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Los cerdos hacían un ruido infernal en los cobertizos. El viento agitaba las ventanas con violencia mientras la nieve atravesaba el patio en diagonal, empujada por otra ventisca.

Beth Clarke cogió una taza del armario de la cocina y abrió el grifo. Nada. Lo probó de nuevo, con el mismo resultado.

—¡Papá! —gritó en dirección al salón, donde su padre apretaba con furia las teclas de una calculadora anticuada—. ¿Qué pasa con el agua?

—Se han congelado las tuberías, seguro. —El golpeteo casi ahogaba su voz.

—¿Qué vas a hacer al respecto? —Beth dejó la taza en el fregadero con un golpe y comprobó si había suficiente agua en el hervidor para que su padre se preparara el té más tarde. Probablemente. Apenas.

—Por el amor de Dios —gruñó el hombre.

Beth se volvió y lo encontró de pie en la puerta, con la calculadora en una mano y en la otra, un fajo de papeles llenos de columnas torcidas de números escritos a mano. Todavía llevaba la ropa del día anterior.

—¿Has estado despierto toda la noche?

—Sí, por desgracia. No consigo que cuadre la declaración de IVA. Supongo que no podrás hacerla con el portátil, ¿verdad? —Una tos le cortó la voz y el hombre se dobló, resollando.

—Supones bien. —Beth se agachó, recogió la mochila de debajo de la mesa y se la colocó en la espalda. Se alisó las perneras de los estrechos tejanos negros y ató un cordón de las botas rojas brillantes—. Me voy a trabajar.

—¿A trabajar? No esperarán que vayas con este tiempo.

—Tengo que ir al encendido de las luces de Navidad esta tarde. Pero primero debo visitar los mercadillos navideños en la ciudad. —Sintió emoción. Le encantaba escribir artículos para el periódico local.

—No puedes conducir por la carretera con este tiempo. Son casi quince kilómetros.

—Como si no lo supiera —repuso entre dientes.

—Deja que me ponga el abrigo. Te dejaré en la ciudad.

—No me pasará nada. —Beth cogió el plumífero negro del respaldo de la silla y se lo puso antes de darse cuenta de que no se había quitado la mochila—. Maldita sea.

Mientras se arreglaba, oyó el sonido de los pies descalzos de su padre, que se dirigía a la oficina improvisada en la esquina del salón. «Es un caso perdido», pensó.

Al abrir la puerta trasera, se vio asaltada de inmediato por el gruñido agudo de los cerdos.

—No te olvides de dar de comer a los animales —gritó. El viento se llevó sus palabras.

Con cuidado, cruzó el patio hacia el Volkswagen Golf azul brillante. Su madre lo había comprado poco antes de largarse a un lugar donde nunca nevaba. Hacía cinco años, cuando Beth tenía solo diecinueve. Se detuvo. Había oído que su madre había regresado a Ragmullin, pero no sentía ningún deseo de buscarla.

La puerta del coche estaba congelada. Echó el aliento en la manecilla con la esperanza de descongelar la cerradura. No hubo suerte. Tendría que usar la última gota de agua del hervidor. Tal vez su padre cuando le resultara imposible hacerse una taza de té, encontraría la motivación para arreglar unas cuantas cosas en la granja.

Dios, cómo odiaba vivir en el pueblo de Ballydoon.

Estaba absolutamente convencida de que era el culo del mundo.

* * *

Pasaron siete minutos enteros antes de que Christy escuchara a Beth alejarse conduciendo despacio por la carretera helada.

—Desde luego, esa chica se parece a su madre —masculló para sí mismo. Su mujer (o exmujer, si quería ser pedante) siempre había tenido una mirada diabólica, y hacía lo que quería cuando se le antojaba. Rogaba a Dios que Beth no lo dejara también.

Un vistazo al libro de cuentas confirmó que no había la más mínima esperanza de cuadrar las cifras. Intentar mantener la granja en marcha era demasiado para él. Había cerrado el garaje que tenía en el pueblo, aunque no por voluntad propia. Maldijo el trato que había hecho, a pesar de que era necesario. Aun así, no conseguía arreglárselas. Dejó caer las facturas y fue a la cocina a preparar el desayuno.

Agitó el hervidor. Vacío. Abrió el grifo. Nada. Las cañerías se habían congelado durante la noche.

—Que se vaya todo al infierno —masculló.

Tomó la leche de la nevera y se la sirvió en un vaso. Mientras tragaba el líquido frío, estudió el patio a través de la ventana. Los cerdos estaban inusitadamente ruidosos esa mañana. Christy Clarke se puso las katiuskas mientras sentía el peso del mundo sobre sus hombros de sesenta y cinco años. Descolgó el abrigo del gancho de detrás de la puerta y salió a comprobar el estado de las cañerías.

