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Cuando terminó la coreografía, Trevor apuntó con el dedo.

—Tú, tú y tú, subid. Rápido.

Mientras esperaba que dos de las niñas más pequeñas y una de las adolescentes se le unieran en el escenario, levantó la vista. La primera fila del palco estaba vacía. Se sacudió el sentimiento angustiante de haber sido observado. Probablemente, había sido Giles, el director del teatro, propenso a merodear en la oscuridad, con su astuta mirada fija en lo que sucedía o en las niñas. Pero no estaba nada seguro de que fuera él a quien había visto. Se habían vendido todas las entradas, así que Giles no tenía que preocuparse por la noche del estreno. Podían caer bombas y, aun así, sacaría beneficio. Si no había sido el director el que estaba ahí arriba, ¿quién?

—Ya es hora de terminar. ¿Qué quiere que hagamos ahora?

La voz de una de las muchachas lo despertó de su ensueño. ¿Jasmina, Tasmania? No recordaba su nombre. Miró fijamente las pestañas perfectas de la chica, la sombra de ojos púrpura que brillaba en los párpados y el maquillaje impecable. Un ramalazo de celos le corrió por las venas y sus dedos se deslizaron de manera involuntaria por la barbilla, donde tropezaron con el acné que parecía haber olvidado que ya no era un adolescente.

Otra voz retumbó.

—¡Trevor, baja enseguida!

—Estoy ocupado, Giles. No tengo tiempo de…

—¡Ahora! Es importante. Vamos fuera.

Trevor observó a Giles girar sobre sí mismo más veloz que una bailarina y salir por la puerta.

—Ve, tranquilo —dijo Shelly—. Yo repasaré la coreografía con las chicas una vez más. De todos modos, ya casi ha terminado la sesión.

—Gracias. —Bajó del escenario de un salto, recogió su toalla y se la enrolló al cuello para secarse el sudor que se le había acumulado en la base del cuello.

El bar del teatro estaba sumido en un silencio inquietante. El olor a cerveza rancia se pegaba a la pintura desconchada de las paredes. Se dirigió a la zona de fumadores. La pesada puerta cortafuegos resistió el empuje antes de abrirse con tanta fuerza que se encontró propulsado hacia fuera, donde un taburete alto bloqueó su caída.

—Me cago en… —Se sacudió las rodillas y se encontró cara a cara con su jefe.

—Siéntate —ordenó Giles, y señaló el taburete.

El techo de plexiglás estaba hundido por el peso de la nieve, y cuando un ataque de escalofríos sacudió su cuerpo, Trevor se dio cuenta de que debería haberse puesto el cárdigan antes de aventurarse a la temperatura bajo cero del exterior.

—No tengo tiempo para juegos. ¿Qué quieres?

—He dicho que te sientes. —Una sombra oscura cruzó los ojos de Giles, así que hizo lo que le pedía.

Cuando estuvo sentado, enroscó los pies alrededor del reposapiés del taburete y esperó, sintiendo el frío. Giles apretó los puños y se mordió el labio. El estómago le colgaba por encima del cinturón, al que había hecho un agujero extra. Trevor miró cómo la barriga del director se hinchaba, y el esfuerzo se hizo patente en su rostro. Los ojos oscuros se abrieron más y separó los labios fofos y rosados.

—¿En qué andas metido?

El cuerpo de Trevor se tensó e hizo una mueca, confuso.

—No sé de qué hablas. He estado ensayando noche y día.

Giles rodeó el taburete en silencio, excepto por unos resuellos.

Trevor, sintiéndose un poco más valiente, dijo:

—Será mejor que me digas qué crees que he hecho mal, porque el suspense me está matando.

La bofetada lo golpeó en la nuca y casi se cayó del taburete. En vez de eso, se levantó de un salto; sus pies bailaban una canción silenciosa.

—¿A qué coño ha venido eso? No puedes ir por ahí golpeando a la gente. ¡Te denunciaré por acoso!

La mano que lo agarró del brazo era firme. El aliento que lo agredía olía a menta, con un toque de un cigarrillo ilícito. Giles siempre aseguraba que no fumaba, pero Trevor sabía la verdad. Sabía muchas cosas sobre su jefe que poca gente conocía.

—¡No me denunciarás por nada! —Giles le dio un empujón—. Siéntate y escúchame como un niño bueno.

Trevor tensó los músculos, listo para discutir, pero decidió abandonarse a la curiosidad. Se sentó.

—¿De qué quieres hablarme?

