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Lydia

Todos los años, antes de que llegase el verano y el calor abrasador de Chicago, Melinda encargaba una revisión completa de los sistemas antiincendios y la fumigación de la cafetería. Eso implicaba cerrar el negocio todo un día, lo que suponía una jornada libre maravillosa.

—Peluquería, manicura y masaje, ¿se puede pedir un regalo mejor? —dijo Jess con un suspiro mientras a mí me masajeaban la espalda y a ella le pintaban las uñas de las manos—. Tenemos la mejor jefa del mundo.

—Ni que lo digas. Adoro estos detalles de Melinda.

Era costumbre que nos sorprendiera con cosas así un par de veces al año. Éramos sus criaturitas, sus niñas mimadas.

—¿Qué quieres que hagamos esta tarde? —preguntó mi compañera con un ronroneo—. Había pensado ir a Cotton Tail Park a ver uno de los conciertos que hay al aire libre. Los jueves no está tan concurrido. ¿Te apetece?

—Creo que no. Voy a recoger a Sophia de la guardería y pasaré la tarde con ella. Si te gusta mi plan, estás invitada. Tenemos un montón de castillos que construir, un millón de películas que empezaremos y no veremos terminar, y minimagdalenas de chocolate de la mejor cafetería de la ciudad.

—¡Ni hablar! —exclamó. Se enrolló en la toalla y se acercó a mi camilla—. Tú y yo vamos a salir esta tarde. Sophia estará en la guardería hasta las siete, así que tenemos unas cuantas horas para pasarlo bien. ¡Sin excusas! —dictaminó—. Iremos a Cotton Tail Park y se acabó.

Todavía no habían dado las cinco, pero Jess parecía impaciente por ver al primer grupo y no dejó de mirar a un lado y a otro de la plaza. Yo, sin embargo, estaba más concentrada en lo preciosas que me habían dejado las uñas y en el perfume que desprendía mi piel y mi pelo, a los que habían tratado con mucho mimo. Me sentía atractiva pese a ir vestida con unos vaqueros rotos, una camiseta de tirantes y mis Converse falsas de seis dólares.

—Tengo que decirte una cosa y espero que no te enfades —dijo Jess de pronto. Parecía nerviosa—. He quedado con alguien aquí.

—Vale. —Eso justificaba tanta insistencia. La miré a la espera de algo más de información, pero seguía callada—. ¿Por qué tendría que enfadarme? Has quedado con alguien, de acuerdo. ¿Y? ¿Ahora tengo que insistir para que me digas quién es o me lo vas a contar?

—Es un hombre.

—Eso ya es algo. Vamos mejorando. Tienes una cita con un hombre, ¿es eso?

—No, no es eso —respondió con una sonrisilla—. Tú tienes una cita con un hombre.

—¿Quééé?

En ese preciso instante, Jess dibujó una sonrisa deslumbrante y una figura ocultó los rayos del cálido sol de junio.

—Hola —dijo la voz de Austin detrás de mí—. ¿Preparada?

¿Preparada para qué? ¿De qué cojones estaba hablando? ¿Qué hacía él allí? ¿Y por qué le había guiñado un ojo a Jess?

Miré a uno y a la otra casi sin pestañear y lo entendí a la primera.

—¿Me has traído aquí porque iba a venir él? —le pregunté a Jess con una voz chillona—. Pero ¿tú estás loca?

—¿Ves como ibas a enfadarte? —Le hizo un gesto a Austin para que esperara un segundo y tiró de mi mano para apartarnos un poco. Me miró con una mezcla de preocupación e ilusión que pudo conmigo antes de escuchar lo que tuviera que decir—. Le gustas mucho y a ti te gusta él. Ve y disfruta un poco.

