Читать книгу Cuando te enamores del viento - Patricia A. Miller - Страница 12

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Austin

La esperé en la puerta de la cafetería sin salir del coche mientras revisaba los últimos correos electrónicos que la junta de la fundación me había mandado. Mi hermana me había llamado dos veces, pero no le había cogido el teléfono. Ya sabía lo que iba a decirme, era como si la tuviera metida en la cabeza. Nick le habría contado nuestra conversación y ella habría atado cabos de inmediato. Solo era cuestión de tiempo que hiciera partícipes de la noticia al resto de la troupe Gallagher y que el chat familiar saltara por los aires.

Levanté la mirada de la pantalla y se me cayó el móvil de las manos al ver a Lydia. Estaba… ¡Wow! Se había puesto un vestido rojo corto, llevaba sandalias de tacón y el pelo suelto, con unas ondas que invitaban a sumergirse en ellas, aspirar su aroma y acabar alborotándolas.

Bajé del coche embobado, sin pestañear. Había salido con muchas chicas, pero esta era la primera vez que me daba miedo no estar a la altura. No había nada artificial en ella, su sinceridad era abrumadora, y esa sencillez que la avergonzaba a veces era su mejor cualidad, además de unas piernas de infarto que por primera vez veía al natural.

La besé en la mejilla, pero le advertí con mi cuerpo que esa sería la última vez que sería tan comedido. Mis manos encontraron solas el camino por su cintura y mi nariz buscó ese aroma fresco que escondía en el hueco bajo la oreja. Ella se rio nerviosa y echó una mirada por encima del hombro hacia el escaparate de la cafetería, donde sus compañeras no perdían detalle de cómo nos saludábamos.

—Antes de que acabe esta noche pienso besarte por todas las veces que he tenido ganas y no he podido hacerlo —le susurré—. Estás increíble.

Se despidió de las chicas con un movimiento de la mano y subió al coche con cuidado de que no se le subiera el vestido. A mí no me hubiera importado que lo hiciera, desde luego. Se me ocurrían muchas cosas que hacer con toda la piel que quedaba a la vista.

—Tengo la sensación de que voy demasiado arreglada, ¿no? ¿A dónde vamos?

—Si te lo digo me tienes que prometer que no te echarás atrás.

—Eso no ayuda. ¿No serás de esos tíos raros que le gustan los sitios… raros? Ya sabes, clubs swinger y cosas así.

¡Joder! No me podía imaginar con Lydia en un lugar así, o sí, pero antes quería tenerla solo para mí. Sus pensamientos iban más rápidos que nuestra relación.

—No vamos a ningún club. Vamos a mi casa.

—¡¿A tu casa?! Austin, no creo que…

—Vamos a cenar en el mejor sitio de la ciudad sin que nadie nos moleste. —Apreté las manos alrededor del volante para evitar acariciarle los labios. Si no dejaba de mordérselos no llegaríamos ni al aparcamiento—. Te gustará, ya verás.

—Pero has dicho que vamos a tu casa y yo…

—No va a pasar nada que tú no quieras, ¿de acuerdo? Tú mandas y yo obedezco.

Había dejado la terraza preparada y el servicio de cáterin lo había dispuesto todo a la perfección. Las vistas eran preciosas y eso la convertía en el sitio ideal para cenas románticas, como la que había preparado para Lydia. La decoración era rústica y en ella predominaba el blanco. Las velas y las plantas le daban ese toque bucólico que invitaba a sentarse en alguno de los rincones que la decoradora había creado para ofrecer un ambiente íntimo. Mis hermanos decían que solo le faltaba un jacuzzi para convertirlo en el picadero de cualquier soltero, pero no me hacía falta. En mi cuarto de baño había una bañera de hidromasaje que ya cumplía con esa función. Me gustaba vivir bien.

Lydia se paseó entre los muebles de madera acariciándolos aquí y allá, como al descuido, mientras yo la observaba desde la puerta. Crucé los brazos y dediqué unos minutos a seguirla con la mirada. Era la primera vez que tenía una cita con una chica allí y, después de comprobar lo bien que Lydia encajaba con todo, me sorprendí al pensar que quería que ella fuera la última.

—¿Has cocinado todo esto para mí? ¿Lo has hecho tú? —Se detuvo en la mesa y sonrió al devorar con la mirada el pato lacado sobre hojas de alga nori, los bocaditos de hojaldre relleno de salsa de setas, unas tostas de salmón y crema de aguacate…—. Estoy impresionada.

—Me encantaría decirte que sí y quedar como un rey, pero seguro que vas a acabar viendo la tarjeta del cáterin bajo las servilletas, y entonces te voy a parecer bastante lerdo y algo capullo. Así que no, no he hecho yo la cena.

