Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 13

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Austin

A veces solo hace falta un simple pestañeo para que todo lo que has construido con cuidado se vaya a la mierda. Esa fue mi conclusión acerca de lo que pasó aquella noche.

El móvil de Lydia sonó y a ella solo le faltó golpearme para que me apartara. Lo único que saqué en claro fue que hablaba con Jess y que algo terrible había pasado.

Si no la hubiera frenado en la puerta de la terraza, se hubiera marchado sin darme ninguna explicación.

—Necesito… un taxi.

—Pero ¿se puede saber de qué estás hablando? —La sujeté y se revolvió—. ¡Lydia, mírame! ¿Qué pasa?

Estaba fuera de sí, solo me dijo que tenía que ir al centro médico de la calle Addison.

Unos minutos después, en el coche, no pude evitar preguntar. No estaba entendiendo nada.

—¿Qué ha pasado? —Pisé el acelerador y tomé la I-90 oeste por encima del límite de velocidad—. ¿Le ha ocurrido algo a Jess?

Dejó que las lágrimas le cayeran por las mejillas mientras se apretaba con los puños esos labios temblorosos que había podido besar. Por fin. Y rezaba, joder. Rezaba. Estaba rezando con los ojos cerrados.

—Lydia, me estás asustando. ¿Qué ha pasado? Puedes contármelo.

Le puse una mano en el muslo y rehuyó mi contacto. Tenía la piel húmeda, pero estaba fría, como si todo el calor que habíamos sentido en la terraza hubiera abandonado su cuerpo.

No me importó que apartara la pierna, yo necesitaba tocarla, así que me armé de paciencia y le acaricié el pelo, que se le pegaba a las sienes por la traspiración. Después de varios intentos, empecé a cabrearme.

—Habla conmigo, Lydia, o te juro por lo que más quieras que paro el coche aquí mismo y no me muevo hasta que me lo cuentes.

—¡No! —exclamó. Al menos conseguí una reacción, aunque no fuera la que esperaba. Me miró con ojos desesperados y se rompió en un llanto desgarrador—. Yo… no tenía que haberme ido… No tenía que haberla dejado…

—¿A quién? ¿A Jess?

Cada vez me resultaba más incomprensible.

—No, a Jess no, a Sophia —respondió entre lágrimas e hipidos.

—¿Sophia? ¿Quién es Sophia? —Silencio de nuevo—. Lydia, ¿quién es Sophia?

No respondió de inmediato y no quise insistir más. Si algo había aprendido de Lydia desde que la conocía era que había que darle su espacio, que ella marcaba el ritmo. Agobiarla no daba resultado.

Ya pensaba que se iba a quedar callada todo el trayecto cuando soltó la bomba:

—Sophia es mi hija.

Y no tuve tiempo de reaccionar. Frené en la rampa de urgencias y ella salió del coche corriendo hacia las puertas automáticas.

¿Su hija? ¿Lydia tenía una hija?

Una ambulancia me pitó para que despejara la vía y conduje como un zombi hasta el aparcamiento público. Paré el coche y me quedé con las manos en el volante, mirando la pared que tenía delante. «Una hija», me dije, pero ¿cómo era posible? ¿Por qué no me lo había dicho?

Por primera vez en mucho tiempo sentí que habían jugado conmigo y me enfadé, me enfadé como jamás me había enfadado con una mujer. ¿Por qué coño me había ocultado una cosa así? ¿Qué pensaba que iba a hacer si me lo decía? ¡Joder, era su hija! No me gustaban las putas mentiras. ¿Por qué no me lo dijo desde el principio?

Cerré la puerta del coche de un portazo y me encaminé hacia la sala de espera de urgencias con pasos furiosos.

Alguien me debía una explicación.

—¡Austin! —Jess me llamó desde el pasillo.

Creo que mi expresión la puso más nerviosa de lo que estaba. Tenía los ojos hinchados y se limpiaba las manos con una toallita que estaba manchada de sangre.

—¿Dónde está?

—Ha entrado a hablar con el médico —respondió con cierta renuencia—. Austin, siento que…

—¿Qué ha pasado? —la interrumpí. Ya habría tiempo para las disculpas.