—No puedes hacerme estas cosas, Jess. Yo no soy el tipo de chica que puede largarse con un tío así sin más. Soy madre, tengo una niña pequeña que me necesita y…

—Gilipolleces. Sophia estará bien. Solo tenéis que hacer una llamada a la guardería y yo iré a por ella en cuanto os marchéis. La llevaré a casa, haremos ese montón de castillos del que hablabas, empezaremos un millón de películas que no terminaremos y nos comeremos las magdalenas de chocolate.

—Lo tenías todo pensado. —Asintió—. ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?

—Te mereces un respiro, te mereces ser joven de vez en cuando y olvidar que tienes responsabilidades muy duras. Necesitas esto, Lydia, y él es el firme candidato a darte otra cosa más placentera en la que pensar. Ve, disfruta y no pienses en nada, ¿de acuerdo?

Se me cerró la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. La abracé fuerte, tan fuerte como lo harían dos hermanas. O más, incluso. Luego, para deshacer ese momento tan emotivo, repasó a Austin de arriba abajo y murmuró un: «Qué suerte tienes, zorrón» que nos hizo estallar en carcajadas.

—Llévatela antes de que le dé una colleja que la deje en el sitio y te obligue a llevarme en su lugar —le ordenó a Austin.

—¿Por qué no te vienes con nosotros? —le ofreció—. Será divertido.

—Que os larguéis, coño —soltó Jess con todo su desparpajo.

Austin

—¿Adónde vamos? —me preguntó, nerviosa.

—Es una sorpresa. —Fue a comentar lo típico, que no le gustaban las sorpresas, pero se lo leí en los ojos y me adelanté—. Te va a gustar. Te lo prometo.

Le di un toquecito en la nariz y ella… ella se humedeció los labios. Fue inevitable mirárselos y desear… cosas. Y, joder, por una vez Lydia tuvo que pensar lo mismo de los míos porque, cuando reaccioné, me observaba con unas ganas que se podían respirar.

Por suerte, su explicación acerca de lo bien que había ido el día y una conversación de lo más superficial sobre el tráfico de la ciudad contribuyeron a que los quince minutos hasta el lugar al que nos dirigíamos pasaran volando.

—Hemos llegado —anuncié al detener el coche.

Se enderezó en el asiento y me miró como si me hubiera vuelto loco.

—Me has traído a… ¿patinar? —Su expresión se debatió entre el horror y la diversión—. Hace años que no me pongo unos patines, Austin. No creo que…

—Es como montar en bicicleta, nunca se olvida. ¡Vamos!

Para ser jueves, el ambiente era de lo más animado. Una veintena de personas daban vueltas a la pista de patinaje al ritmo de la música; había gente en la cafetería y algunos grupos de jóvenes esperaban su turno en la bolera. Olía a patatas fritas y hamburguesas y a Lydia, olía a ella porque desde que entró en el coche no había podido oler otra cosa que no fuera su perfume.

Alquilamos un par de patines y nos lanzamos a la pista. Pronto quedó claro que a ella se le daba francamente bien lo de patinar y que yo no tenía ni puta idea, pero fue la excusa perfecta para cogerla de la mano. La excusa perfecta para hacerla reír, para verla sonreír sin parar, para ver sus ojos brillar, para sentir su agarre fuerte y decidido.

—¡No abras tanto las piernas o te caerás! —gritó por encima de la música—. Y dobla un poco las rodillas. Así.

Me mostró cómo hacerlo y al intentar imitarla se me fueron los pies y por poco beso el suelo una vez más.

—Pensaba que tenías algo de idea —dijo muy pegada a mí. Le pasé el brazo por los hombros y ella me rodeó la cintura para ayudarme—. No me puedo creer que me hayas traído aquí y no sepas ni mantenerte sobre los patines.

—Espero que esto deje claro que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por salir contigo.

—Esto solo demuestra que estás loco.

