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Prólogo

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El pequeño de cuatro años arrancó el papel y se metió el caramelo en la boca. El tofe se le adhirió a los dientes de leche. Trató de sacarlo con un dedo, pero se le quedó pegado y comenzó a llorar.

El golpe de la regla en los nudillos lo cogió por sorpresa y, durante un momento, el llanto cesó. Cuando sintió el dolor que le subía por la mano, gritó.

—¡Quiero irme a casa!

—Cállate, no digas ni una palabra más. Molestas a los demás. Mira a tu alrededor. Eres un niño malo y, si no paras, te quedarás fuera bajo la lluvia. Ya sabes que hay gente malvada, y esa gente viene a llevarse a los niños que se portan mal. ¿Quieres que te pase a ti?

El pequeño sorbió, contuvo las lágrimas y se mordió el labio; aún tenía el caramelo pegado en el diente.

—Te he hecho una pregunta, contéstame. —Otro golpe de regla, esta vez sobre el pupitre.

—No. —Sacudió la cabeza vigorosamente. No quería sentir la regla en la mano de nuevo o en ninguna otra parte. Sería un niño bueno.

—Tira ese papel en la papelera y abre el silabario.

El pequeño no tenía ni idea de cuál era su silabario.

—¡Ven aquí!

Mientras avanzaba hacia el frente de la clase, trató sin éxito de despegarse el papel del caramelo de la mano.

—Está pegado. —Con el trozo de papel adherido a sus dedos palpitantes, miró a la profesora.

Una vez más, la regla cayó con fuerza sobre su mano.

—Vuelve a tu silla.

Su primer día de colegio era incluso peor que la vida en casa. Mientras regresaba al pupitre, sintió que algo cálido le goteaba por la pierna y se encharcaba en su calcetín blanco. Sin duda, la regla volvería a visitarlo muchas veces, hoy y en los días venideros. No quería quedarse allí a esperarla. Pero ¿dónde más podía ir?

Se pasó la mañana sentado sobre los pantalones mojados; ni siquiera salió al patio cuando los demás niños se marcharon al recreo. Permaneció en el pupitre, abrió la fiambrera y mordisqueó el plátano maduro. La profesora estaba en su escritorio a la cabeza del aula; sus ojos parpadeaban con cada movimiento de la mandíbula del pequeño.

—Ven aquí —ordenó cuando regresaron los demás.

El niño levantó la vista con temor; el plátano se le atascó en la garganta.

No quería sentir de nuevo la madera de la regla, así que dejó la fruta y fue hacia la profesora. Cuando llegó al escritorio, tan alto que casi no veía por encima del borde, la mujer se inclinó hacia delante y lo agarró del pelo. El pequeño chilló al ver las largas tijeras que tenía en la mano.

—Tienes el pelo demasiado largo, casi no ves nada. Necesitas un corte.

Intentó decir que no, pero las palabras se le pegaron al paladar como el caramelo a los dedos. Le encantaba su pelo, largo hasta los hombros. Le recordaba a la foto de su madre. Tenían la misma melena.

La profesora agitó las tijeras frente a él antes de tirarle del flequillo. Lo miró triunfante mientras sostenía un mechón de pelo en la mano.

—Ahora puedo ver tu horrible carita.

En silencio, el pequeño deseó que el día llegara a su fin.

Las almas rotas

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