Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 9

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Lydia

Llegué tarde a las escaleras del museo y había tanta gente que me costó localizarlo. Él lo hizo por mí. Me tocó el hombro y lo encontré demasiado cerca.

—Hola.

—Siento el retraso —dije a modo de saludo—. El autobús… —… y mi hija, que se ha puesto a llorar justo antes de irme, y mi aversión a subir al metro, y mi economía que me impide pedir un taxi para llegar a tiempo…, quise explicarle.

—No importa. ¿Paseamos?

Asentí, nerviosa, y seguí la dirección de su mano hacia Lake Shore. La tarde hubiera sido perfecta si el viento me hubiera dado una tregua. Dejarme el pelo suelto no había sido una buena idea, y estaba pagando las consecuencias: los mechones me cubrían los ojos cada dos pasos y terminé maldiciendo.

—¡Aggg! No sé cómo lo aguantáis.

—¿El qué? —preguntó Austin, muy divertido con mis constantes manoteos.

—¡El viento! Es lo que llevo peor.

—Es parte del encanto de Chicago. —Le fruncí el ceño. Yo no le veía encanto alguno, pero su mueca ante una nueva ráfaga me hizo sonreír—. ¡Eso está mejor!

El cielo comenzaba a cubrirse con sus característicos tonos rojizos, el calor del mes de junio aún no era sofocante y, sin embargo, notaba las mejillas ardiendo. Era el efecto que tenía la mirada de Austin fija sobre mí.

—Deja de hacer eso —le dije disimulando una sonrisa.

—¿Hacer qué?

—Ya sabes qué —insistí—. Deja de mirarme así.

—Así, ¿cómo?

—Austin…

—Entiéndeme, es la primera vez que te veo sin el uniforme, y es difícil no enamorarse de ti. —Estaba de coña. Se llevó una mano al pecho con mucha teatralidad y caminó de espaldas frente a mí esquivando a duras penas a las personas que nos cruzábamos—. No puedes culparme. Estás… ¡wow!

Puse los ojos en blanco y él volvió a reír con ese sonido contagioso que empezaba a gustarme tanto.

—No te enfades, rubia. —Me dio un empujoncito con el hombro y acompasó sus pasos a los míos—. Me gusta tu uniforme, pero esta Lydia es menos… rosa.

—Sí, la verdad es que el vestido es un poco llamativo, pero no me importa. Ni a Jess. Si Melinda nos pidiera ir vestidas con un saco de basura, lo haríamos. Es maravillosa.

Lo miré de reojo y vi cómo se soplaba el pelo que le caía en la frente. Era una de las cosas que más me llamaba la atención de Austin: ese gesto era encantador.

—¿Llevas mucho tiempo trabajando allí?

—A veces tengo la sensación de que he pasado mi vida entera en esa cafetería, pero en realidad entré hace solo tres años. Son como… mi familia.

—Es una suerte. No todo el mundo siente devoción por su empleo y mucho menos por su jefe.

—¿Ese es tu caso? —curioseé.

—No, no, al contrario. A mí me pasa un poco como a ti, solo que yo no llevo uniforme rosa. No me quedaría nada bien —bromeó. Lo repasé de arriba abajo y no pude estar de acuerdo con él: le sentaría bien cualquier cosa que se pusiera—. Me gusta lo que hago, unos temas más que otros, desde luego, pero, en general, es lo que siempre he querido hacer. Y, además, me ha permitido conocer a gente interesante y me ha dado la oportunidad de formar parte de cosas muy bonitas.

—¿Qué cosas? —quise saber. A Austin le gustó mi entusiasmo.

—Pues, a ver, por ejemplo… Fui abogado penalista hace un tiempo y ayudé a muchos chavales a reinsertarse en la sociedad. Hacían labores de servicio en centros asistenciales y terminé de voluntario en uno de ellos. Es una experiencia increíble.

—Voluntario, ¿eh? No te pega.

—Ah, ¿no? ¿Y qué me pega, según tú?

—No sé, te veo más asistiendo a grandes fiestas de esmoquin y codeándote con la flor y nata de Chicago —respondí—. Tienes ese aire…

—¿Qué aire? —Abrió los brazos y se exhibió delante de mí—. Mírame, vaqueros, camiseta, deportivas… Soy un tipo normal. Que lleve traje a diario no quiere decir que… ¿Qué aire crees que tengo?