—Un pajarito me ha contado una cosa… ¿Qué palabra estoy buscando? —Giles parecía consultar un diccionario invisible en su mente—. Digamos que he oído algo lascivo sobre ti. Si no quieres que nadie más lo sepa, será mejor que mantengas el pico cerrado sobre ya sabes qué.

—No tengo ni idea de qué hablas.

—Eso está bien. Así no te irás de la lengua —se rio Giles.

—De verdad que no sé a qué te refieres. —Trevor contuvo el aliento mientras el director seguía caminando a su alrededor.

—Fuera de la escuela de danza puedes hacer lo que quieras, pero aquí tienes que mantener tus sucias manitas lejos de Shelly.

—¿Shelly? —Una risa estrangulada escapó de los labios de Trevor—. Creo que estás confundido.

—Tal vez, pero sé cosas. Te observo todo el tiempo. Incluso cuando no sabes que estoy ahí. Recuérdalo.

—Vale. ¿Puedo marcharme ya? —Trevor se preguntó de nuevo si había sido Giles el que lo miraba desde el palco. Probablemente, aunque el capullo nunca estaba cerca cuando debía. No sabías cuándo podía pillarte desprevenido. Cabrón baboso. Sintió un escalofrío.

Después de otra vuelta lenta alrededor del taburete, Giles se detuvo de golpe. Trevor contuvo el aliento. Un soplo de aire frío le bajó por la espalda. Divisó una urraca que picoteaba en la nieve en el muro junto a la caseta de fumadores. Sus alas negras contrastaban con fuerza con el blanco del pecho y de la nieve. Eso no era bueno. En absoluto.

—Quiero que hagas algo por mí —dijo Giles.

* * *

Ryan Slevin dejó la bolsa de la cámara sobre la mesa del recibidor.

—¿Eres tú, Ryan? —La voz de su hermana se oyó desde la cocina por encima del estrépito de sus tres sobrinos que se peleaban por algo. Olía a ajo. Mucho ajo. Ryan culpaba a todos esos programas de cocina. Mientras los chicos estaban en la escuela, Zoe pasaba la mayor parte del día delante del televisor viendo recetas exóticas. Sabía que MasterChef Australia era su favorito. De ahí que cenaran pescado día sí, día no, intercalado con crujiente panceta de cerdo. Y, por supuesto, especias y ajo. Siempre usaba ajo.

Colgó el abrigo chorreante en el abarrotado perchero, se desabrochó las botas y las colocó debajo, en el suelo.

—¿Qué has cocinado hoy? —Le dio un beso en la frente a su hermana y notó que estaba cubierta de sudor. Por el aspecto de la cocina, parecía que treinta concursantes de MasterChef hubieran pasado el día allí tratando de preparar un plato que aún no se había inventado.

—Algo nuevo —contestó ella—. Pescado cocido en su jugo con salsa de ajo. La he hecho yo misma. La salsa, no el pescado.

—Suena genial —mintió Ryan—. ¿Dónde están los chicos?

Zoe hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa. Ryan levantó el borde del mantel y descubrió a sus sobrinos sentados en el suelo con las piernas cruzadas.

—¿Qué tramáis vosotros tres?

—Estamos jugando —respondió Tommy, de cinco años.

—Al escondite —añadió Josh, de cuatro.

—Sí —afirmó el pequeño Zack, de dos.

—Bueno, pues os he encontrado. Venga, al salón. Seguro que están haciendo Sam el bombero.

Los tres salieron a gatas entre las piernas de Ryan y la cocina por fin quedó en silencio.

—He recogido el traje de la tintorería —dijo Zoe—. Está colgado delante de tu armario. —Contuvo una lágrima. Unos mechones de pelo, antaño rubio, le caían sobre los ojos y ella los apartó con el codo. Tenía ambas manos cubiertas de harina.

—¿Por qué estás triste? —preguntó Ryan.

—Oh, ya sabes. —Zoe se volvió hacia el fogón—. Mañana es tu día. Qué emocionante para Fiona y para ti. Pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en el matrimonio desastroso de nuestros padres, y ya sabes que el mío no es… —Sorbió de nuevo—. Ya hemos hablado antes sobre esto, pero ahora creo de verdad que Giles tiene una aventura. Desde que nació Zack, nunca está en casa. Ni por un momento me trago que lo necesiten en el trabajo las veinticuatro horas del día, toda la semana. —Se limpió la harina de las manos en el delantal y encorvó los hombros.

Ryan sintió que se le rompía un poco el corazón por su hermana pequeña, sin poder contener, al mismo tiempo, una sensación de enfado.

—Zoe, tengo la intención de hacer que mi matrimonio funcione. Fiona y yo somos mayores de lo que tú eras cuando te casaste. Y más sabios, espero.

