Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 5
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ОглавлениеLydia
Junio de 2018
No tuve que esperar al lunes.
El sábado por la noche terminé el turno más tarde de lo habitual. Me despedí de las chicas con prisa y salí de la cafetería dispuesta a echar a correr hasta la parada del autobús. Sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando me topé con Austin, que caminaba igual de despistado que yo.
Llevaba uno de sus trajes perfectos, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado los primeros botones de la camisa. Estaba despeinado, parecía más joven y, aunque me negara a reconocerlo en voz alta, también más seductor.
—Eh, ¿qué haces por aquí? —le pregunté sin poder reprimir la sonrisa. Una bien grande, igual que la suya.
—Qué casualidad. Hace un momento me estaba preguntando qué estaría haciendo mi camarera favorita un sábado por la noche, y mira por donde…
—¿No estará acosándome, señor abogado? —tonteé un poco.
—No, no es mi estilo, la verdad. —Se pasó la mano por la nuca con cierta timidez. El aire desaliñado le sentaba muy bien. Era encantador—. El despacho en el que trabajo está muy cerca y para ir al aparcamiento tengo que pasar por aquí. Me voy a casa, estoy molido.
—Sí, yo también me iba ya. —Miré el reloj para disimular lo nerviosa que me ponían esos ojos brillantes que no dejaban de mirarme y solté una maldición al ver la hora—. ¡Voy a perder el autobús! Hasta otro día.
Eché a andar sin mirar atrás, sin hacer caso a los latidos de mi corazón que se habían acelerado de manera involuntaria. Y cuando escuché sus pasos tras de mí a punto estuve de salir corriendo como una tonta. ¿Por qué tenía que alterarme tanto su presencia?
—Puedo llevarte. Tengo el coche aquí mismo.
Señaló la puerta de un aparcamiento subterráneo, tenía las llaves del coche en la mano y parecía cansado.
—No es necesario. La parada está aquí al lado y… ¡Oh, no, mierda! ¡Mierda!
El autobús 156 que tenía que llevarme hasta Harlem con Lake acababa de detenerse en la parada. Corrí como si me fuera la vida en ello, pero antes de llegar a la esquina de la calle Clark emprendió la marcha y me quedé sin transporte. Era el último de la noche, y yo tenía que llegar a casa antes de que la señora Perkins, mi vecina del primero, se quedara dormida. Era quien cuidaba de Sophia y me había dejado muy claro que no volvería a hacerlo si llegaba más tarde de las diez.
—¡Ahora tendré que coger dos trenes, joder! —grité. Odiaba viajar en metro.
Austin abrió los ojos, sorprendido.
—Puedo llevarte yo. Podemos ir a tomar…
—¡No, no podemos! Y no quiero que me lleves. —Rebusqué el móvil en el bolso para llamar a mi vecina y avisarla de que llegaría tarde, pero me temblaban tanto las manos que solo conseguí que cayeran al suelo algunas de mis pertenencias. Cuando Austin hizo amago de ir a recogerlas, lo detuve con brusquedad—. ¡No! Puedo yo sola, gracias.
—Está bien, pero deja al menos que te acompañe a la estación del tren y espere contigo. Es tarde y…
—Sí, ya sé, es tarde, soy una mujer, hay mucho capullo suelto por las noches y bla, bla, bla… Tranquilo, sé defenderme.
—¿Con qué? ¿Con esto? —Se agachó, recogió el espray de pimienta que se me había caído y ojeó el bote con interés—. Está caducado. Deberías comprarte otro.
—Lo tendré en cuenta —murmuré mientras esperaba una respuesta de la señora Perkins. Que no cogiera el teléfono no era buena señal, y empezaba a sentirme muy desesperada—. Vamos, contesta, vamos, vamos…
—En serio, puedo acercarte si tienes prisa. Aunque te parezca una gilipollez, me quedaría más tranquilo y te prometo que no significará nada, ¿de acuerdo? No volveré a ir a la cafetería si es lo que quieres, pero deja que te lleve. Así al menos no me sentiré culpable por haberte entretenido.
Tenía ganas de llorar por haber perdido el bus, por haberle gritado a Austin que se mostraba tan amable, por no conseguir hablar con mi vecina y por pensar que llamaría a los servicios sociales si me retrasaba un solo minuto. Las advertencias de la señora Perkins eran así de radicales, pero no tenía a nadie más con quien dejar a Sophia los sábados.
Cuando por fin contestó al teléfono con su voz ronca, me sentí tan aliviada que se me escapó un sollozo.
—Llegaré un poco tarde, solo un poco, ¿de acuerdo? —Apreté los ojos cuando comenzó a sermonearme sobre la responsabilidad de una madre, pero aceptó mantenerse despierta—. No se volverá a repetir, lo prometo.
Cuando colgué, la cara de Austin ya no era de comprensión, sino de duda. No sé a qué conclusión llegó después de las escuetas palabras que había escuchado, pero funcionó, dejó de insistir. Levanté la mano en silencio para despedirme. Él hizo lo mismo y, por primera vez, eché en falta una broma, una palabra, no sé, incluso esa media sonrisa a la que era fácil acostumbrarse.
Austin
Aquella noche decidí retirarme de la conquista. Había muchas más mujeres en el mundo como para tener que ir detrás de una a la que ni siquiera le interesaba mi compañía. Además, no me gustaban las mujeres casadas. Esa breve llamada telefónica me había dicho todo lo que necesitaba saber: había alguien en su vida.