Se alejó riendo y la observé hacer un par de giros a gran velocidad. Por poco se cae al intentar frenar, pero mantuvo el equilibrio y me guiñó un ojo con coquetería. No perdió la sonrisa en ningún momento, estaba disfrutando como una niña, se movía al ritmo de la música, saludaba a las pequeñas patinadoras que pasaban por su lado y lo miraba todo con los ojos muy abiertos, como queriendo memorizar cada pulgada de aquel lugar. Me pregunté cuánto tiempo haría que no se divertía de esa forma, tan desinhibida, tan… ella.

—Ven, cógeme de las manos. —Había perdido la cuenta de las veces que me había caído y ya había tenido suficiente—. Vámonos de aquí, anda.

—No, ve a dar algunas vueltas más. Yo te esperaré en la cafetería.

Me acompañó hasta que pude sentarme y quitarme los patines del demonio. Encontré una mesa pegada a la mampara de cristal que separaba el bar de la pista y pedí una cerveza para mí y un refresco para ella. Pasé los siguientes diez minutos mirándola como un bobo. Se movía con tanta fluidez que nadie diría que hacía años que no patinaba. A veces, cuando intentaba hacer alguna pirueta más complicada de lo normal, se mordía la punta de la lengua y fruncía el ceño hasta que lo lograba o acababa en el suelo. Cuando lo conseguía, levantaba los brazos, triunfal, y miraba en mi dirección con una preciosa sonrisa pintada en los labios. Cuando se caía, se encogía de hombros y componía una mueca de fastidio que me hacía reír.

—Podría pasarme la tarde entera dando vueltas —dijo al dejarse caer en la silla. Le acerqué el refresco de cola y dio un buen trago con la cañita—. Gracias, estaba sedienta.

—Tienes toda la tarde, continúa.

—No no. —Rio—. He tenido suficiente por hoy. Estoy desentrenada y mañana me dolerá todo. ¿Qué tal tu trasero? ¿Duele? Te has dado un buen golpe.

—Gracias por recordarme que he sido el hazmerreír de toda la pista. Muchas gracias.

De nuevo su risa y su mirada brillante, y de nuevo esa costumbre de jugar con la cañita entre los labios. Si ella supiera lo que estaba provocando…

—¿Señor Gallagher? —preguntó una voz junto a nosotros—. ¡Oh, vaya! No pensé que fuera usted de verdad. Soy…

—Eugene Barrimore, del Wintrust Bank. —Lo reconocí. Era el director del banco que iba a concederle el préstamo a la fundación de Nick—. ¿Qué tal?

—Bien, bien —dijo, incómodo—. He venido a recoger a mis hijas. —Miró a la pista y luego a Lydia—. Disculpe mis modales, señorita. Soy Eugene Barrimore, director del Wintrust Bank.

—Lydia Martins, encantada. —Al presentarse me di cuenta de que era la primera vez que oía su apellido.

—Les dejo tranquilos. Mañana mismo le haré llegar los documentos del crédito de la fundación sin demora. Tengo a todo mi equipo trabajando en ello.

—Tranquilo, con que estén para finales de mes será suficiente.

—No, no, mañana mejor. Ustedes son clientes VIP. —Cómo detestaba que me hicieran la pelota—. Que pasen una buena tarde. Señorita Martins, un placer.

Lo seguí con la mirada hasta el acceso a la pista donde dos niñas lo esperaban impacientes. Una se le colgó al cuello, la otra se le aferró a la pierna y el pobre hombre anduvo algunos pasos a trompicones hasta conseguir dejar a una de ellas sobre el banco en el que debían quitarse los patines. Vamos, era un padre de familia de lo más aplicado y me salió una mueca de repulsión.

—Director de banco de día, devoto padre de tarde —bromeé—. Qué horror.

—¿Por qué? A mí me parece muy bonito que se ocupe de sus hijas. ¿O eres de esos que le tiene alergia al compromiso y que huye de formar una familia?

No era el mejor tema para amenizar una segunda cita, pero ya que la señorita Martins me miraba con tanta curiosidad, le respondí con sinceridad.

