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Lottie estaba sentada delante de la pantalla llena de hojas de cálculo, volviéndose loca. Las devoluciones de presupuesto de fin de año eran inminentes. Ni siquiera había completado las hojas de rendimiento de noviembre. Odiaba los números. Odiaba los informes, los archivos y los ordenadores. Pero también sabía que era una parte integral de su trabajo como inspectora de la ciudad de Ragmullin, algo que el comisario en funciones David McMahon le recordaba constantemente.

—Concéntrate —se dijo, con la esperanza de que su propia voz consiguiera infundir motivación y convicción en su cerebro.

—¿Otra vez estás hablando sola? —El sargento Mark Boyd estaba de pie en la puerta del cuchitril que era su despacho.

—Buenos días. —Lottie apartó el teclado—. Parece que anoche te bebiste hasta el agua de los floreros.

—Deberías ver cómo está Kirby. —Boyd se apoyó contra el marco de la puerta.

Lottie tenía que admitir que no presentaba muy mal aspecto, pero era lo bastante astuta como para atisbar los círculos oscuros bajo sus ojos.

—¿Qué le ha pasado?

—Nada que no se cure con una cerveza más.

La inspectora miró por encima del hombro de Boyd hacia la oficina principal.

—Aún no ha llegado. No habrá encontrado un pub abierto a estas horas de la mañana, ¿verdad?

La zona donde trabajaba Kirby estaba desbordada de papeles, carpetas y envoltorios de comida, pero no había ni rastro del detective. La detective Maria Lynch estaría de baja por maternidad como mínimo hasta enero, así que habían transferido al detective Sam McKeown desde Athlone. El hombretón de cabeza afeitada estaba sentado en su escritorio y aporreaba el teclado. A Lottie le gustaba Sam, aunque todavía tenía que averiguar más cosas sobre él. Esperaba que permaneciera en el equipo cuando Maria regresara al trabajo.

—Diría que está de camino —comentó Boyd—. Esta mañana se ha ido de mi casa antes que yo.

—Entonces habrá sido una buena juerga. —Una punzada de celos se coló en la voz de Lottie. No la habían invitado a salir. Pero ¿por qué deberían hacerlo? Ella era la jefa y, tal vez, querían una noche de chicos. De todos modos, se sintió molesta.

—¿A qué viene ese mal humor? —Boyd cruzó los brazos y apoyó un pie contra la pared.

—Será de verte ahí plantado sin hacer nada.

—¡Ja! Es porque no te invitamos a venir con nosotros, ¿verdad?

—¡No, no lo es! —replicó Lottie, pero sonrió. Boyd siempre le leía el pensamiento y, aunque sorprendente, también era un poco inquietante.

—Fuimos a Cafferty a ver un partido, y ya sabes cómo es, una pinta llevó a otra y luego a otra…

—Recuerdo muy bien esos días —interrumpió, rememorando los años posteriores a la muerte de Adam en que se había dado a la bebida. Había tardado un tiempo, pero ahora estaba sobria. Casi. Solo tenía que mantener el control para cuidar y proteger a su familia.

—¿Qué tenemos hoy? —preguntó el detective.

—Vamos atrasados con los informes de noviembre.

—Yo ya he enviado el mío —respondió Boyd, con una sonrisa de suficiencia.

—Por supuesto que sí. —Si tuviera la mitad de la capacidad de organización de Boyd, a esas alturas ya sería comisaria jefe.

—¿Quieres que te eche una mano? —El detective separó los brazos y avanzó hacia el escritorio de Lottie.

—No, gracias.

—Puedo terminarlos el doble de rápido. Deja que te ayude.

—Me las arreglo sola, muchas gracias. —Su intención no era sonar tan brusca, pero algunos días no podía evitarlo. Se disponía a añadir algo más cuando sonó el teléfono.

Al terminar la llamada, se levantó y se puso la chaqueta.

—Coge tu abrigo —indicó.

—¿Adónde vamos?

—Ha habido otro suicidio.

—¿Para qué nos necesitan?

—Este es el segundo en tres semanas, Boyd. Tal vez ocurre algo extraño.

—Donde ocurre algo es en ese cerebro tuyo. Ahora crees en teorías conspiratorias.

—No te preocupes. Me llevaré a McKeown. —Lottie cogió el bolso y se lo colgó del hombro.

—Vale, vale —dijo Boyd—. Iré contigo.

—Bien, pero será mejor que dejes los comentarios de listillo.

Lottie pasó junto a él y captó el brillo en su mirada cuando sus manos se rozaron. Ella lo había sentido y él, también. La súbita emoción provocada por el contacto físico. No importaba que fuera fugaz y casual. Estaba allí. Y a Lottie, tenía que admitirlo, le encantaba.

* * *

Kirby metió la bolsa bajo la mesa y trató de aplastar su pelo rebelde con los dedos temblorosos. La ducha de los vestuarios solo escupía agua fría, y ni siquiera eso había conseguido aplacar demasiado sus tripas revueltas ni el dolor que le atenazaba la cabeza. Miró a McKeown para comprobar si había oído los ruidos que su estómago profería. Pero tenía la cabeza gacha y parecía no haber escuchado nada. Bien.

Apoyó un pie sobre la bolsa y al sentir el dolor subirle por el otro, esperó que los excesos de la noche anterior no hubieran despertado su gota. Era un condenado dolor de muelas; o, mejor dicho, de pies.

—¿Dónde está la jefa? —Esperó a que McKeown levantara la cabeza para mirar por encima del ordenador. Dios, se lo veía lozano, y ahí estaba el propio Kirby, con aspecto de algo pasado que hay que tirar a la basura.

—Ha salido.

—Ya lo suponía. ¿A dónde?

—Ha mencionado un suicidio.

—¿No trabajaste en un suicidio hace unas semanas? —Kirby entrecerró los ojos, e hizo memoria del caso.

—Así es. Nada sospechoso.

—¿De quién se trata esta vez?

McKeown dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie. Se inclinó sobre el escritorio de Kirby y respondió:

—No sé quién es porque no me lo han dicho y, para que lo sepas, tengo una pila de informes que llega hasta el techo que me mantienen más que ocupado, sin necesidad de que me involucre en asuntos en los que no se me requiere.

Tomó asiento. Kirby cambió de opinión; su colega, como él mismo, estaba en plena resaca.

Las almas rotas

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