Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 7
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ОглавлениеLydia
Nuestro primer cliente ese viernes fue Austin.
Había vuelto.
—¿Café y tortitas? —preguntó Melinda con una amplia sonrisa.
—Solo café —respondió—. Si sigo comiendo así no podré abrocharme los pantalones.
«Bobadas», pensé, estaba estupendo. Cuando me fijé en su cintura se me fue la vista a la entrepierna y supongo que mi cara debió de resultarle de lo más expresiva, porque su carcajada se oyó hasta en la acera de enfrente.
Hui a la cocina, abochornada, pero su voz llegó hasta mi escondite.
—¿Puedes quedarte un rato conmigo? Es raro ser el único cliente —me pidió a gritos—. Por favor.
—No puedo, estoy trabajando —respondí de regreso a la barra con un montón de platos limpios.
—Soy la única persona en la cafetería. Vamos, siéntate.
No debía, no quería que hubiera ningún tipo de confianza entre nosotros. O sí, sí quería. No me hubiera importado apartarle el pelo de la frente, pero era demasiado. Todo él era demasiado.
—Solo un minuto —susurré.
Se quedó callado contemplándome sin ningún pudor. Le daba vueltas al café como si le hubiera puesto una tonelada de azúcar, pero los dos azucarillos continuaban en el plato, como siempre. Después de lo que me pareció una incómoda eternidad, cuando ya estaba decidida a levantarme, dio un sorbo y cerró los ojos para saborearlo con un gemido de placer. El gemido más sensual de cuantos hubiera escuchado en mi vida.
—¿Habéis cambiado de marca? Hoy el café está buenísimo.
—Hemos cambiado la cafetera. Murió ayer, pero Melinda ya tenía la nueva en el almacén. Estuvo hasta las dos de la mañana haciéndola funcionar a pleno rendimiento para que esta mañana el café estuviera… así. —Le señalé la taza.
Estaba parloteando, por favor. Era patética.
—Pues objetivo conseguido. —Dio un nuevo sorbo y le siguió otro silencio.
No tenía ni idea de qué hacer con las manos ni de dónde mirar.
—¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo al fin.
—No.
—Vaya. —Sonrió como si supiera algo de mí que yo ignorase y se acercó más a la mesa—. Me gustan las mujeres directas y sinceras. ¿Estás casada?
—Ese es el tipo de pregunta que no puedes hacer.
—Vale. ¿Tienes pareja o sales con alguien? —Agité la cabeza con incredulidad y se me escapó una risa. Era insistente y tenía unos ojos marrones preciosos.
«No pierdes nada respondiendo», me dije.
—No estoy casada y no hay ningún hombre en mi vida.
—¿Y qué tipo de cosas haces cuando no estás trabajando?
—Eso ya son dos preguntas personales. —Se encogió de hombros con fingida inocencia. Me gustaba ese gesto—. No tengo mucho tiempo libre, pero supongo que lo normal: leer, pasear, escuchar música…
—Perfecto, podríamos ir a leer un poco a Millennium Park. Tú llevas tu libro, yo llevo el mío, escogemos la sombra de un árbol y pasamos el sábado por la tarde.
—Tengo que trabajar.
—¿Eso es un «sí, pero en otro momento»? —se entusiasmó y a mí se me contrajo el estómago—. Podríamos ir el domingo.
El domingo era el único día que tenía para disfrutar de mi niña y no lo iba a desperdiciar con un hombre al que no conocía, por muy guapo y simpático que fuera. Sin embargo, mi mente construyó un universo paralelo en ese preciso instante y me vi riendo bajo un árbol de Millennium Park mientras Austin hacía cosquillas a Sophia. Me vi quitándole briznas de hierba del pelo, acunando su cabeza en mi regazo y besándolo en los labios como recompensa por conseguir que mi pequeña se quedara dormida sobre su pecho. Dios mío, si hasta sentí su caricia en la piel…
—¿Lydia? —Me había cogido la mano y trazaba suaves círculos en la palma con el pulgar—. ¿Te encuentras bien?