Iba por buen camino. Lo supe al escuchar su risa y al ver cómo se acercaba a mí contoneando las caderas. Ella no se daba cuenta, pero yo sí, y me volvía loco.

—¿Traes aquí a todas tus citas?

—No, solo a ti.

—¿Y a qué debo tal honor?

—Imaginé que te gustaría. ¿Te gusta?

—Me encanta. Es un sitio precioso.

—Pues ya verás cuando apague las velas. —Tomé la botella de vino que había en la cubitera y le serví un poco de aquel néctar afrutado—. ¿Vino?

—No, no bebo alcohol, ya lo sabes.

—Solo un poco para brindar —insistí.

En aquel momento, mientras las luces de Chicago dejaban paso a un cielo sin luna y la terraza se sumía en sombras danzantes, me pareció que brindar por nosotros era una idea excelente, y, al final, ella accedió.

—Si esta terraza también forma parte del apartamento, debes pagar mucha pasta por el alquiler —comentó mientras de gustábamos el menú.

—No pago alquiler, en realidad. El piso es mío y la terraza también.

Se atragantó, pero no quise darle importancia. Presumir de mis posesiones no era lo mío.

—¿Eres el propietario? —Asentí antes de beber de mi copa y ella me imitó—. Debió de costarte mucho dinero.

—¿Quieres saber cuánto?

—No, no quería… Es decir, que no pretendía… No me hace falta saberlo. Imagino que será un buen pellizco —dijo, incómoda. Dio otro sorbo al vino y disfrazó su inquietud con una sonrisa—. Si llego a saber todo esto hubiera traído el postre.

—Créeme, lo has traído.

Lydia

Estaba todo delicioso, pero tener a Austin mirándome a tan poca distancia me impidió disfrutar de la cena.

Y esa insinuación sobre el postre…

Tuve que desviar la mirada para que no viera cuánto me afectaban esas indirectas, me encendían, me desbocaban el pulso, me sentía desbordada por una emoción tan intensa que no sabía cómo manejar. En realidad, todo lo que él hacía y decía empezaba a calar en mí demasiado hondo.

—Ven, quiero que veas una cosa.

Me cogió de la mano con suavidad y me llevó a la zona más apartada de la azotea. Fue apagando velas por el camino hasta que la terraza quedó sumida en una cómoda penumbra. Luego se dejó caer en medio de un mar de almohadones blancos y me invitó a hacer lo mismo.

—No voy a acostarme contigo ahí.

—No quiero que te acuestes conmigo aquí —pronunció lentamente. Su voz me provocó un cosquilleo en el vientre—. Quiero que te tumbes para que puedas ver una cosa. Si no quieres, no importa. Tú te lo pierdes.

¿Por qué todo lo que hacía me parecía un reto? Se acomodó con las manos en la nuca y cruzó los pies a la altura de los tobillos. Había suficiente espacio para tumbarme sin tener que rozarlo, así que lo hice. No me lancé de espaldas, como había hecho él. Me senté en el borde y, poco a poco, fui recostándome hasta quedar tumbada.

—¿Bien? —me preguntó con la cabeza ladeada hacia mí.

—Bien —mentí, pero me reí y traté de acomodarme un poco moviendo las caderas hasta encontrar la posición.

—Vale, ahora deja de moverte y mira al cielo.

Me bastó un segundo para entender lo que deseaba mostrarme. Era una noche sin luna y las estrellas brillaban de una forma mágica.

—Es precioso —murmuré.

—Lo es. Me encanta subir aquí y hacer esto.

Fue mi turno de mirarlo a placer. Mientras él hablaba sobre constelaciones y mitología, yo me perdí en sus rasgos, en la forma de su rostro, en esa nariz recta y un poco respingona, en los mechones de pelo que le caían sobre la frente…

Cerré los ojos para olerlo, porque jamás había olido a un hombre así, y su voz se me coló muy dentro. Empecé a sentirme relajada y le atribuí parte de culpa al vino, pero no podía engañarme a mí misma: era él el que provocaba ese hormigueo desesperante que me quemaba la piel, era él el que convertía las palabras en susurros que me mimaban como no había hecho nadie nunca. Y fui yo la que di el paso decisivo hacia algo que, quizá, nunca debió empezar.

—Austin…

—¿Sí?

—¿Cuánto más vas a aguantar?

Se acodó muy cerca de mí y suspiró.

—¿Cuánto más quieres que aguante? —Me encogí de hombros. Quería decirle que ya estaba bien, que me besara, que era yo la que no podía esperar más, pero él estaba cada vez más cerca y lo dejé en sus manos—. Puedo ser muy paciente, Lydia. Muy muy paciente. —Deslizó un dedo por mi pierna hasta el muslo y lo subió por la cintura—. Pero si aún tienes dudas, ¿quieres que te dé un adelanto de lo que me gustaría hacerte?

