Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 15
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ОглавлениеLydia
—¿Tienes los pañales?
—En la bolsa de Sophia —respondió Jess al tiempo que ponía los ojos en blanco.
—¿Y su ranita?
—En la bolsa.
—¿Has cogido el chupete de repuesto? Ya sabes que si no…
—¡Está todo en la bolsa! —gruñó—. ¿A qué hora viene Austin a recogerte?
Miré el reloj del móvil y emití un grito. Eran casi las nueve y aún tenía que secarme el pelo, cambiarme, maquillarme… ¡Joder!
—¿De verdad que no te importa pasar tu viernes libre con Sophia? —Jess no trabajaba al día siguiente y había sido ella la que se había ofrecido a quedarse con la niña—. Puedo ir a buscarla mañana por la mañana para llevarla a la guardería.
—Ni hablar. Lo pasaremos en grande. —Le mostró la palma de la mano a Sophia y ella se la palmeó como le había enseñado.
—Eres increíble. —Nos abrazamos con cariño—. Gracias.
—¡No me las des! Quiero todos los detalles de primera mano. Y ahora ve a vestirte o lo harás esperar. Nosotras ya lo tenemos todo, y si falta algo improvisaré. —Sophia empezó a dar botes en su silla de paseo y a parlotear nerviosa. Estaba emocionada por irse con la tía Jess—. ¿Tú crees que nos falta algo, peque?
—¿Colate Ophia?
—¡Nada de chocolate! —exclamé desde el dormitorio mientras abría y cerraba el armario, convencida de que había algo que no había metido en la bolsa de viaje.
Era la primera vez que Jess se llevaba a Sophia a pasar la noche en su casa y me sentía nerviosa, muy nerviosa. También porque esta sería mi cuarta cita con Austin y me había pedido que me arreglara un poco más de lo habitual. La verdad era que, salvando el vestido rojo que me puse para ir a cenar a su terraza, el resto de mis looks habían consistido en vaqueros y alguna parte de arriba bonita que también me había prestado Jess. Pero esta noche iba a ser «la noche» y mi querida amiga, que tenía un imán para los saldos, había desempolvado un vestido negro que parecía estar hecho a mi medida. Era sexy, arrebatador y con un detalle de encaje en el escote que le daba el punto sensual que requería la ocasión.
—¿Crees que le gustará? —dudé al tocar la tela.
—Recógete el pelo en una coleta bien estirada y deja que vea ese escote. Querrá desnudarte antes de que le digas «hola», te lo aseguro.
La expresión en el rostro de Austin cuando subí al coche me hizo reír y sonrojarme al mismo tiempo. Jess tenía razón: sus ojos me decían que ese vestido era perfecto y que se estaba planteando no salir esa noche.
Sin embargo, había preparado otra cita sorpresa y nos tuvimos que conformar con un beso que comenzó con timidez y terminó con más pintalabios alrededor de su boca que en la mía.
—No sé ni si preguntarte a dónde vamos. Sé que me vas a decir que es una sorpresa.
Hizo una mueca muy graciosa y chasqueó la lengua con fastidio.
—Reconozco que he tenido que cambiar de planes en el último momento. Espero que no te importe. Es un compromiso al que no puedo faltar, pero creo que te gustará.
—¿Y puedo saber de qué trata ese compromiso o seguimos con la incógnita?
—Seguimos con la incógnita —respondió con un guiño—. Cuéntame qué ha dicho Sophia. ¿Se ha enfadado?
—¿Por ir a dormir a casa de tía Jess que, además de tener un jardín con una piscina hinchable, le dará chocolate y le hará pedorretas hasta que muera de cansancio?
—¿Eso es que no?
—Eso es que se ha ido encantada, te lo aseguro —respondí un poco triste—. Tiene dos años, pero a veces pienso que crece más rápido de lo normal.
De repente, el estridente sonido de guitarra eléctrica y de la batería al inicio de Live to rise, de Soundgarden, desató entre nosotros un debate acerca de la eterna rivalidad entre Marvel y DC Comics. Austin desplegó todos sus argumentos para convencerme de que Capitán América o Iron Man eran mejores que Superman, Batman o Flash, y lo que no sabía era que ni su verborrea de abogado ni su encanto arrebatador me iban a hacer cambiar de opinión.