No pude aguantar la risa. Lo dijo con un tono tan cómico que me salió una carcajada espontánea y me tapé la boca. Dio varias vueltas sobre sí mismo, incluso tiró de su camiseta para verse mejor. Cuando llevaba traje tenía aspecto de hombre de éxito, de los que ganan pasta y viven con comodidad, sin preocupaciones. Pero en ese momento, allí, en aquel camino de Jackson Park, con el cielo púrpura de Chicago como telón de fondo, tenía razón: era un tipo normal, divertido. Y que olía condenadamente bien.

Se acercó poco a poco, muy serio, y me cogió de las muñecas. La risa se me cortó de golpe y tragué saliva con dificultad.

—Me gusta verte sonreír —dijo, y tiró de mis manos para descubrir mis labios—. Tienes una sonrisa preciosa. No te escondas. Vamos, sigamos paseando un poco más.

Me quedó claro muy pronto que esto de las citas no tenía misterios para él. Era todo un seductor: controlaba los temas de conversación, hacía las preguntas correctas y sus bromas iban dirigidas a romper la tensión que aún había entre nosotros. No invadió mi espacio, salvo en contadas ocasiones en las que nuestros dedos se rozaban al caminar. Si lo estaba haciendo de forma intencionada, también se le daba de lujo.

—¿Te gusta el béisbol? —preguntó de pronto.

—No especialmente. Digamos que puedo vivir sin él.

—¡Eso habrá que solucionarlo! —exclamó—. ¿Y algún otro deporte?

—No soy muy deportista —dije avergonzada. Era evidente que él sí y que no teníamos nada en común—. Me gustaba patinar sobre ruedas, pero hace años que no me pongo unos patines.

—¿Patines en línea?

—No, skate roller.

—Te pega —dijo con descaro—. Ya te imagino con patines rosas en la cafetería.

—No creas, a Melinda se le ha pasado por la cabeza en alguna ocasión. ¿Y tú? ¿Línea o roller?

—¡Oh, no, no, no! El patinaje y yo no somos buenos amigos. Además, en mi casa se prohibieron los patines después de que mi hermana y yo engancháramos a mi hermano Thomas a la bici. Lloró y gritó por toda la calle.

—¡Pobre niño! ¿Qué edad tenía?

—Nosotros teníamos diez años. MC y yo somos mellizos. Thomas tenía seis.

Me gustó escucharlo hablar sobre sus travesuras mientras hacía pedazos algunas briznas que había cogido del césped. Me confesó cómo estrellaron el coche de su hermano mayor, algo que no le había contado a nadie, y cómo emborracharon al perro de la vecina para que dejara de ladrarles.

Hizo que el tiempo pasara volando entre anécdotas infantiles y muchas risas. Consiguió distraerme, que ya era más de lo que había esperado. Por eso, cuando me preguntó por mi familia, el corazón dejó de latirme en el pecho y por poco me atraganto con mi propia saliva.

—Jess y Melinda son mi familia —mentí.

En realidad, ellas eran lo más parecido a una hermana y una madre que hubiera podido desear. Pero no le dije nada de Sophia. No tenía ganas de dar explicaciones a alguien que solo quería pasar un buen rato conmigo, alguien demasiado curioso que haría más preguntas de las que estaba dispuesta a responder.

Austin

No insistí. Estaba claro que no le gustaba hablar de su familia y, aunque me moría de curiosidad por saber por qué se había puesto tan nerviosa, lo dejé estar.

La vi mirar el reloj y supe qué venía a continuación. Me había concedido dos horas de su domingo y ya habíamos llegado al ecuador de la cita.

—Deberíamos volver. Se está haciendo tarde y no quiero perder el autobús.

—Es pronto todavía. —Le rocé los dedos con los míos para pedir permiso antes de tocarla y me recompensó mordiéndose el labio, indecisa. Luego, con suavidad, tiré de ella hacia el camino que se adentraba en el parque—. Ven, quiero enseñarte un sitio.