—Lo sé, pero tienes que estar seguro de ella al cien por cien.

—¿A qué viene esto? Nunca me habías dicho nada así.

—Es solo… Fiona es muy posesiva y decidida. Tú no. Eres un blando, en especial en lo que a ella respecta. Ni siquiera conoces a su familia.

—Tiene una hermana en Australia. No hay ningún misterio, así que deja de intentar encontrarlo.

—Nunca habla de sus padres o de su vida antes de venir a Ballydoon. Admítelo, Ryan, Fiona es un poco rara.

—Por Dios, Zoe, solo porque no es extrovertida y…

—Lo sé, pero hay algo… Aunque no puedo decir qué.

—Pues me caso con ella mañana, así que deja de pensar en excusas para que no te guste. ¿Vale?

Zoe se giró. Ryan captó el rastro de una sonrisa en la comisura de sus labios.

—Vale.

—Voy a darme una ducha. ¿Cuándo estará listo… eso?

—¿Eso? Quiero que sepas, Ryan Slevin, que eso es mi plato estrella de la semana. Un pez directo del mar.

—¿Lo has pescado tú misma?

—Listillo. —Zoe se rio—. También te he planchado la camisa buena. Para mañana.

—Eres la mejor hermana del mundo. —Le dio un abrazo, pero no tuvo el valor de decirle que había comprado una camisa nueva especialmente para la ocasión.

Cuando se separaba de su hermana, Ryan oyó el sonido del timbre.

—¿Esperas a alguien?

—Tal vez sea Fiona.

—¿La noche antes de nuestra boda? No lo creo. Sé que queremos una boda sencilla, sin mucho lío, pero más allá de lo que pienses de ella, en el fondo Fiona es muy tradicional.

Fue a abrir la puerta.

* * *

Mientras esperaba a que abrieran, Lottie observó los alrededores de la pequeña finca en el límite del pueblo de Ballydoon. Boyd se había marchado a Galway a toda prisa. Esperaba que no le ocurriera nada en las carreteras heladas; le había pedido que le enviara un mensaje cuando llegase.

La dirección que tenía de Ryan Slevin era una casa adosada perteneciente a la familia Bannon. La habían informado de que Zoe Bannon era la hermana de Ryan.

Kirby se paseaba por el camino, con su redondo rostro sonrosado por el esfuerzo.

—Odio dar malas noticias —sentenció.

—Es parte del trabajo —le recordó Lottie.

Se escucharon los gritos de los niños antes de que se abriera la puerta, y les llegó un penetrante aroma a ajo.

La inspectora le enseñó la placa al hombre que se encontraba de pie frente a ella.

—Hola, ¿es usted Ryan Slevin?

—Así es. ¿He hecho algo que no sepa? —El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa divertida y Lottie se fijó en que tenía una mancha de harina en el pómulo bajo el ojo. Tuvo que resistir la tentación de mojarse el dedo y limpiársela. Pese a su altura, constitución y barba, y aunque Lottie sospechaba que debía de estar en la treintena, Ryan Slevin tenía un aire adolescente.

—¿Podemos entrar, por favor?

—Debe de ser algo serio. —Lottie oyó un deje pícaro en su voz. Alrededor de las piernas del hombre aparecieron tres cabezas pelirrojas.

—¿Quién es? —preguntó el más alto.

—Calla, Tommy. Vengan por aquí, por favor.

Una mujer apareció mientras se desataba un delantal sucio y apartó a los niños del camino.

—¿Qué sucede?

—Soy la inspectora Lottie Parker, y este es mi colega, el detective Larry Kirby.

Lottie avanzó esquivando a los niños y a su madre y siguió a Ryan hasta un salón que parecía una zona de juegos.

Había juguetes desparramados por todas partes y unos ruidosos dibujos animados atronaban desde el televisor. Los niños se marcharon con su madre y Ryan recogió los juguetes, los dejó en una pila junto al televisor y lo apagó.

Se sentó en un sillón desvencijado. Lottie se apoyó en el borde del sofá, y Kirby se hundió entre los harapientos cojines junto a ella.

—Bien, ¿qué querían de mí? —inquirió Ryan.

—Me temo que tenemos malas noticias, señor Slevin —dijo Lottie.

—Llámeme Ryan. ¿Qué malas noticias? —El hombre se removió inquieto y se enderezó.

—Está prometido con Fiona Heffernan, ¿es eso correcto?

—¿Fiona? Sí, así es. ¿Le ha ocurrido algo?

—Me temo que sí.

