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ОглавлениеLos bloques de apartamentos de Hill Point se construyeron durante lo que se conoció como los años del boom del Tigre Celta. Había sido un proyecto excitante para la ciudad de Ragmullin, en la región central de Irlanda. Sin embargo, una vez el complejo estuvo construido y pese al hecho de que ofrecía muchas viviendas, se hizo evidente que a Ragmullin no le hacía falta esa mancha en el paisaje. Lo salvaba el hecho de ser el único rascacielos de la ciudad, si no se contaba la catedral de 1930 con los dos capiteles que arrojaban su sombra en todas direcciones, visible estuvieras donde estuvieras.
El bloque que buscaban era fácil de encontrar, con dos coches de policía y una ambulancia estacionados delante de cualquier manera.
Boyd aparcó el coche. Lottie salió de un salto y se adelantó. Dentro, se encontró con que el ascensor no funcionaba, y subió por las escaleras de cemento hasta el tercer piso.
En el estrecho pasillo, dos paramédicos redundantes estaban apoyados contra una pared con una camilla plegada entre ellos. Un policía se encontraba frente a la puerta del apartamento.
—Buenos días, garda Thornton. Ponme al tanto —pidió Lottie en cuanto hubo recuperado el aliento. Se puso los guantes y patucos protectores.
—Buenos días, inspectora. —El garda no necesitó consultar sus notas; era lo que Lottie llamaba un perro viejo del cuerpo—. La vecina del piso contiguo a la izquierda ha denunciado el suceso. La he enviado de regreso a su apartamento con un agente. He echado un vistazo dentro y hay algo extraño.
—¿Extraño?
—Cuando entre, usted misma lo verá.
—¿Habéis llamado a los forenses?
—He pensado que querría evaluarlo usted primero. A estas alturas, ya ha pasado todo quisqui por aquí. Quizá sea un simple suicidio, pero… no lo sé. La difunta se llama Cara Dunne. El cuerpo está en el baño.
—¿Ha venido un médico?
—Ya se ha marchado.
—¿Lo has interrogado?
—Sí. Afirma que la mujer está muerta.
Lottie esperó a que Boyd llegara. Estaba sin aliento, cosa inusual en él ya que era un adicto al deporte. Mientras su compañero se ponía los guantes, la inspectora empujó la puerta. Al primer vistazo, notó que era un apartamento pequeño. Un abrigo azul marino colgaba de un gancho en el estrecho pasillo. Pasó la mano por la prenda. Estaba húmeda.
Entró. Postergando lo inevitable, pasó por delante del baño, donde se encontraba el cadáver, y se quedó quieta sobre un trozo cuadrado de moqueta marrón que designaba un salón sin paredes interiores, con una pequeña cocina americana a la derecha. Abrió la puerta más cercana y echó un vistazo. Una habitación compacta. La cama estaba hecha con pulcritud y un camisón de algodón estaba doblado sobre la almohada. Una mesita de noche y un armario. Las persianas venecianas oscurecían la ventana. Sobre el radiador había un par de vaqueros, y habían arrojado una camisa roja sobre la cama. En el suelo vio, arrugado, un plástico de los que se usan para proteger la ropa.
Regresó al baño. La puerta estaba entreabierta. La empujó con la punta del dedo y se movió solo un poco. Espió a través de la rendija. Una bañera de cerámica blanca con una alcachofa de ducha oxidada, un retrete y un lavabo. Las baldosas color crema del suelo estaban mojadas. Aparte de eso, nada parecía fuera de lugar. Pero… el olor. Lottie retrocedió al notar el olor ácido de la orina.
—No veo el cuerpo —dijo.
—Detrás de la puerta —indicó Boyd.
Rodeó la puerta medio abierta y entró en el reducido espacio. Al girar, se quedó inmóvil. Se llevó la mano a la boca y sintió que se le aflojaban las rodillas. Un grito ahogado escapó entre sus dedos.
Detrás de la puerta, colgado por el cuello de un cinturón de cuero negro, estaba el cuerpo de la mujer. Tenía la boca abierta, al igual que los ojos, inyectados en sangre. En el cuello se veían arañazos intermitentes donde el cinturón le había cortado la piel. Los brazos colgaban a los costados; los puños habían quedado apretados al morir. Lottie había visto las cosas inimaginables que la muerte puede hacer al cuerpo humano, pero esto era grotesco. Se sacudió para mantener la profesionalidad.