—Cerrad el pico, capullos —gritó a los cerdos al pasar frente a la puerta del cobertizo.

* * *

Las escaleras siempre podían con ella. No era la cantidad; había veintiún escalones. No, era su por estrechez y la falta de profundidad. Se golpeaba los dedos escalón sí, escalón no, y en un par de ocasiones, aunque se encontraba sobria, había subido los últimos tres a cuatro patas. Hoy, como el ascensor volvía a estar averiado, se lo tomó con calma, sentía todo el peso de su vida en las plantas de los pies.

Al llegar a su apartamento, Cara Dunne metió la llave en la cerradura. Una vez dentro, se apoyó contra la puerta y observó el vaho de su aliento que flotaba en el aire. Se deshizo de los zapatos mojados y sacudió el abrigo antes de colgarlo. Pasó por delante del baño de camino al salón. Un lado estaba iluminado y el otro, donde no había ventana, a oscuras; solo una pared verde con un cuadro anodino.

Dejó el gorro sobre el radiador y se dio cuenta de que estaba helado. Maldición. Comprobó el termostato; estaba al máximo. Algo no funcionaba. Tenía que pasar justo hoy.

Se sentó en el sillón y desbloqueó el teléfono para localizar el número del encargado. No recordaba su nombre. Mills o Wills, algo así. Tenía el cerebro adormecido por el dolor que había experimentado los últimos meses. Y debía reconocer que la mayor parte de ese dolor estaba en su corazón, a pesar de que se había metamorfoseado en un cáncer metastásico, que la sacudía con espasmos sin previo aviso. Había solicitado la baja en el trabajo. Tenía que volver la próxima semana, pero no podía. Todavía no. Nada se había resuelto. Y él todavía seguía ahí fuera, se partía de risa y contaba mentiras sobre ella. Sintió otra punzada de dolor en el pecho y trató de controlar la respiración.

Su mirada se vio atraída hacia la vieja maleta marrón encajada en la estantería bajo el televisor. Una maleta con los recuerdos de otra persona. Una maleta que había ido con ella a todas partes desde que se había marchado a Dublín a estudiar para ser profesora. Una maleta maltrecha y rota. Como ella misma. «Dios —pensó—, soy un cliché».

Fue hasta el dormitorio, se quitó los vaqueros mojados y los colocó sobre el radiador. Frío. Ah, el encargado.

Al abrir el armario vio el vestido, bajo el plástico transparente, al final de la barra. Se burlaba de ella. ¿Por qué lo había guardado si nunca se lo pondría? Ya no sabía nada. Él había robado hasta el último pensamiento original de su cerebro y, luego, la había abandonado con una carcajada. Sintió el ácido alojarse en su garganta y pensó que iba a vomitar, pero se lo tragó, como tendría que tragarse el orgullo para enfrentarse a sus amigos y colegas. Algún día. Pronto. ¿O nunca?

Desechó ese pensamiento y sacó la percha con el vestido cubierto por el plástico. Se lo probaría una última vez y, luego, lo pondría a la venta en eBay.

Sonó un crujido en algún lugar del apartamento.

Se detuvo; el vestido le pesaba en el brazo. ¿Qué había oído? Prestó atención. Nada. Serían los radiadores.

—Ahora sí que me estoy volviendo loca —dijo en voz alta.

Dejó el vestido sobre la cama y se quitó la camisa. Bajó la cremallera de la funda de plástico y sacó la prenda de satén salpicado de diamantes. Sus ojos se llenaron de lágrimas por el día que nunca llegaría. Sostuvo el vestido y se lo puso. La tela fría le cubrió el cuerpo como una segunda piel mientras se lo colocaba con delicadeza sobre los hombros y se estiraba para subir la cremallera del costado.

Ahí estaba otra vez. Un crujido. Una puerta que se abría.

Había cerrado la puerta de entrada, ¿verdad? Aparte de su dormitorio, la única otra puerta que había en el apartamento de un solo ambiente era la del baño. En el espejo del armario vio su rostro palidecer y su boca abrirse; tenía un grito ahogado atascado en la garganta.

Avanzó lentamente hasta el salón, el vestido se le enredaba a los pies.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó, esperando que nadie contestara.

Nada. Nadie.

Miró en la pequeña cocina. Estaba vacía.

Otro crujido, y la puerta del baño se abrió.

Retrocedió contra el radiador helado.

Había alguien en el apartamento.

Las almas rotas

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