Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 4
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ОглавлениеLydia
—Me rindo, de verdad, no puedo más. ¿TDAH? ¡Si solo tiene dos años, joder! —Delante de Jess podía hablar como me diera la gana sin parecer la peor madre del mundo—. Solo tiene dos años.
—Cálmate, anda. Tú lo has dicho, tiene dos años y eso solo es un diagnóstico de mierda de una cuidadora inútil. —Ella sí que sabía cómo hacerme sentir bien. Me sirvió un vaso de zumo de naranja y se sentó a mi lado—. No le hagas caso. Llamaré a mi amiga Marla y le diré que le haga un hueco a Sophia.
—No puedo pagar a tu amiga Marla —gimoteé—. No me lo cubre el seguro, ¿recuerdas?
—Hablaré con ella, déjamelo a mí. No os podrá recibir en el hospital, pero tiene consulta privada.
Me tapé la cara con las manos y suspiré. Odiaba que tuvieran que hacerme favores y me sentía agotada. La situación de Sophia se hacía insostenible, solo podía pensar en salir corriendo y no parar. ¿Qué iba a hacer si necesitaba cuidados especiales? Yo tenía que trabajar, no podía estar con ella todo el día, y los jardines de infancia con personal especializado eran demasiado caros. Todo era demasiado caro.
—Podrías hablar con Melinda y…
—Melinda ya me ha prestado mucho dinero y no quiero pedirle más. Haría lo que fuera por Sophia, incluso endeudarse, cuando le queda tan poco para jubilarse. No lo voy a permitir.
—Ya —dijo apenada—. Sé que tienes razón, pero también sé que para Melinda somos como sus hijas y le dolerá saber que no has contado con ella para una cosa así.
—Hablamos de mucha pasta, Jess. No son un puñado de dólares.
—¿Y una de esas fundaciones que conceden ayudas para niños? El otro día salió en el Canal 8 un médico guapísimo hablando del gran trabajo que estaban haciendo con un montón de niños de Chicago. ¿Cómo se llamaba? ¿Slater?
—Da igual, nadie regala nada. ¿Crees que entrar en una de esas instituciones no cuesta dinero? —Quiso replicar, pero se lo impedí—. Cambiemos de tema, ¿vale? Necesito pensar en cualquier otra cosa.
El domingo, en su casa, me animó la comida contándome los últimos chismes de sus vecinos; una pareja de jóvenes universitarios, que lo mismo se gritaban que se mataban a polvos. Comentamos también el último libro que habíamos leído y que, como siempre que elegía Jess, a ella le había encantado y a mí no, y eso nos llevó de cabeza a sacar el tema del chico de la cafetería.
—Tienes que dejar de leer novelas románticas, joder, Jess.
—¿Por qué? ¿Porque creo que ese tío encajaría muy bien contigo? Ha estado viniendo toda la semana solo para verte.
—¡No viene por mí! —Puse los ojos en blanco por enésima vez—. Viene por las tortitas.
—¡Venga ya! Ni tú te crees eso. —Me dio un pequeño empujón que me hizo reír. La verdad es que Jess tenía razón—. Sal con él. ¿Qué hay de malo? Un poco de charla, un poco de diversión, un poco de sexo… ¡Por Dios, Ly, jura por tu hija que no has pensado en echar un polvo con él!
Miré hacia la habitación de Jess donde mi terremoto dormía la siesta y negué con la cabeza.
—No me apetece salir con nadie, ¿tan difícil es de entender? Estoy en un punto de mi vida…
—Necesitas sexo, y no hablo de masturbarte en la ducha o un desahogo rapidito con el papi chulo de tu mesilla de noche. —Odiaba que usara ese nombre para referirse al juguetito que Melinda nos había regalado a cada una por Navidad—. Necesitas sexo guarro, del que te pone los ojos del revés y te deja agujetas una semana.
—Puedo pasar sin eso, gracias.
