Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 14
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ОглавлениеAustin
—¿Crees que puedes llamar a mi marido a las tres de la mañana para pedirle un favor sin que me entere? —preguntó mi hermana nada más descolgar el teléfono.
Eran las siete y media, estaba en lo mejor de un sueño que tenía como protagonista a cierta rubia y, por un segundo, no tuve la menor idea de a qué se refería MC. Hasta que recordé lo que había ocurrido la noche anterior y me tapé los ojos con una mano.
—Es domingo, deberías estar durmiendo.
—Tengo acidez, y no cambies de tema. ¿Para qué llamaste a Nick? —insistió.
—¿Has oído hablar del secreto médico-paciente? Pues eso.
—¿Y tú has oído hablar del síndrome premenstrual? Pues no me toques los ovarios y cuéntamelo. —Escuché el sonido de una cucharilla dando vueltas en un vaso y me la imaginé desayunando una de esas megatazas de leche con cacao y galletas como cuando éramos pequeños—. ¿Austin? Va todo bien, ¿verdad?
—Perfectamente.
—Esto no tendrá que ver con esa chica, ¿no?
—¿Qué chica?
¡Joder! O ella era muy aguda o mi cuñado había cumplido su amenaza y le había ido a MC con el rollo ese de «la elegida».
—No lo sé, dímelo tú. Está claro que hay una chica de por medio. Lo que aún me pregunto es para qué necesitas a Nick o para qué necesita ella un médico… —Se quedó callada un segundo. Eso no era bueno. Nada bueno—. ¡Austin Gallagher! No la habrás dejado preñada, ¿verdad?
—¡Coño, MC! ¡No! —Me senté de golpe en la cama y sacudí la cabeza. Era única para espabilar a cualquiera—. No hay chica ni embarazo ni nada por el estilo.
—Mientes tan mal… Nick me dijo anoche que te gustaba una chica, que te gustaba mucho mucho mucho y que por eso no viniste a cenar. —Estoy seguro de que mi cuñado le contó todo eso bajo promesa de no decírmelo a mí, pero hasta el último miembro de mi familia sabía que entre ella y yo no había secretos—. Ya estás contándomelo todo.
—No fui a cenar porque tenía una cita, sí, y porque cocinas fatal. Además, no quería molestar. Deberíais poneros en serio con eso de quedarte embarazada, ¿no crees? Piensa que ya tienes una edad…
—Eres gilipollas. Y tú nunca molestas.
—En serio, MC, mamá tiene razón —la piqué—, si esperas mucho más para ser madre…
—En serio, Austin, eres gilipollas.
Colgó y yo me dejé caer de nuevo en la cama con una fuerte risotada. Tendría que llamarla más tarde para calmar los ánimos; el tema de la maternidad era como un insulto para ella.
Las ocho de la mañana. En un par de horas tenía que ir a por Lydia y a por Sophia y, la verdad, estaba un poco acojonado. Me había lanzado a la piscina con lo del escáner de la niña, pero, por suerte, a Nick le conmovió la historia tanto como a mí. Pese a haberlo sacado de la cama de madrugada, con una sola llamada consiguió que un colega suyo de neuropediátrica la recibiera a mediodía.
¿Y después qué?
Me metí en la ducha con esa pregunta atascada en la garganta. ¿Qué esperaba? Ya no podía verla de la misma manera, ya no podía hablarle igual. Aunque me hubieran jodido sus palabras, Lydia tenía razón: quería meterme en sus bragas y el hecho de que tuviera una hija lo cambiaba todo.
Y, sin embargo, me moría de ganas de volver a besarla, de tocarla, de olerla y de sentir su propio deseo en mi piel. Me moría de ganas de estar dentro de ella, de desnudarla, de hacerla enloquecer de mil formas diferentes. Quería escucharla gritar mi nombre y susurrarle el suyo al oído mientras me vaciaba en su interior. Joder, la deseaba tanto que me masturbé mientras pensaba en todas esas cosas y me corrí con un bramido bajo el chorro de la ducha.