Miré un segundo sus dedos entrelazados con los míos y me solté con brusquedad. Me puse en pie al mismo tiempo que sonaba la campanilla de la puerta y me disculpé con un susurro entrecortado. No sé qué pasó ni por qué mi imaginación creó algo tan absurdo, pero el corazón estaba a punto de salírseme del pecho y necesité un par de minutos a solas en el almacén para recobrar la compostura.
Cuando salí, la cafetería se había llenado y él ya no estaba.
Austin
La esperé hasta que me di cuenta de que el tiempo había volado y llegaba tarde a una reunión en el ayuntamiento. Le dije a su compañera Jess que me tenía que marchar y no me dejó pagar el café.
—Invita la casa —me dijo con un guiño. Luego se acercó a mí y, en tono confidente, me susurró—: Sale de trabajar a las siete, pero la mejor hora para llamarla es a las diez.
¿Para qué? Ella no quería una cita, no quería nada de mí. ¿Por qué insistir?
—Porque te ha tocado el orgullo —acertó Alice cuando hablamos por teléfono horas más tarde—. Te gusta y no puedes tenerla. Es un reto, por eso vuelves a la cafetería una y otra vez. Si sigues comiendo tortitas con sirope…
—Sí, ya sé, acabaré rodando.
Podía llamarla, podía decirle que no había tenido la oportunidad de despedirme de ella por la mañana o que su reacción me había dejado preocupado. Algo la había alterado, su pulso había latido acelerado en las yemas de mis dedos mientras le sujetaba la mano y se le habían coloreado las mejillas. Me intrigaba y me gustaba a partes iguales, porque era sencilla, nada pretenciosa; el tacto de su mano era áspero, pero cálido, y en lo profundo de esos lagos azules escondía secretos que quería descubrir. Y no estaba casada ni había otro hombre en su vida, así que, aunque ella se comportara como si no fuera así, estaba disponible.
Podría haberle mandado un mensaje, pero yo no era mucho de mensajes y corría el riesgo de que me dejara en leído. Me dejé llevar por el instinto y la llamé. Su voz sonó ronca y sensual al otro lado de la línea, como un susurro después del sexo, y la anticipación de algo bueno me inundó el pecho. Si no fuera porque lo de conquistar a una mujer no tenía secretos para mí, hubiera reconocido que me puse nervioso.
—¿Estabas dormida?
—¿Eres…?
—¡Ah, sí, perdona! Soy Austin, ¿te acuerdas de mí? Alto, guapo, buen partido… —bromeé—. Espero no haberte despertado.
—No no, estaba… leyendo un poco.
—¿Algo interesante?
—Nada importante.
Se quedó callada y yo tampoco supe qué decir.
A mis hermanos les hubiera encantado verme en una situación así, expectante, indeciso. Totalmente perdido, como un puto loser. Se iban a estar riendo de mí una buena temporada.
Me pasé la mano por el pelo y tiré de él con fuerza, como si así pudiera sacar algo elocuente que decir. Al final, fue Lydia la que rompió el silencio.
—Siento no haber podido despedirme de ti esta mañana. Tenemos nueva cocinera y todavía no controla dónde está cada cosa. Melinda me pidió que le echara una mano.
—No te preocupes. Casi llego tarde por tu culpa, pero no importa.
—¿Por mi culpa? —preguntó con fingida indignación—. Pero si eres tú el que no ha dejado de hacer preguntas.
—Y eras tú la que contestaba. Ya deberías saber que cuando me hablas se para el tiempo.
Silencio. Jodido silencio.
—¿Este rollo te funciona con todas?
—Por lo que veo, con todas no —respondí—. Pero no desisto. Es lo que pasa cuando me gusta alguien. ¿A ti no?
—No, a mí no me pasa.