—Tengo una familia enorme y me encanta, estoy deseando que mi hermana me haga tío porque me gustan los niños, pero ¿formar yo una familia con esposa e hijos? De momento no, gracias.

—Ya veo —dijo, pensativa.

Hubo un silencio extraño entre nosotros, uno de esos que hacían saltar mis alarmas, pero duró muy poco y lo dejé pasar.

—¿Y de qué iba todo eso de la fundación? —preguntó—. ¿En qué está metido el señor Gallagher, cliente VIP?

—Mi cuñado tiene una pequeña fundación y necesitaba un crédito para rehabilitar el lugar donde estará la sede. Nada interesante.

—¿De qué es la fundación?

—Pues, si quieres que te sea sincero, no estoy muy seguro. —Sí, era penoso, pero es que Nick abarcaba muchas cosas y no había quien le siguiera la pista con sus proyectos—. Empezó siendo una fundación de ayuda a niños con necesidades traumatológicas: implantes, prótesis y esas cosas, pero el tío tiene una mente privilegiada y ha ido un poco más allá con los objetivos. Ahora creo que va a abrir un fondo de ayuda a niños con necesidades especiales, autismo y demás. Yo solo le llevo la parte legal mientras su abogada está de baja por maternidad.

—¡Espera un momento! —dijo, sobresaltada. Pegó la espalda al respaldo de la silla y parpadeó varias veces con la boca abierta—. ¿Tú cuñado no será Nicholas Slater?

—¿Lo conoces?

—No, bueno sí, pero solo de la tele —respondió—. Joder, no me puedo creer que seas el cuñado del doctor Slater. ¿Y por qué has dicho que es una pequeña fundación? ¡No es pequeña, es enorme!

—Y yo qué sé. No serás una de esas fans locas enamorada de él, ¿no? Te advierto que mi hermana tiene un derechazo que ya hubiera querido Tyson. —Se rio y negó con la cabeza—. Vale, me alegra saberlo. Que sepas que, si estás enamorada de mi cuñado, lo nuestro no va a funcionar y me vas a romper el corazón.

—Puedes estar tranquilo. Tienes el corazón a salvo.

—Bien. ¿Una partida de bolos?

Lydia

Aún estaba en shock por descubrir que era el cuñado del doctor Slater, pero intenté disimularlo lo mejor que pude. Me excusé para ir al baño y aproveché para llamar a Jess y ver qué tal estaba Sophia. Todo iba bien, estaban jugando con las letras y los números de madera que tanto le gustaban y había merendado sin montar un drama.

—¿Sabías que tu hija suma más rápido que yo? Es increíble.

Sí, era algo que había descubierto hacía algunos meses. Al parecer, la guardería no era tan pésima como creía.

Estuve a punto de contarle a Jess lo de Austin y Slater, pero me frené en el último momento. Corría el riesgo de que se tomara la libertad de comentarle el caso de Sophia en una de sus visitas a la cafetería y, de momento, no quería que Austin supiera de ella. No tenía ni idea de hacía dónde iba lo nuestro y no iba a meterlo de lleno en mi vida por muy bien que me sintiera a su lado.

Porque sí, me sentía muy bien con él.

—¿Estás preparada, rubia? —me preguntó con esa mirada intensa que me provocaba un calor desconcertante—. Patinando seré terrible, pero a los bolos no hay quien me gane.

—Menos mal, empezaba a pensar que no había nada que se te diera bien —bromeé. Con Austin era tan fácil.

—Se me dan bien muchas cosas —me susurró al oído. ¡Oh, Dios mío! Sentí su aliento como una caricia en el cuello y se me aceleró la respiración—. ¿Quieres comprobarlo?

—Estoy deseándolo —respondí en un murmullo casi inaudible.

