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El hotel Railway no era donde Steve O’Carroll había imaginado proseguir su carrera. Era como una espina del tamaño de una viga clavada en su angosto pecho. Su madre había soñado con que trabajara en un bufete, pero al final había quedado apenas en bufé. Había estudiado en King’s Inn, en Dublín, pero había suspendido los exámenes del último curso. No había sido culpa suya, de ninguna manera. Pero no podía explicar a nadie el verdadero motivo. Nadie habría creído que Steve O’Carroll había sufrido una crisis nerviosa. ¿Y ahora? Ahí estaba, dando órdenes a un imbécil tras la barra del hotel Railway en Ragmullin.

—¿Qué haces? Ya te lo he dicho: el vino blanco va a la nevera, no el tinto. ¿Por qué no me escuchas? ¿Cuánto llevas trabajando aquí?

—Dos semanas. —El barman tenía estrabismo, lo que hacía que pareciera que guiñaba el ojo constantemente. Steve ya había tenido bastante de guiños, gestos y codazos para toda su vida.

—¿Cómo te llamabas?

—Benny.

—Benny, ¿eres daltónico? Si no entiendes la diferencia entre el vino blanco y el tinto, este trabajo no es para ti. Date prisa. Tenemos un convite nupcial mañana, y todavía tienes otra caja que descargar y estanterías que reponer. Quiero un inventario completo en una hora, ¿entendido?

—Entendido.

Steve apoyó los codos en la barra y la cabeza en las manos. ¿Por qué la vida era tan cabrona? Por no mencionar a la auténtica cabrona. Pero no pensaría en ella. Ya tenía suficiente con el banquete del día siguiente. Era uno pequeño, pero sus estándares eran altos. Sabía que las valoraciones de cinco estrellas en TripAdvisor traerían más clientes. Y, quizá, de una vez por todas, le consiguieran su billete de salida de esa mierda de ciudad.

Bajó las manos y observó a Benny coger botellas de la caja para llenar el frigorífico. Era difícil encontrar a alguien con experiencia, y el currículum de Benny tenía buen aspecto. Tal vez debería haber comprobado las referencias antes de contratarlo.

Cuando se giró para asegurarse de que habían traído los manteles blancos de lino de la lavandería, vio a un garda y a un hombre alto entrar por la puerta. En su cabeza brillaban los copos de nieve, y llevaba el pelo tan corto que Steve se preguntó qué número de cuchilla debía de usar. Su propio pelo castaño estaba recogido en una pulcra coleta en la base de la nuca. Sentía que le añadía un aire de misterio. No era algo que uno esperara encontrar en la cabeza de un subgerente de hotel, aunque solo fuera el Railway.

Mientras el hombre se acercaba quitándose la chaqueta, Steve decidió que, si alguna vez se cortaba el pelo, se lo raparía por completo. Le gustaba el look. Simple y elegante.

Sonrió, enderezó los hombros y se sacudió las solapas, esperando que no se viera ningún copo de caspa.

—¿Puedo ayudarles, caballeros?

—Me gustaría hablar con Steve O’Carroll.

—Soy yo. —Señaló una mesita bajo la ventana con cuatro sillas alrededor—. Siéntense.

—Nos quedaremos de pie, si no le importa.

Al instante, Steve sintió que se le crispaban los nervios.

—¿En qué puedo ayudarles?

El hombre rapado consultó su teléfono y lo miró de nuevo.

—Usted estaba prometido con Cara Dunne, ¿es eso correcto?

—Así es. Gracias a Dios, ahora todo ha terminado.

—¿Por qué dice eso?

A Steve no le gustó su tono.

—¿Por qué están aquí? —preguntó con cautela.

—Lamento informarle que esta mañana se ha encontrado el cuerpo de Cara Dunne en su apartamento.

—¿Cara? ¿Muerta? —Steve se mordió el labio. Quería sentarse, pero permaneció de pie—. ¿Me toma el pelo?

—No tengo la costumbre de gastar bromas a gente que no conozco.

—Pero… No lo comprendo. ¿Está muerta? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?

—En este momento no puedo darle esa información, pero me gustaría hacerle algunas preguntas. Tal vez sí debamos sentarnos.