Y después, cansado y confundido, más que en toda mi vida, me senté en la cama y recordé los ojos de esa niña con cara de ángel. Era una muñeca dulce e indefensa que se había aferrado a mi dedo mientras dormía y, sin saberlo, se había ganado un lugar en mi corazón. Me daba más miedo verla a ella que a su madre, porque a Lydia ya la conocía, ya sabía cómo tratarla, pero a Sophia no, y algo me decía que no sería sencillo.
Llegué pronto a recogerlas y aproveché que un vecino salía con su perro para colarme en el edificio. Desde luego, no era el mejor lugar para criar sola a una niña, pero si tenía problemas económicos, no me extrañaba que viviera en un sitio así.
Desde el piso de abajo se escuchaban los gritos de la pequeña. No parecía que estuvieran en su mejor momento. Lydia abrió de un tirón y puso los ojos en blanco ante un nuevo brote de llanto estridente.
—¿Ya son las diez? ¡No estoy vestida aún! —La repasé de arriba abajo y sonreí de medio lado. Desde luego que no estaba vestida. Solo llevaba una camiseta, unos diminutos pantalones y un moño alto que se le deslizaba a un lado—. Entra.
—¿Le abres así a cualquiera?
—Tú no eres cualquiera. Y no, no suelo abrirle a nadie, pero te he visto por la ventana. —Nos miramos un segundo y se ruborizó—. Voy a terminar de vestir a Sophia.
—Espera…
La rodeé por la cintura y la besé en los labios. Solo pretendía que fuera un beso ligero de buenos días, pero… uff, me fue imposible no recrearme un poco más en su boca con sabor a dentífrico.
—¡¡Mamiiiiiiii!! —gritó Sophia a pleno pulmón.
Se apartó de mí desorientada y avergonzada, pero volvió a besarme rápido antes de desaparecer.
Me entretuve curioseando entre sus pertenencias. Descubrí un montón de cartas con membrete de un administrador de fincas, facturas de la luz, sobres de la Universidad de Illinois, apuntes apilados sobre la mesa, un viejo ordenador portátil y muchas fotocopias de libros subrayadas con marcadores de colores. También cuadernos de dibujos, cuentos y juguetes por doquier. Y fotos, fotos de ella, de las chicas de la cafetería, de Sophia, sobre todo de Sophia. Pero ni rastro de figura masculina alguna.
No quise insistir sobre el tema durante nuestra discusión en la puerta del hospital. Tampoco lo hice después, cuando fuimos a su casa. Quería que ella me contara la historia. Esperaría, porque antes o después la pregunta volvería a surgir y ya no estaría tan agobiada.
—¡No, Sophia! —voceó Lydia—. No te toques, no… ¡Ven aquí!
Unos pasitos apresurados sonaron por el pasillo y el angelito rubio de ojos azules enormes entró en el salón y se quedó inmóvil en cuanto me vio. Lydia apareció detrás abrochándose unos pantalones y con media melena tapándole la cara.
—Pupa —dijo, y se señaló el apósito de la ceja con un gesto de dolor—. No uzta ezto. ¡Pupa!
—No deja de tocárselo. Al final se lo va a arrancar.
—Ve a terminar de arreglarte, yo me encargo de ella.
—¿Seguro? —Levanté una ceja y me sonrió—. Avísame si me necesitas.
Sophia parloteaba sin cesar y se movía de un lado a otro como si le hubieran dado cuerda. Debía de gustarle mucho el vestido que llevaba, porque no dejaba de dar vueltas para que se moviera la tela, lo que hacía que el pelo de las coletas le diera en los ojos. Al final, sucedió lo que era de esperar: la coleta le golpeó en la herida.
Me puse en cuclillas y le rocé la nariz. Hizo pucheros, se le llenaron los ojazos de lágrimas y frunció el ceño, enfadada.
—¡Eh! A mí no me mires así. Te has hecho daño tu sola.
Parpadeó y dedicó unos cuantos segundos a descubrirme, pero perdió todo el interés cuando vio el montón de piezas de madera que había a mi lado.