—¿Cómo puedes pensar eso siquiera? Todo el mundo sabe que Los Vengadores se comen con patatas a La Liga de la Justicia —dijo con arrogancia—. Son superiores, simplemente.
—¿Superiores? ¡Anda ya! —exclamé—. Superman no tardaría ni un segundo en cargarse a Thor por mucho martillo que use tu musculitos.
—Eso siempre que mi musculitos —puntualizó— no tenga un poco de esa kryptonita que idiotiza a ese patán de calzoncillos rojos.
—No me hables de calzoncillos, nene. —Lo señalé con un dedo y él intentó cazarlo mientras seguía conduciendo—. No creo que el Capitán América o Spiderman hayan marcado tendencia en el mundo de la moda.
—¡Los míos llevan trajes especiales, rubia!
—¿Y los míos qué llevan? ¿Pijamas?
—Pijamas feos que no se pondría nadie para dormir —respondió provocador.
—No te los pondrás tú.
—Desde luego. —Levantó las cejas un par de veces y añadió—: Yo no uso pijama.
—Qué típico…
Disimulé el rubor con algunas carcajadas, pero Austin me miraba de reojo y podía leer en mí como en un libro abierto. Imaginarlo sin pijama fue… demasiado sugerente.
—¿Crees que tu Mujer Maravilla aguantaría un par de asaltos con mi Hulk? —preguntó insinuante.
—Tu Hulk no tiene nada que hacer con Wonder Woman, es demasiado para ese engendro.
—Engendro, ¿eh? Eso decís todas, pero luego el tamaño os importa más de lo que decís.
—¡Serás…! —Me mordí la lengua para no soltarle alguna burrada y me di cuenta de que habíamos llegado. Unos inmensos focos alumbraban la fachada de un edificio de ladrillo rojo al más puro estilo de Hollywood—. ¿Dónde estamos?
—En Wrightwood 659 —contestó. Apagó el motor y se acercó a mí—. Es una galería de arte.
—Mmm, vaya. El señor Gallagher quiere impresionarme.
—El señor Gallagher quiere otras cosas de ti. —Puse los ojos en blanco—. La hija de uno de los socios del bufete inaugura exposición. Es arte contemporáneo raro. Será divertido.
—No entiendo mucho de arte, la verdad —comenté cohibida.
—Yo tampoco. —Me colocó el pelo de la coleta sobre el hombro y sus ojos se desviaron a mi escote—. Estamos un rato y nos vamos. Estoy deseando ver qué puedo hacer para ponerte del lado correcto de la justicia.
—Ya estoy en el lado correcto, listillo.
—Me gusta más cuando me llamas nene. —Me cogió de la nuca y besó mi sonrisa con la suya—. Vamos, acabemos con esto. No veo el momento de ver tu traje de justiciera debajo de ese vestido.
Austin
Si había algo de ella que me gustaba más que cualquier otra cosa era su capacidad de sorprenderme, de dejarme sin palabras. Esa noche lo había conseguido ya en dos ocasiones: la primera al entrar en el coche con ese vestido que, sin ser demasiado, lo era todo. La segunda, con su apasionada defensa de los superhéroes de DC Comic. Hubiera detenido el tiempo para continuar con el intercambio de pullas durante toda la noche.
Era evidente que mi jefe no había escatimado para agasajar a su hija. Había prensa a la entrada de la galería, una foto de la artista se proyectaba en la fachada y la alfombra roja le daba al evento un punto más de glamour.
Y, sin embargo, lo más bonito de aquella fiesta estaba a mi lado, hablando por teléfono con una niña de dos años que no quería comerse la cena.
—¿Que te cante? ¿Ahora? —Se disculpó con una mirada y se apartó del grupo, que esperaba para saludar a la anfitriona—. Solo un trozo pequeñito, ¿de acuerdo? —susurró al teléfono—. La ranita saltó, saltó dentro de la casa, entró en la cocina, pensó que era un ratón…. Ahora dale el teléfono a la tía Jess.
Me reí de ella mientras me fusilaba con la mirada, pero tenía su gracia y acabó por darme un manotazo. No paré de reírme a su costa, ni siquiera cuando la esposa de mi jefe vino a saludarme con dos efusivos besos cargados de perfume.
—¡Austin! No sabes cuánto me alegro de verte. ¡Ven a saludar a Calliope! No ha dejado de preguntar por ti desde que supo que vendrías. —Se enganchó a mi brazo y tiró de mí en dirección a la entrada.