—Sí —jadeé.

—Me gusta tomarme las cosas con calma y no perderme nada de lo que pasa cuando toco a una mujer. Me gusta escuchar sus sonidos, descubrir su tacto y probarlo todo, probarlo muchas veces. —Cerré los ojos y me dejé seducir. Su dedo me acarició la clavícula y luego contorneó mis labios muy despacio—. Cada vez que te los muerdes o te pasas la lengua sufro y duele. —Era algo que no podía controlar y volví a morderme el labio inferior. Me cogió la mano y la puso en el pecho, a la altura del corazón—. ¿Lo notas? —Asentí. Luego la deslizó por su abdomen y la detuvo sobre su prominente erección—. ¿Y esto? ¿Lo notas?

Me incitó a presionar un poco y escuché un siseo en su respiración, pero no me dejó apartar la mano. Mientras yo me quemaba con el calor de su sexo, me acarició el interior de la muñeca y sus dedos llegaron a mi costado, muy cerca del pecho. Me revolví en busca de su contacto. Necesitaba que me tocara como yo lo hacía con él, que abriera la mano y me calmara la ansiedad. Pero él estaba más ocupado repasando el contorno de mi escote allí donde mi respiración agitada amenazaba con hacer estallar la parte de arriba del vestido. Lo busqué con los ojos y le rogué en silencio. No podía más, me dolían los pechos, mis caderas querían moverse, la cabeza me daba vueltas.

—Hazlo —gemí de forma inaudible.

Austin se acercó más y su voz resonó en mi oído junto a una caricia electrizante.

—¿Que haga qué?

—Todo, hazlo todo.

Y lo último que vi fue su sonrisa de victoria. Luego solo sentí. Su boca sobre la mía, su lengua caliente y especiada por el vino, sus manos por todas partes, su pelo acariciándome la frente, su olor en el aire y fuego líquido deslizándose por mi interior hasta inundarlo todo. Me besó con fuerza, pero con la delicadeza que prometían sus labios, y encontró con sus dedos lugares que me encendieron hasta hacerme gemir.

—¿Hasta dónde quieres que llegue? —me preguntó al tiempo que su mano acariciaba el interior de mi muslo, cada vez más arriba—. Tú pones el límite.

—Hasta el final.

—¿Estás segura? —Su mano siguió más arriba hasta rozar la humedad que empapaba mis bragas—. ¿Lydia?

—Hasta el final —repetí.

De nuevo su sonrisa de canalla y ese brillo de ojos al que me había hecho adicta. Le busqué la boca para besarlo mientras sus dedos subían y bajaban y me erizaban la piel. Quería que me tocara otra vez, se acercaba, pero no llegaba a hacerlo, y empecé a jadear contra sus besos. Me olvidé de todo: de mi manera de retorcerme, de su destreza para bajarme el escote, de su boca en mi pecho, de su lengua probándome… Yo solo podía sentir y aguantar para no llegar al orgasmo sin que me hubiera tocado.

—Vamos abajo. Quédate a pasar la noche.

—No… —pronuncié sin voz.

Me silenció con otro beso de los que te dejan sin aire y con mil caricias que me encendieron hasta gemir.

—Quédate, Lydia —rogó mientras me torturaba los pezones—. Quédate conmigo.

—No.

Dios mío, estaba a punto…

—Quédate, por favor…

Mis piernas se abrieron un poco más, su mano se convirtió en la fuente de mi placer. Lo hizo con timidez, al principio, pero una vez que sus dedos traspasaron la barrera del encaje, solo pude pensar en lo suaves que eran y en lo bien que me sentía. La sangre me rugía en los oídos, me dolían los músculos de la espalda, tenía palpitaciones por todo el cuerpo, pero no lo hubiera detenido por nada del mundo. Necesitaba la liberación que él prometía, necesitaba que fuera más rápido y que me llenara, porque el cuerpo me pedía estar completa y Austin tenía la clave para satisfacerme.

Sin embargo, la vida tenía una forma muy cruel de equilibrarse; daba y tomaba a su antojo y a mí me lo dio y me lo quitó todo esa noche. Un sonido muy familiar comenzó a oírse a poca distancia. Creí que lo estaba imaginando, que era el orgasmo el que sonaba como el timbre de las puertas del cielo, y lo ignoré.

Cerré los ojos y me concentré en lo que estaba sintiendo, en la boca exigente de Austin, en sus besos, en esa respiración que se mezclaba con la mía, en el placer… Bendito placer.

Y, de pronto, regresó el sonido. Más insistente, más claro, más familiar.

Era mi móvil y solo había una persona y un motivo por el que sonaría así.

Cuando te enamores del viento

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