—Ezto ez mí. Pono zi —dijo, al tiempo que montaba una torre de maderitas tan rectas como las podía haber puesto yo—. Mi uzta ezto y amién úeroz: uno, doooz, treeez, cuato, inco… Mía, men. —Movió la manita para que la siguiera al otro lado del sofá. Junto a la lámpara de pie había otro cesto de juguetes—. ¿Omo ámaz?
—¿Que cómo me llamo? Pues es verdad, no nos hemos presentado. Me llamo Austin —pronuncié despacio. También le aparté la mano del apósito y no le gustó—. No te toques la pupa, anda.
—Utin, pupa. —Se levantó de nuevo y llegó a la mesa, a la esquina donde se había golpeado. No paraba quieta ni un segundo—. Quí, pupa. Ophia, quí, pupa.
—Sí, te diste una buena leche, enana. Menudo susto le diste a tu mamá.
—Uhhh, uto. —Se tapó la cara con las manos y me miró entre los dedos regordetes. Luego dio un gritito y salió corriendo por el pasillo—. Utin, men.
Me soplé el pelo de la frente y la seguí. Al pasar por delante de lo que debía ser el cuarto de baño, vi a Lydia con el secador a toda mecha. La puerta estaba entreabierta y me paré al ver su reflejo en el espejo. Llevaba un sujetador negro precioso, los huesos de la clavícula dibujaban una forma perfecta y su cuello se estaba convirtiendo en uno de mis lugares favoritos. Rocé la puerta con los dedos para abrirla un poco más, pero Sophia apareció de nuevo cargada con una rana de peluche con lunares y puso fin a mi diversión.
Me cogió del dedo y tiró de mí de regreso al sofá.
—Mi uzta Froggy. ¿Uzta, Utin? —preguntó sin parar de rascarse cerca del apósito.
—Sí, a Utin le gusta, pero no te toques la ceja —la regañé—. Mira esto, enana. —Me aparté un poco el flequillo y le mostré mi ceja partida—. Yo también tuve una pupa ahí. Si te la tocas se te quedará una cicatriz grande y fea. ¿La ves?
—Zi. ¿Tú óraz? —quiso saber.
No era difícil entenderla porque gesticulaba todo el tiempo, pero había palabras que… ¡Uff! Ese óraz que me había despistado un poco, quedó claro cuando se frotó los ojos como si fuera a llorar.
—Sí, claro que lloré. Me hice mucho daño, como tú.
Ladeó la cabecita y me miró fijamente. Luego puso sus dos manitas en mis mejillas y me besó en todo el ojo.
—No óraz, Utin.
Y me abrazó. Su cuerpecito impactó contra mi pecho de golpe y no supe qué hacer. Su pelo olía a Lydia, a la misma fragancia fresca con la que ella llenaba mis sentidos, pero mezclada con inocencia.
Cerré los ojos y me dejé llevar. La rodeé con los brazos y rocé mi mejilla con la suya. Era blandita y suave, y, joder, daba unos abrazos cojonudos. Adictivos.
Peligrosos.
Lydia
No podía dejar de mirarlo. Desde que lo había encontrado en el salón abrazando a mi hija, no había podido quitar los ojos de él. Ni en el coche de camino al Northwestern ni mientras esperábamos a que nos llamaran en la sala de espera de la consulta de aquel médico amigo del doctor Slater.
—Gracias por todo esto —murmuré—. No tenías por qué hacerlo.
—Deja de darme las gracias —murmuró él también—. Pienso cobrarme el favor con sexo. Mucho sexo.
Abrí los ojos espantada y excitada a partes iguales. Volví a mirar a mi hija para asegurarme de que no había oído nada y adopté la pose más seria que pude. Pero, al parecer, Austin estaba de broma, y yo aún no lo conocía suficiente.
—Tranquila. Nada de meterme en bragas que no me llaman. Me quedó claro.
Cogió un periódico y lo desplegó con demasiado ímpetu.
—En cuanto a eso… —A ver cómo se lo explicaba yo—. Debes entender que…
—Y lo entiendo, no te preocupes.
