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La atmósfera era de una quietud escalofriante. Como la calma antes de una tormenta brutal. El trayecto a través del pueblo de Ballydoon había llevado a Lottie atrás en el tiempo. Una calle. Dos pubs. Una tienda solitaria que parecía vender de todo, desde un fardo de briquetas a un capuchino en un vaso de papel. Un letrero le indicó que había una escuela a la izquierda, más allá de la iglesia con el respectivo cementerio al otro lado de la calle. Una zona verde se extendía casi vacía, de no ser por una vieja bomba de agua en el centro, pintada de azul, que parecía fuera de lugar.

La ventana cubierta de polvo y mugre de un garaje anunciaba, sin lugar a dudas, que el lugar llevaba tiempo cerrado. Los surtidores de gasolina estaban en desuso. El pueblo entero parecía agonizar, pidiendo a gritos su redención.

La abadía de Ballydoon se encontraba al final de una carretera flanqueada a ambos lados por una hilera de árboles. Las ramas, cargadas de nieve, colgaban bajas sobre la traicionera avenida.

Lottie levantó la vista hacia el tejado de la abadía y se fijó en el humo que flotaba en el aire mientras salía con dificultad por una chimenea. Hasta ese momento, su día había estado lleno de muerte y hojas de cálculo. No estaba segura de cuál de las dos cosas era peor. Al menos había conseguido que Boyd retrasara su partida alrededor de una hora porque lo quería en la escena para las observaciones iniciales.

En el cordón interior, la figura boca abajo atrajo su mirada. Se fijó en el largo vestido que cubría el cuerpo. Era más blanco que la nieve medio derretida sobre la que yacía la mujer. No podía ser otra víctima vestida de novia, ¿verdad? «Mierda», pensó.

Desde donde se encontraba, vio muy poca sangre. La joven yacía sobre el vientre, con la cara hacia un costado, y Lottie se preguntó por qué no había trozos de cerebro salpicados sobre la nieve. ¿Había muerto antes de caer?

Mientras se ponía el traje protector, levantó la vista hacia el edificio. En esa zona tenía una altura de tres pisos, aunque en otras contaba solo con dos. Al lado y unida al inmueble se encontraba una pequeña capilla, con el techo de pizarra cubierto de una gruesa capa de nieve recién caída, todavía libre de las huellas de los pájaros que se acurrucaban en la veleta. Las ventanas estaban iluminadas, y una luz sobre una puerta dotaba de una tonalidad amarillenta los macabros procedimientos que se desarrollaban debajo. A su nariz llegó un inconfundible olor a comida frita, llevado por una brisa, y se preguntó si la cocina estaba cerca. Esperaba que el olor diluyera el hedor a muerte.

Jim McGlynn, el jefe del equipo forense, había llegado antes que ella. Estaba ocupado gritando órdenes a su equipo; sus ojos la seguían, y casi la desafiaba a vulnerar la escena del crimen.

—¿Es otro suicidio, Jim? —Su aliento permaneció en el aire como una niebla reticente. El forense había hecho bien en llegar tan rápido, y esperaba que hubiera dejado un equipo competente en Hill Point. Lottie conocía la importancia de la ciencia forense para establecer si se había cometido un crimen y conseguir pruebas contra un acusado. Si llegaban a ese punto.

McGlynn la miró como diciendo: «¿Crees que hago magia?», pero permaneció callado.

Boyd llegó junto a ella, se subió la cremallera del traje blanco y miró el cuerpo con ojos entrecerrados.

—¿Lleva un vestido de novia?

Lottie le lanzó la misma mirada que McGlynn le había dedicado a ella. Se dirigió al jefe del equipo forense.

—¿Puedes darle la vuelta, por favor?

—Inspectora Parker, intento hacer mi trabajo.

—Si es un suicidio, ¿cuál es el problema?

McGlynn se puso en cuclillas y observó el brazo desnudo de la víctima.

—Si es un suicidio, es el tercero en tres semanas, y el segundo en esta zona.

—Entonces, ¿lo es? —Lottie sacó partido de sus palabras. Recordaba la muerte reciente en el bosque del lago Doon, a menos de tres kilómetros del pueblo.

—No he dicho que lo sea. Y ambos sabemos que la muerte de la señorita Dunne es muy sospechosa.