Prianka Trusk era mi peor pesadilla. Una esposa aburrida, podrida de dinero, que se había dedicado a perseguirme por el bufete de su marido sin que le importaran las apariencias. Era adicta a la cirugía estética; en su cara no había una sola arruga, pese a rondar los sesenta años.
—Señora Trusk, quiero presentarle a mi acompañante, la señorita Martins, Lydia Martins —pronuncié despacio para que entendiera que no estaba solo. Luego cogí de la mano a Lydia y le expliqué quién era aquella excéntrica mujer—. La señora Trusk es la madre de Calliope, la artista.
—Y la mujer de tu jefe, pillín. —Me pellizcó la mejilla como a un niño y vi cómo Lydia escondía su sonrisa en mi hombro—. Un pajarito me ha dicho que pronto ocuparás tu sillón de socio. El más joven del bufete.
—Solo es un rumor.
Un puñetero rumor que alguien se había encargado de difundir entre el personal. Sí, los jefazos habían estado tanteándome un poco y se decía que siempre me acababa quedando con los mejores clientes porque ellos me los asignaban, pero eran gilipolleces. Mi trabajo hablaba por mí.
Se nos unieron algunos de mis compañeros del bufete con sus parejas y juntos fuimos a saludar a Calliope. Mi jefe, Sebastian Trusk, uno de los abogados más reconocidos de Illinois, me estrechó la mano al verme y halagó la belleza de Lydia con piropos que la hicieron sonrojar. Por suerte, lo reclamaron en otro corrillo y se despidió con la promesa de tomar una copa juntos en el interior de la galería. Más de la mitad de los presentes se encontraban allí para hablar con él e ignorar a su hija.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un refresco? ¿Un zumo?
Estaba más callada de lo habitual. La veía mirar a todas partes con los ojos muy abiertos, como si fuera la primera vez que acudía a un evento así, y reaccionaba con un sobresalto cuando alguien reía o levantaba la voz cerca de nosotros. Solo le solté la mano para cogerla de la cintura y pegarla a mí después de que un camarero formara un estruendo de cristales al tropezar y tirar las copas vacías de la bandeja. La gente la empujó al apartarse y eso me dio la oportunidad de estrecharla entre mis brazos sin ninguna excusa.
—Esta noche, tú y yo… —La besé en el cuello mientras una de mis manos se aventuraba hacia la curva de su trasero—. No veo el momento de quitarte este vestido y…
—Austin, estamos rodeados de gente…
—Yo solo te veo a ti —le susurré con los labios pegados al lóbulo de su oreja—. Vámonos.
—Acabamos de llegar. —Su voz sonó necesitada, ronca y sensual, su piel se tornó cálida y un tanto húmeda, sus manos se aferraron a las solapas de mi chaqueta y me encontré un ruego en el fondo de sus ojos—. Está bien. Vámonos.
—¡El jodido Austin Gallagher muy bien acompañado! Siempre en su línea —escuché de pronto.
Cerré los ojos, apoyé la frente en la de Lydia y suspiré.
—Solo será un minuto.
Broderick Simmons había sido mi compañero en la universidad, y las casualidades del destino quisieron que acabáramos trabajando codo con codo en Trusk, Eaton and Associates. Él continuaba en penal mientras yo hacía años que me había pasado a mercantil. A pesar de conocernos bien y medio tolerarnos, no éramos amigos. Él andaba buscando cierta rivalidad que yo intentaba esquivar, y la frustración que eso le generaba la disfrazaba con una simpatía que rozaba lo bochornoso.
—¡Maldito cabronazo! —gritó Broderick al llegar junto a nosotros. Llevaba alguna copa de más y, por instinto, escondí a Lydia detrás de mí—. Les diste bien por el culo a esos hijos de puta de FCC. Astrid me ha contado que ayer te los comiste de un bocado en las negociaciones. ¡Eres el puto embajador del Quan, como Jerry Maguire!
Astrid era mi pasante desde hacía un par de semanas. Una chica ambiciosa y muy trabajadora, pero también un poco bocazas. La vi acercarse junto a otras dos abogadas del bufete y me disculpé con Lydia por hacerla esperar.
—Cinco minutos y nos vamos. Te lo prometo.