—No, no lo entiendes. Lo dije sin pensar, Austin. Estaba cabreada y tú estabas ahí montándome un pollo… Y yo…
—Te pusiste a la defensiva, lo sé.
—Sí, bueno, no, tampoco es eso. Yo creí que tú solo…
—Que yo solo…
—Joder, Austin, no me lo pongas más difícil —solté, cabreada.
Dejó el periódico muy despacio y tomó aire. Cuando se ponía así de serio me temblaban las piernas, y no de miedo, precisamente.
—Te lo voy a poner muy fácil: tú mandas. ¿Quieres que salgamos? Pídemelo. ¿Quieres que te bese? Pídemelo. ¿Quieres que te dé placer? Pídemelo. —Bajó la voz hasta convertirla en un ronroneo—. ¿Quieres que te folle? Pídemelo. Es fácil.
—Eso no es justo.
—Ya lo creo que no, pero estoy dispuesto a cumplir con mi palabra. Te dije que tengo mucha paciencia y una mano muy hábil para hacerme…
—¿Sophia Martins? —dijo una enfermera—. Acompáñenme, por favor.
Me puse de pie de un salto con la mirada lasciva de Austin acelerándome las pulsaciones. Cogí a Sophia de la mano y di un par de pasos hacia la puerta que correspondía. Pero él no se movió.
—¿No vienes?
—No. Yo os espero aquí.
¿Por qué no había querido acompañarnos? Que nos atendieran como si fuéramos de la realeza había sido gracias a él. ¿Y por qué cuando salí de la consulta tuve la impresión de que algo había cambiado entre nosotros?
Nos llevó a almorzar a un sitio familiar que había buscado por internet, con zona de juegos y un montón de actividades. Sophia lo pasó tan bien que, a la hora de sacarla de allí, tuvo su habitual rabieta. Y luego, en el coche, de camino a casa, no dejó de moverse y de parlotear, tratando de llamar la atención de Austin en todo momento.
Yo me pasé el día debatiéndome entre la felicidad de saber que el golpe de Sophia no iba a tener más consecuencias que la brecha en la ceja y el desconcierto por la decisión de Austin y su mutismo. Aunque fue igual de amable y se comportó como el galán que era, no encontré en él a ese caradura descarado que conseguía sonrojarme con una sola mirada. Estaba como ausente, extraño y silencioso.
Cuando llegamos a casa, el nivel de histeria de Sophia rozaba lo inaguantable. Demasiadas emociones, demasiadas novedades y demasiado azúcar en el postre. Necesitaba una siesta y yo… yo lo necesitaba a él.
—¿Quieres subir? Sophia se dormirá en cuanto la acueste.
—¿Quieres que suba? Pídemelo.
—¿Otra vez con eso? —No apartó los ojos de mí. Me estaba desafiando—. ¡Está bien! Sí, quiero que subas.
Sophia volvió a montar un último numerito ya en casa cuando quise separarla de Austin para acostarla. Quería bailar, y yo le había enseñado lo divertido que era hacerlo subida a los empeines de un adulto. Él se lo consintió y lo tuvo diez minutos dando vueltas por el piso al ritmo de Froggy, Froggy, su canción favorita. Menos mal que mi predicción no falló y cayó redonda nada más hacerse un ovillo con su pequeña ranita.
Austin
—Menuda energía —dije cuando Lydia volvió de acostar a Sophia.
—Sí, es una niña muy activa. ¿Quieres un café? Te ofrecería algo más fuerte, pero no tengo nada.
—Café estará bien. —Me aclaré la garganta y formulé la pregunta que no había podido quitarme de la cabeza en todo el día—: ¿Dónde está el padre?
La incomodé, pero necesitaba despejar esa duda.
—Murió cuando Sophia no había cumplido los tres meses.
—Vaya, lo siento.
—No, no lo sientas. Aunque estuviera vivo, no conocería a la niña. —Me pasó la taza de café con manos temblorosas y se sentó a mi lado en el sofá—. Me dejó cuando le dije que estaba embarazada.
—Un buen tipo, por lo que veo —ironicé.