Crucé los dedos para que el Light’s Bar siguiera allí, escondido tras las ramas de los árboles de Jackson Park. Lo descubrí poco después de trasladarme de Rockford, donde vivían mis padres, a Chicago, y se convirtió en uno de mis lugares favoritos. Pero hacía tiempo que no pisaba esa parte de Lake Shore y también hacía mucho que las tardes de domingo de beber solo y ver béisbol se habían acabado.

—¡Bingo! —exclamé. Estaba igual que lo recordaba.

—¿Hello Babes? —leyó Lydia con la ceja levantada—. ¿Qué sitio es este?

«Un sitio cojonudo», pensé sonriente.

La barra de madera, los travesaños cubiertos de hiedra y lucecitas, taburetes con mucha historia y el cartel luminoso, anaranjado y legendario que ella acababa de leer: «Hello Babes».

—Aquí hacen las mejores enchiladas de toda la ciudad. Algún día te traeré a cenar para que juzgues por ti misma.

—¿Algún día?

—Bueno, si quieres que cenemos ahora…

—No creo que…

—Ya me imaginaba. —Chasqueé la lengua, pero le guiñé un ojo—. Lo que te decía, algún día vendremos para que las pruebes, pero hoy solo nos tomaremos una cerveza.

—Yo no bebo alcohol.

—¿Y qué va a beber la señorita? —le pregunté. Tomé asiento en la barra y di unos golpecitos en el taburete junto al mío—. ¿Un refresco?, ¿zumo?, ¿café?

—Se suponía que solo íbamos a dar un paseo, Austin. No puedo quedarme mucho más.

—Yo te llevaré a tu casa luego, no te preocupes.

—No quiero que me lleves a mi casa.

Le hice un gesto al camarero para que aguardara un minuto. Lydia empezaba a sentirse incómoda y el ambiente distendido que había conseguido crear entre nosotros se estaba esfumando.

—Escucha. —La sujeté por los brazos y flexioné las rodillas para tener los ojos a su altura—. Si no quieres que nos quedemos, no pasa nada, ¿de acuerdo? Pensé que después del paseo nos iría bien tomar algo, pero si quieres volver ya, lo haremos. No importa, ¿vale?

—Lo siento. No quería sonar tan…

¿Sexy? —acabé por ella y conseguí mi cometido. Se le colorearon las mejillas y una sonrisa tímida le tiró de los labios—. ¿Qué? Me ha parecido que sonabas increíblemente sexy.

—Eres imposible.

Y con esa sencilla afirmación, separó el taburete y se sentó.

—Una cerveza y un refresco de cola, por favor —pidió al camarero.

Me estaba volviendo loco y no por su comportamiento contradictorio, sino por esos pequeños gestos que hacía para disimular lo que sentía. Yo le gustaba, era evidente. Pero por alguna extraña razón, pretendía hacerme creer lo contrario y no se daba cuenta de que fallaba del todo. Me miraba de reojo cuando creía que no la observaba y se le escapaba el aliento cuando mi mirada coincidía con la suya. Se mordía el labio con frecuencia, sobre todo cuando, por descuido, mis dedos la rozaban o mi mano fingía dispensarle una caricia sin importancia. Y, joder, esos labios me llamaban tanto como la luz a las polillas.

—Cuéntame alguna anécdota de la cafetería —le pedí. O dejaba de jugar con la cañita en la boca o no iba a poder seguir conteniéndome—. Algo que recuerdes con cariño.

—Mmm… a ver, deja que piense… No tengo anécdotas tan divertidas como las tuyas con tus hermanos, pero una vez tuvimos una pedida de mano de un espontáneo. Era viernes por la noche, el chico se había bebido un par de cervezas e hizo callar a todo el mundo. Luego, ya sabes, hincó la rodilla y sacó un anillo que había hecho con una servilleta.

—¿Y ella aceptó?

—Aceptó y se casaron un par de semanas después. Melinda les hizo la tarta de boda.

—Vaya.

—Sí, vaya —repitió un poco ensimismada. Pero sonrió a continuación y apoyó el mentón en la mano—. También tuvimos un atraco.

—¿Os atracaron? —Joder, eso no era nada divertido, ¿por qué se reía?—. ¿Cuándo?