—¿Un accidente de coche? Oh, Dios. —Hundió la cabeza entre las manos. Lottie ya no le veía la cara—. Fiona odia conducir con mal tiempo. ¿Se encuentra bien? —Se puso en pie de repente—. ¿Puedo verla? ¿Está en el hospital de Ragmullin?

—Por favor, siéntese, Ryan. —Lottie detestaba esta parte del trabajo—. Las noticias son peores. Hemos encontrado a la señorita Heffernan esta tarde. Lamento decirle que ha fallecido.

Ryan se sentó, con ojos interrogantes.

—¿Qué? ¿Cómo? ¡Oh, Dios mío!

—No ha sido un accidente de coche. —La inspectora se fijó en las expresiones cambiantes en el rostro del hombre. Confusión. Incredulidad. Horror. Parecía genuinamente consternado.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado? No puedo creerlo. Nos casábamos mañana. Esta es su segunda oportunidad de construir una buena vida, conmigo. Oh, Dios, no…

Lottie estudió el abarrotado salón y se preguntó si era allí donde Ryan pretendía vivir con Fiona, pero era demasiado pronto para preguntas tan intrusivas. Tan solo necesitaba averiguar dónde había estado Ryan aquella tarde.

—¿Está en condiciones de continuar? ¿Quiere que su hermana…?

—No. No le diga nada a Zoe, por favor. Se lo contaré cuando se hayan marchado.

—Ha mencionado que esta era la segunda oportunidad de Fiona. ¿Había estado casada antes? ¿Se había divorciado?

—No, nada de eso. Estuvo varios años con un capullo de mierda; todavía estaban juntos cuando nos conocimos. Quedó muy herida después de esa «relación»… pero estábamos bien juntos. —Hizo una pausa y levantó la vista hacia Lottie—. Dígame, por favor, ¿qué le ha pasado?

—Se ha encontrado su cuerpo hoy alrededor de las tres de la tarde. —Lottie pensó en la mejor manera de ordenar las palabras—. Parece que ella, em… se cayó del tejado de la abadía de Ballydoon.

—Oh, Dios mío. Esto es terrible. —Ryan se pasó la mano por el pelo y luego por la barbilla cubierta de barba antes de apoyar los codos en las rodillas—. Espero que no haya sufrido.

«Extrañas palabras», pensó Lottie. Intentaba con todas sus fuerzas comprender a Ryan Slevin.

—Tendremos más información sobre lo que ha ocurrido después del examen post mortem.

La mirada de Ryan la cogió desprevenida. Era penetrante y cualquier rastro de una sonrisa había desaparecido de sus ojos.

—Ha mencionado el tejado. ¿Qué hacía allí arriba?

—Todavía estamos estudiando los hechos.

—Pero… —Fue como si de repente comprendiera, y un estallido de furia reemplazó la incredulidad—. ¿Piensan que saltó? No. De ninguna manera, Fiona no haría eso. Vamos a casarnos mañana, y adora a su pequeña. ¿Qué hay de Lily? ¿Se encuentra bien? ¿Quién cuida de ella?

Lottie se volvió con el ceño fruncido, interrogante, y miró a Kirby. Este negó con la cabeza y alzó las cejas. Era la primera vez que oían que Fiona tenía una hija.

—¿Fiona tiene una hija?

—Sí, Lily —repitió Ryan.

—¿Sabe dónde está? —preguntó Lottie con urgencia.

Ryan se levantó de un salto, apretando un puño y golpeándolo contra la otra mano.

—¿Me está diciendo que nadie ha ido a buscarla a su club extraescolar? Estará aterrorizada. —Sacó el teléfono del bolsillo y revisó furiosamente los mensajes y llamadas—. Nadie me ha llamado. Habrán intentado contactar con Fiona.

—Cogimos su bolso y móvil de la taquilla. Están registrados como pruebas —intervino Kirby.

—¿Y no visteis nada en el teléfono o en el bolso sobre su hija? —preguntó Lottie.

—No, creo que no. —Kirby consultó su libreta.

—¿Qué edad tiene Lily? —Lottie se volvió hacia Ryan, sentía cómo la ansiedad le oprimía los pulmones.

—Tiene ocho años. Va a un club extraescolar cuando Fiona está en el trabajo. Oh, Dios, ¿no sabían que tenía una hija?

—Ahora mismo nos encargamos. ¿Cómo se llama el club?

—Little People. Está en Ragmullin.

—Kirby, haz unas llamadas.

Mientras el detective salía al recibidor con el móvil, Lottie se dirigió a Ryan.