* * *

Mientras iba hacia la mesa que había bajo la ventana, McKeown mantuvo la mirada fija en Steve O’Carroll. Este, a su vez, mantuvo la barbilla alzada con un deje de arrogancia. Llevaba el pelo resplandeciente recogido en una coleta y movía su enjuta figura con soltura. Su aspecto era un poco extraño con el traje negro, la camisa blanca y la corbata azul. Había otra cosa que McKeown había notado. Desde que le habían dado la noticia de que Cara Dunne había fallecido, O’Carroll no había mostrado prácticamente ninguna emoción. Esto requeriría cierta habilidad, y McKeown estaba seguro de que era el hombre adecuado para la tarea.

Arrojó la chaqueta mojada sobre el respaldo de la silla, luego tomó aire y lo soltó por la nariz. Había tenido que esperar hasta la hora del almuerzo en la escuela para hablar con los profesores, y solo dos o tres recordaban el nombre del exprometido de Cara Dunne. Eso no favorecía a Steve O’Carroll, o tal vez simplemente había sido la conmoción.

—¿Puede decirme dónde estuvo esta mañana, digamos desde las siete hasta las diez?

—Espere un momento. Acaba de decirme que Cara está muerta. No me ha dicho cómo ni cuándo, y ahora me pregunta que dónde he estado.

—Señor O’Carroll, Steve. —McKeown se sentó, estiró sus largas piernas hacia el lateral y colocó las manos sobre la mesa—. Dígame qué ha hecho esta mañana.

—Lo haré, en cuanto me explique qué le ha ocurrido a Cara.

—Se ha encontrado el cuerpo esta mañana en su apartamento. Su muerte parece sospechosa.

—¿Lo parece o lo es?

—No parece demasiado preocupado por ella. —Estos jueguecitos le tocaban las narices a McKeown. Contuvo las ganas de agarrar a O’Carroll del cuello de la camisa y tirarle de la coleta. En vez de eso, lo miró fijamente, con los ojos entrecerrados. Surtió efecto.

O’Carroll suspiró.

—Cara y yo rompimos hace tres meses. Se lo diré, porque de todas formas lo oirá de sus colegas profesores, que no fue mutuo. Ya no siento nada por ella. El hecho de que esté muerta, bueno, es triste. Era una buena profesora, pero ya no nos hablábamos.

—¿Por qué rompieron?

—Eso es asunto mío.

—Ahora también es mío.

—Creo que llamaré a mi abogado.

—Eso solo lo hace parecer culpable.

—He estudiado abogacía y conozco mis derechos. También sé que soy la primera persona a la que tratarán de colgar el muerto.

—Curiosa elección de palabras, Steve.

—¿Qué quiere decir?

Era un cabrón desconfiado, pensó McKeown.

—Sabe lo que le ocurrió a Cara.

—¿Eso es una pregunta o una afirmación?

—Una afirmación.

—No tengo ni idea de qué le ha pasado.

—Entonces no le importará decirme dónde ha estado esta mañana.

O’Carroll profirió un largo suspiro.

—He estado en casa y luego he venido al trabajo.

—¿A qué hora?

—Sobre las diez, a la hora de siempre.

—Estoy seguro de que comprobaremos cuándo llegó. ¿Puede alguien responder sobre su paradero antes de las diez?

—No. ¿Hemos terminado?

—No, no hemos terminado. —McKeown se rascó el costado de la mandíbula e intentó encontrarle el truco a su oponente. Una cosa era segura: O’Carroll sería un excelente jugador de póker—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a la señorita Dunne?

—¿Está sordo? Rompimos. No sé cuándo la vi por última vez. Ahora, llamaré a mi abogado. A menos que esté aquí para arrestarme, me gustaría que se marchara.

—Necesitamos sus huellas y una muestra de ADN para descartarlo de la investigación.

—Después de que haya contactado con mi abogado. —O’Carroll se puso en pie y se situó detrás de la barra, donde comenzó a meter de mala manera botellas en la nevera.

McKeown le hizo un gesto con la cabeza a su colega, que había permanecido en la entrada. Se levantó, se colocó la chaqueta y abrió la puerta, con lo que entró una ráfaga de aire helado. Sin duda, su jefa estaría interesada en O’Carroll.

—Volveré —dijo, y se sintió como Arnold Schwarzenegger. Si tan solo pudiera quitarse el olor a vinagre de los dedos…

Las almas rotas

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