La inspectora observó mientras McGlynn daba instrucciones a un asistente para que fotografiara el cuerpo in situ y a otro para que grabara sus acciones y movimientos.

—¿Qué fotografías? —preguntó.

—Sus brazos.

—Eso ya lo veo, pero lo que no veo es qué relevancia tienen. —Un viento cortante del este levantó durante un momento la tela del vestido de la víctima antes de que volviera a descansar sobre el cuerpo.

—Quizá haya señales de pelea —masculló McGlynn.

—¿Y las hay?

—No eres nada paciente.

—Lo sé.

Lottie se acercó más. Los brazos de la joven estaban extendidos. La seda del vestido sin mangas se infló una vez más. Las piernas estaban desnudas, sin zapatos ni medias. Su pelo negro azabache contrastaba contra el perfil visible de su pálido rostro.

—¿Murió a causa del impacto o ya estaba muerta?

McGlynn se inclinó sobre el cuerpo.

—Dios, dame paciencia. —Dio un largo suspiro al viento—. No hay nada evidente a simple vista, pero la patóloga podrá determinar la causa de la muerte. Aunque fíjate en esto.

Lottie se inclinó y vio un enorme corte en la frente.

—¿Traumatismo pre mortem?

McGlynn la miró con furia.

—Si así es como le llamas a recibir un golpe en la cabeza poco antes de morir, entonces sí.

—¿Se cayó o la golpearon con algo?

—Yo no hago…

—Magia. Vale. —Lottie miró la pequeña multitud que se había reunido en la nieve al otro lado del cordón—. ¿Quién encontró el cuerpo?

—¿Cómo voy a saberlo? —gruñó McGlynn.

Lottie y Boyd fueron hacia el sargento que se esforzaba por contener a los rezagados detrás de la tensa cinta de la escena del crimen.

—¿Quién fue el primero en llegar a la escena?

El hombre comprobó su libreta.

—Un enfermero. Alan Hughes.

—¿Un enfermero?

—Esto es un asilo.

—Ya lo sé.

Lottie miró a McGlynn, que ahora trabajaba bajo un trípode, montado de cualquier manera, con una luz halógena. Algunos miembros de su equipo intentaban, sin éxito, levantar una tienda sobre el cuerpo. Cada vez parecía más la escena de un crimen. La segunda muerte en solo unas horas, ambas mujeres vestidas de novia. Demasiada coincidencia, pensó Lottie mientras estudiaba la multitud. Se sorprendió al ver a su amigo, el padre Joe Burke, en medio. ¿Qué hacía allí? Antes de que fuera hacia él, un hombre se acercó. Llevaba el pelo escondido bajo un gorro negro, una tosca barba cubría su mandíbula y, por lo que Lottie veía, sus ojos eran tan oscuros como su gorro.

—Soy Alan Hughes. —Tenía la voz ronca y áspera—. Yo la encontré.

—¿Está bien? —preguntó Lottie.

—Tengo la gripe. —El hombre estornudó en un pañuelo de papel.

Lottie se volvió hacia su colega uniformado.

—Toma los datos a todo el mundo y anota cualquier información que puedas conseguir. Dónde estaban, cuándo vieron por última vez a la difunta. Ya sabes cómo va. Y asegúrate de que no contaminen la escena. Que no se marche nadie hasta que hayan interrogado a todo el mundo. Boyd, tú quédate con McGlynn y mira qué puedes averiguar. Yo voy a tener una pequeña charla con el señor Hughes.

La inspectora se deshizo del traje blanco protector y lo metió en la bolsa de papel que le ofrecían antes de pasar por debajo de la cinta. Condujo a Hughes hacia el coche de policía sin identificación. Podría haberlo llevado al interior de la abadía, pero pensó que, tal vez, el hombre hablaría con más libertad en otro lugar. A veces, alejar a los testigos de la escena del crimen los ayudaba a sincerarse. Cuando el hombre estuvo instalado en el asiento del copiloto, Lottie se sentó junto a él.

Hughes temblaba visiblemente cuando se quitó el gorro. Tenía el pelo muy corto, salpicado de canas, y sus manos eran grandes; Lottie pensó que parecía más un granjero que un enfermero. El hombre se giró en el asiento y la inspectora captó un brillo en sus ojos. ¿Miedo o tristeza? A veces le resultaba difícil diferenciar ambas emociones.