—¿Quién era la pareja de Fiona antes de que se conocieran?

—Colin Kavanagh, y yo no lo llamaría una pareja. Esa palabra significa que hay amor de por medio, y no creo que esa emoción se encuentre en el vocabulario de ese hombre, menos aún en su corazón.

—¿Dónde vive?

—En una casa grande y vieja, una granja reformada, fuera del pueblo. Está cerca del lago. —Le dio la dirección.

Lottie se preguntó si el hecho de que Fiona hubiera muerto vestida de novia era una declaración. ¿Tenía razón Boyd? ¿Era la manera de Fiona de decir a Ryan que ya no quería casarse con él? ¿Que suicidarse era mejor que la perspectiva de una vida a su lado? No, no tenía sentido. Las circunstancias le habían parecido sospechosas desde el principio y, ahora, la noticia de que Fiona era madre de una niña reafirmaba su teoría de que se trataba de un asesinato. En especial, después de que encontraran a Cara Dunne también con un vestido de novia. Esperaba que Lily estuviera bien. Probablemente, seguía en el club extraescolar. Miró hacia la puerta y oyó a Kirby, que hablaba por teléfono.

Centró su atención en Ryan y dijo:

—Lamento hacerle estas preguntas en un momento tan difícil. ¿Puede decirme dónde ha estado esta tarde?

—¿Qué quiere decir?

¿Por qué la gente respondía las preguntas con más preguntas?

—Es una cuestión rutinaria.

—Pero ha dicho que Fiona saltó…

—No, he dicho que parece que se cayó. La encontraron en el suelo. Tenemos que examinar todas las pruebas.

—Lo que quiere decir es que podrían haberla empujado, ¿no es así? —Sin esperar la respuesta, el hombre levantó la mano—. Lo sé, lo sé. Hay que esperar al post mortem. Trabajo en el periódico, entiendo la jerga.

—¿Dónde ha estado esta tarde?

El hombre se desplomó de nuevo en la silla.

—En el trabajo, en la oficina del Tribune. Trabajo de fotógrafo para el periódico.

—¿Ha estado allí toda la tarde?

—Sí. No. No lo recuerdo. Sé que he estado trabajando. He venido directo a casa. Tenía que cenar y luego escribir un pequeño discurso para mañana. Aunque ahora ya no hay mañana, ¿verdad?

Cuando su cuerpo se derrumbó y los sollozos le desgarraron la garganta, Lottie dejó que tuviese un momento de dolor. Kirby regresó negando con la cabeza.

—La niña no está en Little People —anunció—. El director dice que Lily tenía una clase a las tres de la tarde en la escuela de danza en el teatro de Ragmullin. Su madre había pedido que un miembro del personal llevara a la niña, y ella debía ir a buscarla después.

—Entonces, ¿dónde está? —gimió Ryan.

—He llamado a la escuela de danza —continuó Kirby—. Colin Kavanagh está anotado como contacto si Fiona no recoge a Lily.

Ryan se levantó con brusquedad de la silla y se encaró con Kirby.

—Kavanagh es el padre de Lily. Gracias a Dios que está a salvo.

—Siéntese, señor Slevin —dijo Kirby. Se volvió hacia Lottie—. Nadie en el teatro recuerda llamarle para que recogiera a la niña.

—Nos vamos —dijo la inspectora—. Tenemos que llamar al señor Kavanagh.

El cuerpo de Ryan pareció desinflarse.

—Avísenme cuando la encuentren. Tengo que saber que está bien. Los chicos la adoran.

—¿Y usted? ¿La quiere usted? —presionó Lottie.

—Por supuesto que sí. Como si fuera mi propia hija, por el amor de Dios.

Mientras seguía a Kirby hasta la puerta principal, Lottie se volvió en el abarrotado recibidor.

—¿Dónde iban a vivir después de la boda?

—Tengo una casita en el campo, al otro lado del pueblo. La he reformado. Era como nuestra casa de ensueño, y ahora esos sueños han quedado… destrozados.

—Tendremos que echarle un vistazo.

El hombre hurgó en su bolsillo y sacó un puñado de llaves. Desenganchó una del llavero.

—Tenga, cójala. Es la de repuesto.

La puerta de la cocina se abrió. Zoe estaba allí con un millón de preguntas en los ojos.

—¿Qué sucede, Ryan?

—Los dejaré solos —dijo Lottie, y cerró la puerta tras de sí.

Se sentó en el coche junto a Kirby, que consultó:

—Bueno, ¿y quién es este Colin Kavanagh, si se puede saber?

—No te lo vas a creer…

Las almas rotas

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