Cuando me levanté al día siguiente ya no me acordaba de ella, o de eso intenté convencerme mientras iba de camino al parque Montgomery, donde mi cuñado me esperaba para un partido de béisbol benéfico que organizaba su fundación.
Ayudar a Nick era una de esas cosas que siempre quería hacer, pero que nunca hacía por falta de tiempo o porque siempre había otra cosa más importante que los proyectos del doctor Slater.
—Llegas tarde, Gallagher —destacó Nick—. Ya te pareces a tu hermana en algo más.
—¿Dónde está? Creí que la encontraría aquí, agitando los pompones para animarte.
—Te bateará los huevos cuando le diga que has dicho eso. —Rio—. Anoche se dejó el teléfono en la taquilla del parque y, conociéndola, se habrá liado con algo.
Mi hermana MC era bombera en la compañía 52 de Chicago. Éramos mellizos y, al contrario de lo que ocurría con mis otros dos hermanos, éramos inseparables. Thomas, el pequeño de la familia, siempre había sido nuestro juguete, incluso ahora que andaba perdido por algún lugar de la selva amazónica, continuaba siendo nuestra principal fuente de bromas. Tyler, el mayor, era el más distante, el más hermético. Mi madre decía que era la secuela de haber tenido que ejercer como hermano mayor y soportarnos a los demás, pero MC y yo creíamos que era todo fachada, que solo necesitaba a alguien que resquebrajara esa armadura.
—¿Para qué recogemos fondos hoy? —pregunté mientras le daba la vuelta a mi gorra de los Sox y miraba al campo de béisbol.
—He creado un programa para niños con altas capacidades —respondió, como si el tema no fuera importante. Pero lo era, cualquier cosa que hiciera el doctor Nicholas Slater era importante y tenía una repercusión brutal—. Quiero rehabilitar el edificio de los antiguos laboratorios que hay junto al Northwestern para crear un centro especializado que dependa de la fundación.
—¿No tenías bastante con arreglar huesos, poner prótesis y atender a los que no tienen seguro médico?
—Mi mente no descansa, ¿recuerdas? —Se dio varios golpecitos en la frente y se encogió de hombros. Tenía un cerebro privilegiado y unas ideas brillantes—. Voy a atender a la prensa, ahora nos vemos.
La NBC Sports de Chicago estaba cubriendo el evento. No era un domingo cualquiera en el parque, era un día cojonudo. Algunos de los mejores jugadores de los Sox y de los Cubs se mezclaban con los niños y adolescentes y se jugaba una liguilla de lo más divertida. Vi al mexicano Miguel González, lanzador de los Sox, palmearle la espalda a Nick mientras Welington Castillo, el receptor estrella, le hacía una reverencia de lo más teatral. Mi cuñado era el puto amo y tuve que recordarme lo que MC me dijo la primera vez que estuve en un evento así: «Eres un adulto, un adulto responsable de más de treinta años que no pide autógrafos y que no persigue a los jugadores para hacerse fotos con ellos. Compórtate».
Comportarme, bien. Tenía que recordarlo.
De repente, alguien me golpeó en el brazo y ahí estaba ella, mi hermana, tan sonriente como siempre.
—Has llegado pronto, chaval. ¿Has visto a Nick?
La besé en la mejilla que me ofreció y ella entornó los ojos satisfecha.
—Está con la prensa.
—¿Y Tyler? ¿Ha venido?
—Está de turno y, además, esta tarde tenía cosas que hacer —respondí mientras continuaba con la vista fija en los jugadores de mi equipo favorito.
—¿Qué cosas? —Me encogí de hombros. Ni que yo fuera el asistente de mi hermano—. ¿Has hablado con mamá? ¿Cómo habéis quedado?
—¿Con mamá? ¿Qué le pasa? ¿Y con quién tengo que quedar? Te juro que cuando me haces tantas preguntas me dan ganas de desconectarte las baterías.
—Mamá tiene club de lectura y dijo que se quedaría a dormir en tu casa.
—¡Ah, no! No, no, ni hablar —exclamé. Levanté las manos como si así pudiera evitar el marrón y me aparté de MC—. A mí nadie me ha dicho nada y no pienso hacerme responsable. Cuando se junta con esas… señoras luego no deja de hablarme de sexo, joder. Una madre no debería hablar de sexo con su hijo. Que se quede en tu casa.
—¡Que te den! Ya se quedó el mes pasado porque tú tenías una cita. Te toca a ti.
—¿Y si tengo una cita hoy también?
—Mentira —atacó—. ¿Con quién?
No entendí por qué se extrañó; yo siempre tenía citas.
—Con una camarera que hace unas tortitas de muerte.
—¿Por eso estás más gordo? ¿Te está cebando para comerte luego?
—¡No estoy más gordo! —Jodida MC.
Me miré la camiseta de los Sox y me pasé las manos por el abdomen. No estaba más gordo, que los vaqueros me apretaran un poco en la cintura no era porque hubiera cogido peso, sino porque habían encogido.
—Si tuvieras una cita no estarías aquí, que nos conocemos, chaval.
—MC, mamá no se va a quedar en mi casa. Y punto —determiné con contundencia. Pero ella ya había decidido que sí y levantó una ceja, insolente. Era el momento de negociar—. ¿Qué quieres a cambio de hacerte cargo tú?
—¿Te das cuenta de que estás trapicheando para deshacerte de tu madre?
—¡Sí, joder, sí! Soy el peor hijo del mundo —exclamé—. Pero tú no eres mejor que yo, así que dime qué quieres por hacerme este «pequeño favor».
—Me lo pensaré, pero te saldrá caro, te lo aseguro. Ahora vamos a jugar al béisbol.