—Fue poco después de empezar a trabajar allí. Estábamos a punto de cerrar, era un día entre semana, y un hombre entró y nos pidió que vaciáramos la caja. Llevaba un arma y parecía desesperado, pero se ve que también estaba hambriento, porque cogió uno de los muffins de Melinda, se lo comió de un bocado y se atragantó.

—¡¿Qué?! —Solté una risotada que acompañó a su risilla cantarina.

—¡Sí! Se atragantó. De pronto, empezó a hacer gestos con las manos y a darse golpes en el pecho. —Gesticuló para escenificar el momento y me pareció adorable—. Tiró la pistola, que resultó ser de juguete, y se desmayó.

—No me jodas…

—Y lo mejor es que Melinda tuvo que hacerle la maniobra esa hasta que expulsó el trozo de muffin que se le había quedado atascado.

—Menudo atracador. ¿Lo denunciasteis?

—¡Nos denunció él a nosotras!

—¡¿Qué?!

—Lo que oyes. Dijo que habíamos intentado matarlo con una de nuestras magdalenas.

—¡Encima! Vaya idiota. Con lo buenas que están.

—Es que se comió una que habíamos dejado de exposición en la vitrina del escaparate. —Rio más fuerte—. ¡Llevaba días ahí!

Nos costó dejar de reírnos de aquel pobre desgraciado y aproveché la ocasión para tocarla a propósito una vez más. Le aparté el pelo de la mejilla mientras continuaba riendo, mis nudillos rozaron su piel y ella cerró los ojos.

Hubiera mandado a la mierda todas mis teorías sobre las citas y la hubiera besado en aquel preciso instante. Era el momento y, cuando Lydia me miró, supe que ella también lo deseaba, que sentía mi mano acariciándole el cuello y no quería que la apartase. Pero no la besé.

—Se está haciendo un poco tarde —susurré—. Te llevaré a casa.

Me hizo creer que así sería durante el paseo de regreso, que me saldría con la mía por fin, pero cuando llegamos a las escaleras del Museo de Ciencia, se negó en rotundo.

—Te prometo que ni siquiera bajaré del coche. —Negó de nuevo—. Te pido un taxi, entonces.

—Prefiero el autobús.

—Pues te acompaño a la parada —insistí.

—No es necesario —rehusó—. Tu caballerosidad está intacta, no te preocupes.

—Mi caballerosidad está ofendida, que lo sepas.

—Lo he pasado bien. Eso es lo importante.

—¿Bien como para repetir otro día? ¿O bien en el sentido de «no quiero herir tus sentimientos, pero esto no va a volver a pasar»?

Era la primera vez en mi vida que buscaba la aceptación de una mujer a la que ni siquiera había besado. Por norma general, eran ellas las que me preguntaban si habría una segunda cita o las que se tiraban a mis brazos antes de salir del coche. Pero no con ella.

Con Lydia nunca había algo fácil o normal.

Dudó antes de responder a mi pregunta.

—Ya lo iremos viendo, ¿de acuerdo?

—Entonces, ¿puedo llamarte? —Asintió—. ¿Cuándo yo quiera?

—Prueba a ver…

Levanté la mano para despedirme y me quedé como un idiota viendo cómo se alejaba. Sin embargo, el Austin seductor que habitaba en mí se vino arriba de repente y saqué el móvil. Marqué su número y esperé con una sonrisa canalla. La vi detenerse y buscar el teléfono en el bolso. Luego se dio la vuelta y se lo llevó a la oreja. Su preciosa mirada fue toda para mí.

—¿Te das cuenta de que esto es absurdo?

—Has dicho que podía llamarte —le recordé y me encogí de hombros—. Solo estoy comprobando que decías la verdad.

—¿Y ya estás contento?

—Lo estaría más si me hubiera atrevido a besarte. Me moría de ganas de hacerlo desde que te he visto llegar. ¿No se me notaba?

—No, no se ha notado nada —ironizó.

—Tendré que esforzarme más la próxima vez, ¿no crees?

—Voy a perder el autobús —dijo entre risas.

—Vale, vale, vete. Buenas noches.

—Buenas noches, Austin.

—Y, Lydia…

—¿Qué?

—Yo también lo he pasado bien.

Cuando te enamores del viento

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