Se quedó inmóvil. Su pecho contra mi espalda, sus labios a punto de rozar la piel bajo mi oreja, sus manos cerradas en dos puños para evitar tocarme. Deseé que lo hiciera, deseé que las abriera y me rodeara la cintura, que sus dedos buscaran el calor bajo la camiseta, que comprobaran cómo me ardía el cuerpo.

—Pronto —dijo—. Ahora, bolos.

«Bolos —pensé—, céntrate en los bolos».

Era mi turno de hacer el ridículo y vaya si lo hice. Tardé cinco tiradas en derribar un puto bolo y, cada vez que fallaba, tenía que escuchar las carcajadas de Austin. Él, en cambio, parecía haber nacido para lanzar la bola. Lo hacía con tanta naturalidad que al imitar su balanceo me resbalé y caí de culo.

—Ahora ya estamos en paz —dijo sin parar de reír.

Fue una tarde maravillosa que terminó con un par de hamburguesas grasientas y un montón de patatas con kétchup. Hablamos un poco más sobre su papel en la fundación del doctor Slater, nos reímos de algunos chicos tan patosos patinando como él y terminé confesándole que aquella hamburguesa se había convertido en mi comida favorita. La suya era la lasaña de su madre.

—MC dijo que no era capaz de comerme la lasaña entera, y acepté el reto. Imagínate: mientras ella hacía guardia en la puerta de la cocina, yo me senté en la encimera, agarré la cuchara de madera de mi madre y arrasé con una lasaña para seis.

—Y vomitaste —afirmé.

—Vomité, por supuesto. Cuando ya solo me quedaban un par de cucharadas, MC me hizo reír y me atraganté. Lo demás ya te lo puedes imaginar: mi madre montó en cólera, mi padre nos castigó y estuve con diarrea durante días.

Hice una mueca de asco sin dejar de sonreír. Quería a su familia, se le iluminaba la cara cuando hablaba de ellos, y sentí envidia. Yo jamás tuve ese tipo de relación con mis padres. Ellos estaban demasiado ocupados con los sermones de la iglesia e intentando parecer alguien en un lugar donde nadie llegaba nunca a nada.

Nos acabamos la cena en medio de una agradable conversación en la que confesé que era de Nueva York, que me había criado en Queens y que mis padres fallecieron en un accidente de coche al volver de la iglesia un domingo cualquiera.

—¿Y qué te trajo a Chicago?

—No lo sé —mentí—. Supongo que Nueva York me superó, pero me seguían gustando las grandes ciudades, así que…

—Llegaste aquí, encontraste trabajo en la cafetería y, ¿ahora qué? ¿Tienes pensado quedarte o también te cansarás de Chicago?

—Tampoco lo sé —respondí con sinceridad y un deje de tristeza.

—Bueno, haré todo lo que esté en mi mano para que te quedes. Cuando te enamores del viento estarás rendida a la ciudad y habré conseguido mi objetivo.

—Cuando me enamore del viento, ¿eh? Lo dudo. —Reí—. Odio este viento infernal.

Abrió mucho los ojos y fingió estar horrorizado por lo que acababa de oír.

—Decir eso es como meterse con Hillary Clinton o Michelle Obama.[1] Pero tranquila, terminarás necesitando los días de viento, ya lo verás. —Me guiñó un ojo y se puso en pie—. ¿Nos vamos?

Su tono contundente, la seguridad de sus palabras y el mensaje que ocultaban desató un sinfín de pensamientos que me sumieron en un silencio pesado. Me gustaba, me hacía reír, no era tan tonta como para pensar que Austin era un santo, todo lo contrario, pero era un buen chico y no se merecía que le escondiera algo como lo de Sophia. ¿Qué era lo peor que podía pasar si se lo contaba? ¿Que desapareciera de mi vida?

—¿Estás bien? Te veo muy callada.