—No, no puedes, y lo sabes. Y sabes que ese Austin es un empotrador en potencia y por eso te acojonas.
—¿Empotrador en potencia? Estás loca.
—Un tío que es capaz de mirar así, de sonreír así y no parecer un gilipollas, es un empotrador en potencia. ¡Si solo con su voz fue capaz de ponerme a mil!
—Pues sal tú con él.
—Lydia, Lydia, Lydia, tienes veinticinco años y, si sigues así, vas a volver a ser virgen. No puedes estar tan cerrada. Si dejas escapar al guapo de la cafetería, te vas a arrepentir.
Austin
Fui a desayunar al Melinda’s Sweets and Coffee cada día de esa semana y de la siguiente. Me sentaba en la misma mesa, pedía lo mismo de siempre y me dedicaba a observar a la chica durante el tiempo que tardaba en tomarme las tortitas con sirope de fresa. Me pillaba cerca del despacho, el café era aceptable y las jodidas tortitas estaban para morirse. Mi hermana mataría por la receta; yo mataría por la camarera. No tanto, vale, pero de la curiosidad había pasado a un insano dolor de huevos al llegar el viernes… Eso sí era cierto.
—¿Has pedido la cuenta? —me preguntó Lydia.
Y, como cada día desde hacía cinco, asentí, alargué la mano y le rocé los dedos al coger el trozo de papel. Luego, pagué en efectivo e insistí una vez más.
—No sé si te lo he preguntado ya hoy, pero ¿te apetecería tomar algo conmigo esta noche?
Se rio. Era la primera vez que lo hacía y supe que algo había cambiado. Durante la semana había sufrido miradas fulminantes, bufidos de rechazo, noes lapidarios y silencios por respuesta. El martes me pidió que no volviera, el miércoles fingió sentirse acosada y amenazó con denunciarme a la policía, el jueves incluso se atrevió a decir que era feo y que no saldría conmigo, aunque fuera el último hombre del planeta. ¡Feo, yo, por favor!
—¿Nunca te rindes?
—Nunca —respondí con una amplia sonrisa de casi victoria.
—No voy a salir contigo.
—Bueno, eso ya lo veremos.
—No, no lo veremos. No lo verás.
Miré la hora y vi que era tarde. Me puse en pie con ímpetu y la obligué a retroceder. Me gustaba cuando se escudaba detrás de la bandeja y se mordía el labio inferior. Ella no se daba cuenta, pero era un gesto jodidamente sexy, un gesto que echaba por tierra su postura cerrada ante mi propuesta. Yo le caía bien, a pesar de mi insistencia, y no le resultaba indiferente para nada. Solo era cuestión de tiempo.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —comenté, al tiempo que me arreglaba los puños de la camisa bajo la americana.
—Ya estás preguntando, así que…
Me invitó a continuar con un gesto de la mano y una sonrisa escondida bajo una máscara de desidia. Una chica que me considerara un tipo feo ya me habría despachado.
—¿Por qué te da tanto miedo decir que sí a algo que te apetece tanto como a mí? —Intentó contestar con el ceño fruncido, pero no se lo permití—. Solo es un café, una copa, una hamburguesa, lo que te apetezca. No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Eso ya lo hablaremos más adelante —bromeé y volvió a abrir la boca para contratacar—. Solo es una cita. Si no te gusta, si te aburres, si no te parezco un tío encantador, dejaré que huyas cuando vayas al baño. Te lo prometo. —Creí que ya la tenía, que diría que sí—. ¿Y bien? ¿Hay trato?
—Lo siento —dijo después de un largo y esperanzador silencio—, mañana tengo que madrugar. Tal vez en otra ocasión.
No dijo que no, eso era importante. Dijo: «Tal vez en otra ocasión», y me bastó. Fue una pequeña victoria que sentí como si me hubiera llevado el premio gordo de la lotería estatal.
—Hasta el lunes, entonces. Ya cuento los segundos.