—Se ha tropezado y se ha dado un golpe con el canto de la mesa. Había un montón de sangre, tiene una brecha en la ceja. —Apreté los dientes y me llevé la mano a la cicatriz que tenía en ese mismo lugar—. No para de moverse, es una niña muy especial, pero después del golpe se quedó muy quieta y no lloraba… Yo… me asusté. ¡Es la cabeza, Austin!

Era lógico. Cualquiera se hubiera acojonado.

—¿Cuántos años tiene?

—Dos. Se llama…

—… Sophia. Eso lo sé.

«Dos años, joder. Es un bebé», me dije con un gesto cansado.

Tomamos asiento en las butacas del pasillo y el tiempo empezó a pasar a un ritmo muy lento. Jess no dejaba de mover la pierna en una especie de tic nervioso, los casos de urgencias se sucedían uno tras otro, el ir y venir del personal sanitario me estaba mareando y la falta de noticias era desesperante. De haber estado en el Northwestern hubiera llamado a Nick para que acelerara el tema, pero estábamos en un centro sanitario que ni siquiera podía considerarse hospital.

Y luego estaban todas esas preguntas sin respuesta que no paraban de repetirse en mi cabeza. Las que más me asaltaban tenían que ver con el padre de la niña. Preferí no pensar demasiado. Tal vez se me diera bien conjeturar en el trabajo, pero en la situación en la que me encontraba era mejor esperar a saber la verdad.

Después de casi dos horas de espera, de pronto, unos tacones resonaron a pocos pasos de nosotros. Me había quedado traspuesto con la cabeza apoyada en la pared. Me sentí algo desorientado, aturdido, hasta que las vi. Me puse en pie de un salto y me tembló la voz al hablar.

—Hola —susurré como un idiota.

Alterné la mirada entre Lydia y Sophia sin saber qué más decir. La pequeña, con el pelo y los ojos iguales a los de su madre, me miraba con atención, acurrucada contra el pecho de Lydia. Tenía los mofletes colorados y el pijama estaba manchado de sangre. Llevaba la ceja tapada con una gasa blanca y sujetaba con fuerza una jeringuilla de plástico que le habrían dado para entretenerla. Era tan bonita que sentí unas irrefrenables ganas de abrazarla.

Cuando Lydia le pidió a Jess que cogiera a la pequeña para poder guardarse los papeles del seguro, puse toda mi atención en ella. Estaba agotada.

—Le han dado cuatro puntos —dijo sin mirarme—, pero solo ha sido eso, por suerte.

—¿Les has dicho que se quedó un poco ida? —le preguntó Jess con preocupación. No había dejado de acariciar a la niña y a ella parecía gustarle, porque dejó de lloriquear, se recostó sobre su hombro y se le cerraron los ojillos—. ¿Le han hecho pruebas?

—No, no lo han creído necesario. Tengo que observarla las próximas horas, por si mostrara algún síntoma raro y, si no, en unos días volveremos para que le quiten los puntos.

—¿No le han hecho un escáner por si acaso? —me extrañé—. Lo normal hubiera sido…

—Tengo un seguro limitado, ¿vale? —contestó enfadada—. No todos podemos disponer de lo mejor, ya ves.

Extendió los brazos para que Jess le devolviera a Sophia, pero no la dejé salirse con la suya. La cogí de la mano y tiré de ella hacia la salida. Teníamos un par de cosas que aclarar antes de que se marchara. Si la dejaba irse era muy probable que lo que había empezado esa misma noche se terminara también esa misma noche.

Seguía sin mirarme y eso me ponía furioso.

—Austin, no tengo tiempo para estas tonterías.

—Ni yo, así que es mejor que dejemos las cosas claras cuanto antes. ¡Tienes una hija, joder! No sé si habías pensado contármelo en algún momento o simplemente decidiste que no era importante, pero lo es, Lydia, ¡es importante! —le grité—. Es importante para mí, es importante para Jess, es importante para ti… ¡Es importante para todo el jodido mundo! ¿Por qué no me lo dijiste? Nos hemos visto casi todos los días en el último mes, has salido conmigo tres veces, te he hablado de mis padres, de mis hermanos… ¡Me dijiste que tu única familia eran las chicas de la cafetería! ¿Por qué?