Cuando estuvimos dentro del coche, lo observé y vi auténtica preocupación en sus ojos. El pelo le cubría la frente y parte de un ojo, y no me resistí más. Llevaba queriendo apartárselo desde que lo conocí. Levanté la mano despacio y mis dedos le peinaron aquellos mechones rebeldes con sumo cuidado. «Por si es la última oportunidad que tienes para hacerlo», me dije.

—Lydia…

—Tengo que decirte algo —solté con los ojos cerrados y la mano aún sobre su pelo. La dejé caer hasta la mejilla y su rastro de barba me cosquilleó en la palma.

—Si no es que estás completamente enamorada de mí y que quieres que te bese de una vez, prefiero que no lo digas. —Podía parecer una broma, pero su tono era tan serio que abrí los ojos de golpe—. Cualquier cosa que te haga dudar y sufrir como lo que tienes que decir puede esperar a otro día. ¿Estamos de acuerdo?

Asentí lentamente y él me recompensó con un beso en la palma de la mano sin apartar sus ojos de los míos. Se me erizó la piel y noté la respiración pesada. Tuve miedo de pedirle que me besara y de empezar a sentir cosas más fuertes por él. El deseo y la atracción física estaban bien, pero había una línea muy fina que no debía traspasar y era importante que lo tuviera siempre presente.

—Hoy no pienso dejarte en una parada de autobús, ni voy a llamar a un taxi, así que… ¿adónde la llevo, señorita?

—No es necesario que lo hagas. Puedo…

—¿Te parece al 5486 de South Woodlawn Avenue?

—¿Eso qué es? —me extrañé.

—Mi casa, ¿qué va a ser? Si no quieres que te lleve a la tuya…

—¡Esta bien! —accedí—. Pero te advierto que no vivo precisamente en el mejor barrio de la ciudad.

—¿Crees que eso va a echarme atrás? —preguntó. Casi podría decir que se había ofendido—. ¿Me dices la dirección o te llevo a mi casa?

—2500 al norte de la 75, en Elmwood Park.

Recorrimos los diez minutos hasta mi casa en completo silencio. No fue incómodo, pero tampoco agradable. Se habían quedado suspendidas en el aire las cosas que quería decirle y la mezcla entre el deber y el deseo se me estaba atragantando. No podía seguir ocultándole a mi hija. No era justo para él ni para mí. Ni para lo mejor que tenía en mi vida.

—Ya estamos —anunció al tiempo que le daba un buen repaso al edificio.

—Gracias por traerme.

—Te acompaño al portal.

—No, no es necesario, de verdad. Ya has sido muy amable trayéndome hasta aquí.

—Eso quiere decir que no me vas a invitar a subir, ¿no? —Negué despacio—. ¿Ni siquiera un café?

—Austin…

Desde la calle oí un llanto estridente que reconocí de inmediato. Así lloraba Sophia cuando tenía un berrinche o cuando perdía el chupete, que para el caso era lo mismo.

—Tengo que irme.

—¡Espera! —Me cogió del brazo antes de que abriera la puerta, y sentí la calidez de sus dedos en lo más profundo de mi cuerpo—. Dime que vas a volver a salir conmigo. ¿Qué tal el sábado?

—Esta conversación ya la hemos tenido. El sábado trabajo, Austin.

—Lo sé, pero puedo recogerte en la cafetería cuando salgas. Me gustaría llevarte a un sitio especial.

—No sé si es buena idea. —Los gritos de Sophia aumentaron y miré por la ventanilla, desesperada. Austin también lo hizo y maldijo en voz baja—. Tengo que irme.

—Joder, vaya amígdalas tiene esa niña. Pobres padres, menudo infierno —masculló—. Bueno, ¿qué me dices? ¿Nos vemos el sábado?

—Deja que lo piense, ¿de acuerdo?

—Está bien. Pero no pienses demasiado.

[1]. Ambas nacidas en Chicago. (N. de la A.)

Cuando te enamores del viento

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