y cogió las manos de Nimlot, lo miró a los ojos y le hizo una última confidencia:

―Me han dicho los astrólogos, que ningún faraón volverá a hablar egipcio nunca más. Todos hablarán griego. Y, es más, han leído en las estrellas que cuando un faraón vuelva a hablar egipcio, será el fin de nuestro mundo. Debemos prepararnos.

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