—¡Lo siento! ¿Vale? —Me miró por fin y solté el aire como si me hubieran golpeado en el estómago—. Ya sé que es importante, pero no es el tipo de cosas que le dices a un tío que acabas de conocer y que lo único que quiere es meterse en tus bragas.

Abrí los ojos con estupor. Podía ser cierto, pero escucharlo así era horrible.

—¿Eso piensas de mí? ¿Crees que lo único que quiero es meterme en tus bragas?

—Bueno, a lo mejor ahora ya no, pero al principio…

—Ni ahora ni al principio, Lydia. Si hubiera querido eso me hubiera buscado a cualquier otra más dispuesta, ¿no te parece?

—Puede ser —respondió con altanería.

Le dolieron mis palabras. Bien, ya estábamos empatados, porque a mí las suyas me habían dejado muy jodido.

—Estupendo, una cosa aclarada. Vamos con la siguiente: ¿A qué cojones ha venido eso de que no todos podemos disponer de lo mejor? Que le hagan un escáner a tu hija no es disponer de lo mejor, es lo normal.

—Es lo normal cuando tienes un seguro completo. Yo no lo tengo. Sophia está inscrita en un programa de salud público, pero su caso está en revisión y…

—¿Y el padre?

—¿El padre? —repitió, sorprendida—. No hay padre. Él no… ¿Sabes qué? Da igual. Todo esto es muy largo de contar, Austin. Estoy cansada y tengo que llevar a Sophia a casa…

—Vale, yo os llevo, y mientras me cuentas esa historia tan larga. —No se iba a deshacer de mí con tanta facilidad.

—Jess ha traído el coche, nos llevará ella —se opuso.

—Me da igual. Jess puede dejar aquí el coche y venir con nosotros, si quiere. La llevaré después de dejaros a vosotras.

—¿Por qué haces esto, Austin? ¡Vete a tu perfecta casa, con tu perfecta terraza, que a ti te debe parecer normal, y déjame en paz! —me gritó. Se apartó de mí con un empujón y comenzó a llorar y a temblar—. ¿Quieres saber por qué no le han hecho el puto escáner? ¡Porque soy un desastre! Porque mis ingresos son una miseria, porque me paso el día trabajando mientras mi hija está en una guardería de mierda, porque no tengo tiempo ni de mirar el correo cuando llego a casa y se me pasó la revisión del programa de salud, y ahora tengo que esperar y cruzar los dedos para que me lo renueven, porque si no me tocará volver a llorarles a los de servicios sociales. ¡Y estoy harta de llorarle a todo el mundo! ¡¿Estás contento?! ¡Ahora, lárgate!

Lydia

Abracé a Sophia y caminé junto a Jess en dirección al aparcamiento del centro de salud. No quería llorar más, pero las lágrimas se me caían sin poder contenerlas y di gracias a que la niña estaba dormida.

—Viene detrás —dijo Jess después de un rápido vistazo por encima del hombro.

—Ya lo sé.

Era testarudo y no se rendía. Hasta en eso era perfecto. Y tenía razón: yo no había hecho bien las cosas y estaba en su derecho a estar enfadado. Le mentí a propósito y encima le había dicho eso de meterse en mis bragas… Era una idiota. Austin se había comportado como un perfecto caballero desde que lo conocí, había soportado mis desplantes, mi mal humor, me había dejado mi espacio y había sacado a relucir a una Lydia diferente, a una que volvía a creer en las buenas personas y que se había permitido soñar un poquito con algo… especial. No era su culpa que la burbuja me hubiera estallado en la cara.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Jess.

Resoplé y me encogí de hombros, vencida.

—Vete a casa y descansa. Austin nos llevará.

—¿Estás segura? —Asentí y ella nos abrazó—. Llámame luego, ¿de acuerdo? Y no le grites más, pobrecito.

Austin me abrió la puerta de atrás en silencio y subí sin soltar a Sophia. Hicimos el trayecto callados, respirando el uno los suspiros del otro y esquivándonos la mirada en el retrovisor.

Eran cerca de las dos de la mañana cuando detuvo el Mercedes delante de mi edificio. Me abrió la puerta mientras me quitaba el cinturón y cogió a Sophia en brazos para que pudiera salir. Pero luego no me la devolvió. Echó a andar hacia la entrada con el cuerpecito de mi hija recostado contra el pecho y la cabeza sobre el hombro. Fue tan natural y, al mismo tiempo, tan irreal, que tuve que contener un sollozo.

