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Fiona Heffernan acabó sus rondas en el pabellón y recorrió apresuradamente el largo pasillo hasta los vestuarios, en la parte más antigua de la abadía. Sentía que la emoción aumentaba y comenzaba a ganar terreno al miedo. Mañana su vida cambiaría para siempre. Mañana iba a ser el primer día del resto de su vida. Mañana sería libre.

Hizo una pequeña danza, descalza sobre el frío suelo de piedra, antes de librarse de los pantalones de algodón azul marino y quitarse la túnica blanca. Colgó los pantalones en una percha de alambre y dobló la túnica sobre el suelo del vestuario. Un escalofrío erizó su piel y los pelitos negros de sus brazos se pusieron de punta mientras cogía una toalla y miraba por encima del hombro. Pese a que no había nadie más, tenía la desagradable sensación de que la observaban. El miedo regresó con toda su potencia y le sacudió la piel como una tormenta ártica.

Rodeó la fila de taquillas maltrechas, con la toalla esponjosa y blanca contra el pecho, y echó un vistazo. Estaba vacío. A su derecha había dos compartimentos estrechos con viejas duchas que goteaban sin cesar. Caminó de puntillas. El cambio en el sonido del goteo del agua de una de las duchas la hizo saltar. La cortina de plástico hacía mucho que se había desintegrado, y el óxido había convertido el blanco de los azulejos en amarillo ocre. Metió la mano y probó a girar el grifo en un intento de detener el goteo del agua. No cedía. Hizo lo mismo con la otra ducha, sin éxito.

Hacía un frío polar en la habitación, y Fiona sintió que había cosas más apetecibles en la vida que una ducha gélida al final de un turno. Decidió dársela más tarde.

Apretó los labios con determinación. Estaba a punto de vestirse cuando, por el rabillo del ojo, un destello blanco llamó su atención. Se quedó inmóvil, con el cuerpo en alerta máxima. Mientras aún agarraba la toalla con fuerza y se cubría la ropa interior, intentó escuchar.

Ahí estaba otra vez. Un aleteo y un nuevo destello blanco, a la derecha de donde se encontraba su taquilla de metal en la hilera de cinco. Saltó cuando el viento hizo temblar la única ventana de la habitación y los seis paneles de cristal cubiertos de escarcha vibraron en sus marcos; el viento agitaba la nieve formando patrones.

Fiona contuvo el aliento, evitó respirar el aire rancio, y dio un paso hacia delante.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —soltó patéticamente.

Otro paso.

—¿Hola? ¿Quién anda ahí? ¿Hola?

Llegó al final de las taquillas y esperó junto a la última. Se esforzaba por contener el aliento, al tiempo que sus manos se agitaban de forma descontrolada por los temblores que sacudían su cuerpo. Asomó la cabeza por el costado del estrecho armario. Allí no había nadie.

Suspiró con alivio. Hasta que sintió un suave soplo de aire en la base de la nuca.

* * *

Mientras Boyd ponía el coche en reposo en la cola de tráfico sobre el puente, Lottie miraba por la ventanilla. Algunas secciones del canal estaban completamente congeladas. Las gallinulas hundían la cabeza entre los juncos, patinando sobre el hielo, buscando en vano algo de comer. Se fijó en una vieja barcaza atada a una pila de neumáticos en la orilla.

—¿Crees que alguien vive allí? —preguntó.

Boyd dio una calada a su cigarrillo electrónico y se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Tal vez también quieras investigarlo.

—No hace falta que te hagas el listillo. Ya tenemos suficiente trabajo. —Lottie se fijó en un hombre con un saco de dormir sobre los hombros que zigzagueaba entre los vehículos parados. Las luces de Navidad, aún sin encender, se extendían a lo ancho de la calle principal. El tráfico se movió lentamente.

—¿Te apetecen unas patatas fritas? —dijo Boyd, y señaló con la cabeza el Café Malloca.

—Es una idea genial. Mira, un sitio para aparcar. No, allí.

Con un gruñido, Boyd metió el coche en el diminuto espacio y apagó el motor.

—Con mucho vinagre —agregó la inspectora.

—Muy bien. —El sargento salió del coche y esperó a cruzar la calle.

Lottie golpeó la ventanilla.