Un nuevo silencio, mi mente en blanco, su respiración en mi oído y muchas ganas de verla. Me la estaba imaginando en el sofá de su casa, mordiéndose el labio a la espera de que dijera algo más, con esa media sonrisa que también me asomaba a mí y buscando la forma de no mostrar un interés que, en realidad, sí tenía. Yo sabía detectar bien esas cosas.
—Me gustas —le dije sin más, quería que no le quedaran dudas al respecto.
—Vaya…
—Y yo a ti —afirmé—. Si no te gustara no me seguirías el rollo; a tu manera, pero me lo sigues. Tampoco te hubieras sentado conmigo esta mañana. Creo que te gusto más de lo que quieres reconocer. Admítelo, no pasa nada.
Su risa me llenó de esperanza.
—Digamos que me caes bien. Eres… simpático.
—¡Oh, joder! Eso ha sido como una ducha fría. ¿Simpático? ¿En serio? —Me mostré indignado—. Es lo que le dirías a un amigo feo, que es simpático. ¿No se te ocurre nada mejor? ¿Carismático? ¿Atractivo? ¿Irresistible?
—Charlatán.
—Me estás matando, lo sabes, ¿verdad? —Volvió a reír con más ganas y tuve la completa y absoluta certeza de que estaba ganando esta batalla—. Venga, sé buena y dime la verdad: te gusto.
—Y si fuera así, ¿qué harías?
Hice un gesto de victoria con el puño e ignoré el vuelco que acababa de darme el estómago.
—¿Qué haría si una chica preciosa reconociera que le gusto? Pues le diría que tiene buen ojo y la invitaría a salir.
—¿Y a dónde la llevarías?
Hinché el pecho de orgullo y me relajé contra el cabezal de la cama. Había comenzado el maravilloso arte del coqueteo; y a ella, con su aire inocente y sus preguntas hipotéticas, se le daba muy bien.
—¿A dónde la llevaría? ¿Qué versión prefieres, la del perfecto caballero o la del Austin de verdad?
—Sorpréndeme.
—Pues, verás, me gustan las cosas sencillas, sin demasiadas florituras, así que llevaría a esa chica a un paseo por Lake Shore al atardecer, por ejemplo. —Bajé el tono de voz hasta convertirlo en un suave susurro—. Hablaríamos de nuestros gustos, de nuestros trabajos, de la vida… Nos detendríamos a admirar los colores del cielo en algún punto del camino, pero yo solo la miraría a ella, porque es preciosa y porque los reflejos de la puesta de sol la convierten en algo extraordinario. La abrazaría por la espalda y le besaría la nuca muy despacio, solo un roce. Me encanta dar besos en la nuca, la piel reacciona al segundo y se eriza de placer. ¿Te han besado alguna vez en la nuca, Lydia?
—No.
—Yo lo haré, si me dejas.
—Austin…
—Dame una oportunidad, una sola. Ni siquiera te tocaré si es lo que quieres, solo un chico y una chica dando un paseo. Podemos comprar un helado, tomar un café o ir a cenar después, lo que surja.
—Lo que surja, ¿eh? —Asentí como si pudiera verme y sonreí como un bobo. Podía escuchar la duda en su voz, pero también las ganas de decir que sí—. No habrá nada de eso que has dicho: ni abrazos por la espalda ni besos en la nuca, ¿entendido?
—Entendido.
—Ni manitas ni nada.
—Nada de nada.
—Ni besos de ningún tipo.
—Nada de besos —repetí.
—Y solo podrán ser un par de horas.
—Me sobra. —¡Ya era mía, sí!—. ¿Cuándo? ¿Mañana?
—No, mañana imposible. El domingo por la tarde.
—Perfecto. Si me das tu dirección, te recojo sobre las cuatro.
—Buen intento, pero no. Nos vemos en las escaleras del Museo de Ciencia a las cinco. Allí ya decidiremos a dónde vamos.
—Bien, a las cinco.
—Y, Austin…
—¿Mmm?
—Esto no es una cita. No te hagas ilusiones.
«Eso ya lo veremos, preciosa».