Las llaves me temblaron al intentar abrir la cerradura y sentí el tacto cálido de su mano al quitármelas para hacerse cargo. Yo ya no tenía fuerzas para negarme, así que permití que me acompañara hasta el apartamento y que se adentrara un poco más en mi vida.

—Tengo que cambiarle el pijama y el pañal antes de acostarla —susurré al encender la luz del recibidor.

Me impactó ver el reguero de gotas de sangre que había hasta el salón y me sentí muy culpable. Mientras mi hija se daba un golpe fatal, yo estaba con Austin, viendo las estrellas con mi mano en su paquete.

—Dime dónde la llevo. Luego limpiaremos esto.

Me siguió por el pasillo hasta la única habitación y me dio mucha vergüenza que viera el estado en el que había dejado el dormitorio por la mañana. Había ropa sucia en el suelo, la cama y la cuna estaban sin hacer, más ropa por doblar encima de la cómoda, y una limpieza a fondo no le hubiera ido mal a toda la casa. Y, sin embargo, él solo tenía ojos para mi hija que, en mitad del sueño, había soltado la jeringuilla de plástico para aferrarse al dedo de Austin.

—Ponla sobre la cama.

No se perdió ni uno solo de mis movimientos. Me sentí incómoda con su presencia en un lugar tan pequeño, porque Austin era de los que llenaba cualquier espacio con ese carisma tan desbordante. Y allí, en medio de mi caos, desentonaba como un globo rojo sobre un fondo de nubes blancas.

Cuando terminé de cambiar a la niña y la dejé en la cuna, volvimos al salón.

—Gracias —dije al tiempo que recogía algunos juguetes—. Y perdóname por lo de antes. No debí hablarte así, tú no tienes la culpa de lo que pasa en mi vida.

Estaba tan cansada que me dio igual quitarme las sandalias delante de él y dejarlas tiradas en un rincón. Eran de Jess, igual que el vestido. Yo no tenía ropa así en mi armario.

Austin rodeó la barra de la cocina y regresó con un trapo húmedo. Antes de que pudiera detenerlo, se arrodilló y limpió las gotas de sangre del suelo.

—No hagas eso, por favor —le rogué al borde del llanto. Era demasiado—. Lo haré yo. Déjalo, Austin, es tarde.

—No me importa. Solo será un momento.

No iba a poder impedírselo, por lo que decidí ir a cambiarme el vestido por algo más cómodo. Cuando volví con un pantalón corto y una camiseta vieja, él miraba por la ventana con las manos metidas en los bolsillos. Vi sus ojos a través del cristal y tragué saliva ante lo que pudiera pasar a continuación.

—Gracias otra vez. No tenías por qué hacerlo.

—¿Mañana trabajas? —preguntó sin venir a cuento.

—No, mañana es domingo.

—Bien. Vendré a por vosotras a las diez. Llevaremos a Sophia al Northwestern para que le hagan ese escáner.

Levanté las cejas ante su tono categórico, pero no me atreví a decir nada.

Dio media vuelta y se dirigió a la puerta, sin más. Murmuró un escueto «buenas noches» y se fue.

Me quedé inmóvil en medio del salón debatiéndome entre echarme a llorar o irme a dormir y, finalmente, opté por una mezcla de ambas opciones.

Sin embargo, no había llegado al dormitorio cuando escuché unos suaves golpes en la puerta de casa. El corazón empezó a latirme al triple de su velocidad normal. Eché un vistazo por la mirilla y lo vi ahí, con las manos apoyadas a ambos lados de la puerta y la cabeza hundida entre los hombros.

—¿Qué pasa? ¿Has olvidado…?

No me dejó acabar. Sus brazos me envolvieron y sus labios se encontraron con los míos en un beso hambriento. Me aferré a él con desesperación y enredé los dedos en el pelo de su nuca mientras Austin hacía lo mismo conmigo. Quise quedarme allí para siempre, en el calor de ese abrazo, en la suavidad de sus caricias, en el sabor de su boca, en mi necesidad, en su sonrisa…

Lo quise todo y, tal vez, fue demasiado.

Cuando te enamores del viento

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