—Será mejor que traigas un par de bolsas para Kirby y McKeown. Y salsa de curry. Es buena para la resaca.

Sonrió para sí misma mientras Boyd rezongaba ruidosamente y se abría paso entre los coches atascados. Lottie apoyó la cabeza contra el cristal. La calle se veía muy aburrida con las luces apagadas. Fue entonces cuando recordó que tenía que llevar a su nieto a ver la ceremonia oficial de encendido aquella tarde. ¡Mierda! El día se le escapaba de las manos. Había llevado una eternidad precintar el apartamento de Cara Dunne y organizar a los uniformados para que hicieran los puerta a puerta; luego, Boyd había interrogado y tomado las huellas al doctor, que solo confirmó lo que Eve Clarke había dicho. Cara Dunne estaba muerta cuando accedió a su apartamento, pero no llevaba mucho tiempo así.

Se golpeó la frente con la palma de la mano. El post mortem de Cara seguramente sería sobre las cinco y debía estar presente. Pero también quería estar con su nieto, Louis, el hijo de Katie. Se enfrentaba a un dilema. Tal vez Boyd podría acudir al post mortem. Entonces, recordó que había pedido la tarde libre. Bueno, eso estaba descartado, ahora que lidiaban con una muerte sospechosa. Se preguntó para qué la necesitaría. Era muy extraño que su compañero se ausentara del trabajo, aunque últimamente era más habitual.

Mientras lo veía atravesar la calle cargado con una gran bolsa marrón en la mano, el móvil le vibró en el bolsillo. El comisario en funciones McMahon. Mierda, todavía no había terminado el informe de noviembre.

* * *

Al abrir los ojos, Fiona sacudió la cabeza y descubrió que intentar moverse era un error. Una punzada de dolor le recorrió el cerebro como una lluvia de meteoritos. Parpadeó en un esfuerzo por hacer desaparecer el caleidoscopio de estrellas.

Su mano tocó algo suave y frío. ¿Frío? Temblaba sin control, y se dio cuenta de que estaba tumbada boca arriba. Al alzarse ligeramente, algo húmedo le resbaló por la cara. Lo saboreó en la comisura de los labios. Era sangre.

Pestañeó de nuevo. Bajo los párpados pesados, miró el cielo oscuro en el que latía una nube de nieve. Se encontraba en el exterior. Pero ¿cómo? Recordó los vestuarios y a alguien detrás de ella. Un recuerdo borroso trataba de formarse en su mente. Alguien le cubrió la cabeza con brusquedad. Una tela suave contra su piel helada. Alguien la arrastró a través de la puerta, escaleras arriba. La llevaba a la azotea. ¡La azotea!

Trató de mover la mano, pero no lo consiguió. Sentía los dedos como si fueran bloques de hielo sólidos, y se preguntó por qué estaba cubierta de blanco. ¿Nieve? No, era algo más pesado.

Había algo negro junto a su cabeza. Aquello se movió y dejó una huella tras de sí. Una bota apareció en el otro lado. Sintió la aspereza de unas manos enguantadas que la agarraban por las axilas, pellizcándole la piel. Su cuerpo se alzó hasta quedar de pie. Aunque, en realidad, no estaba de pie, sino que la sostenían. La cabeza le martilleaba con un horrible dolor y no comprendía qué ocurría. Sabía que había un sitio en el que debía estar, alguien a quien tenía que llamar. Pero ¿dónde? ¿A quién?

Veía el paisaje que se extendía frente a sus ojos. El sol del atardecer se hundía como una sombra en el horizonte prácticamente cubierto por la nieve que caía. Los árboles se mecían en el viento. Y en la distancia, casi escondidas por la ventisca, estaban las estatuas. Fiona sabía dónde se encontraba con exactitud, y en ese instante supo que sus treinta y cuatro años de vida terminarían contra el suelo a sus pies.

Abrió los labios para protestar, para suplicar clemencia, porque en ese momento de claridad surrealista supo dónde tenía que estar. Que la arrastraran hasta el borde de un precipicio no estaba en sus planes ese día. No, había tenido otros planes en mente. Y todos se desintegraban en las diminutas partículas de nada oscura a la que se dirigía. Al más allá.

No podía hablar ni gritar.

Perdió la concentración y se balanceó.

Estaba condenada.

Las almas rotas

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