—Señor Hughes… ¿Puedo llamarlo Alan?

—Sí.

—Alan, cuéntemelo todo. Desde el principio.

—¿Qué quiere saber?

«Oh, Dios», gruñó Lottie en silencio.

—¿Conoce el nombre de la difunta?

—¿La difunta?

—Sí.

—Es Fiona Heffernan —contestó el hombre—. Trabajaba con ella.

—¿Es enfermera?

—Era enfermera.

—¿Había dejado el trabajo?

—No, se ha tirado desde el puto tejado.

Lottie golpeteó el volante con los nudillos.

—¿Fiona trabajaba hoy?

—Sí. Su turno era desde las ocho y media hasta las tres.

—¿Dónde vivía?

—No lo sé.

—¿Era del pueblo?

—¡No lo sé! —La voz del hombre subió una octava, y perdió el timbre tosco y varonil.

—¿Tiene alguna idea de qué hizo después de su turno?

—Mire, inspectora, no quiero ser grosero, pero yo acababa de llegar al trabajo. Estoy en el turno de tarde. Aparqué el coche e iba a entrar cuando la vi. Ahí tirada, como un ángel de nieve. —El hombre ahogó un sollozo.

—Esa es una buena descripción. —Lottie miró por la ventanilla, por encima del hombro de Hughes, escaneó el edificio hasta el tejado y bajó de nuevo hasta el cuerpo—. ¿Tiene alguna idea de por qué la señorita Heffernan llevaba un vestido de novia?

—No, la verdad. —Se encogió de hombros—. Al menos, no hoy.

Lottie frunció el ceño.

—¿No hoy? ¿Qué quiere decir con eso?

—Le diré lo que quiero decir. Fiona no iba a casarse hasta mañana.

* * *

Después de ordenar que extrajeran una muestra de ADN a Alan Hughes y que lo llevaran a la comisaría para tomarle las huellas y hacerle un interrogatorio formal, Lottie buscó al padre Joe. Temblaba bajo la pesada parka, con la capucha bien ajustada alrededor de la cara. Lo reconocería en cualquier parte.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.

—Las visitas de la tarde. Administrar a los enfermos es parte de mis deberes como sacerdote, ya sabes.

—Pero esta no es tu parroquia —terció Lottie, y se masajeó las manos furiosamente para activar la circulación.

—El padre Curran no podía venir hoy, así que me lo pidió a mí. Él es el sacerdote en esta zona, por cierto.

—Vale. ¿Cómo te va?

—Estoy bien. Me mantengo ocupado.

Lottie sonrió y recordó todo lo que había tenido que soportar hacía dos años.

—¿Conocías a la difunta?

—No he visto el cuerpo, así que no podría jurarlo sobre la Biblia.

—Se llamaba Fiona Heffernan. Era enfermera. —Lottie habría jurado que el rostro de Joe palideció—. ¿La conocías?

—No puede ser Fiona. Es terrible. Me encontré con ella algunas veces durante mis rondas. —El padre Joe miró hacia el tejado, luego hacia el suelo, y sacudió la cabeza.

—¿Cada cuánto vienes a visitar a los enfermos?

—No muy a menudo. Creo que esta es la tercera o cuarta vez. Solo lo hago cuando el padre Curran me pide que lo sustituya. Deberías charlar con él. Vive en la casa parroquial junto a la iglesia, en el pueblo.

—Vale, gracias. —Lottie divisó a Kirby, que bajaba del coche—. Será mejor que entre y comience con la investigación. Hablamos pronto.

Joe sonrió; esa sonrisa que Lottie recordaba que le iluminaba los ojos.

—¿Lottie? —dijo el sacerdote mientras la cogía de la manga cuando ella se volvió para marcharse—. Puedes hablar conmigo en cualquier momento, sobre cualquier cosa. Ya lo sabes.

La inspectora asintió y se subió la capucha para esconder el rubor que le sonrosaba las mejillas. Tal vez debería hablar con él sobre el compromiso. O tal vez no. De todos modos, puesto que Boyd estaba divorciado, no se casaría por la iglesia. Para ella no habría vestido blanco, reflexionó mientras se alejaba.

Las almas rotas

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