Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 8

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Lydia

—Solo es un paseo —le recordé a Jess cuando llegó a casa para hacerse cargo de Sophia. Sus bromas e insinuaciones me estaban poniendo de mal humor.

—Un paseo con un tío buenísimo que te ha dicho que le gustas. Es más que un paseo, reconócelo.

No, no podía reconocerlo, porque eso supondría darle alas a mi mente para continuar construyendo situaciones hipotéticas que me agobiaban. No tenía tiempo para una relación. Mi vida se dividía entre el trabajo y Sophia, entre respirar y sobrevivir. Mis responsabilidades pesaban más que la emoción de un mensaje en mitad de la noche o la ilusión del atuendo perfecto para una cita. Y, sin embargo, ahí estaba, cediendo ante la insistencia de un hombre y robándole tiempo a mi pequeña, que estaba encantada con el desmadre de ropa que había sobre la cama.

—Ponte el vestido rojo. Es mi favorito —sugirió Jess—. La blusa azul con la falda de cuero también es una buena opción.

—¡Es todo demasiado formal!

—Pues entonces el vestido estampado.

—Demasiado veraniego.

—¿Y los pantalones negros con el top amarillo?

—Pareceré una buscona.

—¡Me rindo! —exclamó Jess. Sophia levantó la cabecita de sus brazos y se quitó el chupete para ofrecerme una sonrisa—. Si solo es un paseo, ponte cómoda. ¿Con qué te sientes cómoda?

—¿Con un chándal? —Puso los ojos en blanco ante mi respuesta—. No lo sé. ¿Unos vaqueros y una blusa? Me gusta la negra, la de gasa.

—¡Bien! Pues ya lo tenemos. Ponte unas botas bonitas y la chaqueta de punto. Si no está ya enamorado, caerá esta tarde.

—¡Eso no me ayuda! —le grité cuando ya se iba.

—¡Vas a llegar tarde!

Cuando me miré en el espejo a punto estuve de dar marcha atrás e inventarme una excusa para no ir. Vi una imagen de mí misma muy aceptable, una que no había visto en mucho tiempo porque, cuando eres madre soltera y no tienes con quien compartir tu vida, cambias las noches locas por sesiones maratonianas de series; pasas de las citas románticas y terminas por beberte botella y media de batido de plátano en la soledad de tu salón mientras Brad Pitt se enamora de la novia de su hermano en Leyendas de pasión. Lo más cerca que había estado de cuidar mi imagen personal era procurar ponerme unas mallas sin agujeros y, aunque estuviera feo reconocerlo, me conformaba con el amigo a pilas que Melinda me había regalado por Navidad.

—Lo he buscado en redes sociales y no tenemos nada en común.

—Tonterías —dijo Jess.

—En serio, va de fiesta en fiesta y de mujer en mujer. No es mi tipo.

—Tú no tienes tipo, Ly. Déjate llevar un poco.

—¿Y si es un gilipollas? ¿Y si es uno de esos hombres que no deja de hablar de sí mismo? ¿Y si es un muermo? ¿Y si es como…?

—¿Y si no lo es? —contratacó Jess—. Por ahora, ha demostrado ser atento y agradable. ¿Y si resulta que, además, es uno de esos que no se andan con tonterías y te empotra contra la pared de su apartamento? Necesitas un hombre así, y Austin tiene toda la pinta de encajar.

—Eso no va a pasar.

—No lo saaaaaabes… —Volvió a canturrear. Cómo me jodía que hiciera eso—. Ve, pásalo bien, disfruta un poco y no te cierres a nada, y eso incluye las piernas.

Austin

Con el tiempo había perfeccionado mis estrategias en las citas, y ya no tenían secretos para mí. En la primera me mostraba siempre encantador y eso las relajaba, les soltaba la lengua si estaban algo intranquilas y me permitía verlas tal y como eran. No solía besarlas más que en la mejilla porque, si la chica me gustaba y yo a ella, la espera alimentaba el deseo. «Strike uno», pensé, la chica ya me gustaba, yo a ella también y la espera me estaba matando.

En la segunda cita la cosa cambiaba un poco. No dejaba pasar mucho tiempo e intentaba sorprenderlas con algo que les gustase, algo que hubiera advertido en nuestra conversación del primer día. Y entraba en juego el factor seducción. Seducir a una mujer era como tocar el violín: suavidad, delicadeza, precisión y dedos hábiles. Yo no tenía ni puta idea de violines, pero se me daban muy bien las segundas citas. Si la chica entraba en mi juego y respondía a mis insinuaciones, ya lo teníamos. Me valía su casa o la mía, el baño del restaurante o un motel de carretera. Pero si aún quedaban barreras por destruir me esmeraba en despedirme con un beso arrebatador, de los que las dejaba preguntándose por qué seguían oponiendo resistencia. «Strike dos», me dije. En el hipotético caso de que hubiera una segunda cita, ya había quedado claro que mi poder de seducción con ella cojeaba más que la mesa del salón de mi madre. Lo de tocar el violín con Lydia iba a ser misión imposible.

Y en la tercera cita… ¡zas! ¡A saco! Podía ser muy animal, podía pasar de un: «Hola, ¿cómo estás?» a hacerle un reconocimiento manual en toda regla en cuestión de segundos. Y… «Strike tres». Llegar a la tercera cita era el problema en sí.

Por norma general, a riesgo de parecer un tío superficial, no me gustaban las mujeres complicadas, me gustaba que la cosa fuera fácil. Me atraían las que tenían las ideas claras y las que compartían mi visión de la vida y el sexo. Las veces que me había dejado llevar por mi cabezonería y me había costado más de lo normal llegar a una mujer, se me había ido de las manos. Las difíciles eran luego las más peligrosas, las que convertían tres besos con lengua en una relación seria, las que me fundían el móvil a mensajes y se presentaban en mi casa en pleno partido decisivo de los Sox, las que esperaban una declaración de amor después de cada orgasmo. Yo no era así y no quería a una chica pegada a mi culo por muy bien que se le diera el sexo. Quería pasarlo bien, divertirme, follar y no cargarme de preocupaciones. Por eso pocas pasaban de la tercera base.

Pero cuando vi aparecer a Lydia… ¡Jooooder! Iba a tener un problema, ¡muchos problemas! Respirar estaba siendo el primero. No parecer un idiota, no comportarme como un troglodita, no babear, no tartamudear…

«Austin Gallagher, ¡eliminado!».

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