—Sí, un hijo de puta muy peculiar.
—¿Viniste a Chicago estando embarazada? —Asintió y bebió de su café para evitar mirarme. Había algo que no me estaba contando—. ¿Por qué?
—¿Y por qué no? ¿Qué es lo que quieres saber en realidad?
Se puso a la defensiva y me gustó. Me subió el ánimo. Mientras estaban en la consulta llegué a pensar en largarme y olvidarme de ella. De ellas. Aquel no era mi sitio. Había puesto en manos de Lydia todo el poder de nuestra inexistente relación y le había dicho que era un tipo paciente. Pero no lo era, y si ella decidía llevarme al extremo, me vería obligado a cortar por lo sano antes de hacerle daño. Me estaba implicando demasiado, pero no podía parar.
—Quiero saberlo todo de ti.
Se fue de casa con tan solo dieciocho años. Su padre era predicador y su madre una devota feligresa entregada a Dios y a su marido. No eligió bien al tipo con el que se largó y, aunque ella insistió en que fue su decisión y que al principio no estuvo tan mal, yo intuía que era solo una forma de disfrazar la verdad.
—Vivíamos en un parking de caravanas, era divertido. Había algunas chicas en la misma situación que yo y lo pasábamos bien fingiendo que éramos amas de casa y que esperábamos a nuestros maridos con la comida hecha. Solo que apenas teníamos para comer. Steven hacía trabajos de fontanería y mantenimiento de piscinas, pero nos fundíamos el dinero en un chasquido de dedos.
—¿Drogas?
—Alcohol, sobre todo. Pero sí, a él sí le gustaba tontear con cosas más fuertes. Yo nunca fui más allá de fumar hierba.
—Chica lista.
—No fui lista, Austin —dijo avergonzada—. Fui una idiota, me quedé embarazada y él dijo que no quería otra carga más. Preñada, en la calle y sin blanca. Así que volví al redil de los Martins, pero mi padre me cerró la puerta.
Hice una mueca, pero no dije nada. No me imaginaba a mis padres echando a la calle a mi hermana en esa situación. En el caso de mi madre, con lo desesperada que estaba por ser abuela, la hubiera recibido con los brazos abiertos.
«Margot se volverá loca cuando conozca a Sophia», pensé en un momento de enajenación transitoria. Luego sacudí la cabeza y aparté esos absurdos pensamientos.
—Por suerte para mí, a mi madre le quedaba un poco más de humanidad que a mi padre, y me dio las señas de una vieja amiga que estaría encantada de acogerme. Viuda, sin hijos y con una cafetería en el centro de Chicago.
—Melinda.
—Melinda, sí. A ella se lo debo todo. Le debo un techo, un empleo y una vida digna para criar a mi hija.
—¿Y tus padres nunca intentaron volver a contactar contigo? —Negó con tristeza—. ¿Ni siquiera tu madre? Al fin y al cabo, ella te ayudó. Ahora mismo podrías estar viviendo bajo un puente de no haber sido por ella.
—Ni llamó ni escribió ni volví a saber nada hasta que murieron en un accidente. Fui al entierro embarazada de seis meses, pero allí ya no quedaba para mí. La casa, los bienes, el dinero… todo fue a parar a manos de la iglesia. Así lo estipuló mi padre en su testamento.
—Y luego nació Sophia. —Sonreí.
Lo más bonito de aquella triste historia era ese diablillo de ojos enormes.
—Sí, luego llegó mi princesa con todos esos llantos desgarradores y ese nervio que no puede controlar. Es una niña muy lista y curiosa, pero tiene algunos problemas de atención y, bueno, ya has visto las rabietas que pilla. Es increíble, pero agotadora.
—Y es preciosa. Como tú.
Le acaricié la mejilla y me salté mis propias restricciones. Sin embargo, dado que Lydia cerró los ojos a mi contacto y suspiró de placer, lo di por válido, como si hubiera sido ella la que me lo hubiera pedido.
—Austin… —musitó mientras mi pulgar le rozaba los labios—, la niña…
—Lo sé. Tranquila.