Estimar la edad de la difunta no era fácil; no obstante, para su mirada experta, Cara Dunne parecía tener poco más de treinta y cinco años.
Un vestido de satén blanco, salpicado de diamantes que brillaban bajo la luz, envolvía la figura como un sudario. Le llegaba hasta los tobillos, donde asomaban los pies descalzos. Por el charco en el suelo, era evidente que Cara Dunne se había orinado mientras agonizaba.
Lottie estudió el vestido. Era un vestido de novia. Nuevo, sin usar. Hasta ahora. De la cremallera bajo el brazo de la víctima colgaba la etiqueta con el precio. Quería tocarlo, sentir la suavidad de la tela entre los dedos, pero no movió ni un músculo. Solo permitió que sus sentidos especularan qué habría ocurrido en ese baño pequeño y anodino, donde el moho negro se expandía por los azulejos sobre la bañera.
El olor a muerte era tan intenso en el diminuto recinto que Lottie lo notaba en la lengua. Examinó el rostro de Cara Dunne. La piel era suave, sin arrugas. ¿Era producto de la muerte o su piel había sido siempre así? Tenía el pelo rubio, corto y liso. Mientras subía la mirada, Lottie se fijó en que el otro extremo del cinturón estaba fuertemente atado a una válvula cromada que sobresalía de la pared encima de la puerta, a la derecha. Un taburete de tres patas de quince centímetros de altura yacía de costado en la esquina detrás de la misma.
Una pregunta ardía en el cerebro de Lottie. ¿Era posible que la mujer se hubiera colgado? A primera vista, parecía probable. ¿La habían dejado plantada? ¿O había cambiado de opinión y decidido que esta era la única manera de escapar de la boda? Lottie tenía la sospecha de que no todo era lo que parecía. El garda Thornton tenía razón. Había algo extraño.
Se oyó un golpe en la puerta y Boyd dijo:
—¿Puedo entrar?
—No hay espacio, espera a que salga. Llama a los forenses. Pregunta por Jim McGlynn.
Con dificultad, salió al pasillo. Mientras Boyd hacía la llamada, echó otro vistazo al salón en busca de señales de pelea, pero no encontró nada fuera de lugar. Sobre el radiador había un gorro, como si lo hubieran dejado allí para que se secara. Puso la mano sobre el aparato; descubrió que estaba apagado y sintió el frío en el aire. Sobre el respaldo de la silla colgaba una manta y en el asiento, encontró un teléfono móvil. Sin cogerlo, apretó el botón de inicio. No hacía falta pin. La pantalla mostraba una aplicación para contactos e iconos para llamadas y mensajes. Nada más. A Lottie le pareció un poco extraño. Toda la gente que conocía tenía varias aplicaciones, incluso su madre usaba el correo electrónico en el móvil.
El único otro mueble era una televisión sobre una mesita, bajo la cual descansaba una vieja maleta marrón. En la cocina todo estaba limpio y ordenado. No había platos en el fregadero ni en el escurridor. El frigorífico estaba bien abastecido. El cartón de leche no estaba caducado, ni tampoco la bandeja de filetes de pollo.
—No encuentro ninguna nota de suicidio —anunció—. Tendré que echar otro vistazo al dormitorio.
Boyd la siguió.
En la mesita de noche había un volumen forrado en cuero negro que parecía una Biblia. Al abrirlo, Lottie descubrió que era un libro de oraciones. Las páginas eran suaves y livianas al tacto, como plumas, y sintió que pasarlas era reconfortante. Dejó el libro y abrió el cajón. Contenía una botella de pastillas para dormir y un paquete de paracetamol. Si Cara había querido suicidarse, ¿por qué no se había tomado las pastillas? Habría sido mucho más fácil.
Fue hasta el armario, que tenía la puerta abierta. El olor a lavanda flotaba en el aire. De la barra colgaban vaqueros, camisas y blusas. En el suelo había un par de zapatillas Nike. La funda de plástico sería del vestido, pensó.
Boyd se arrodilló, levantó la colcha de la cama de patas de acero y buscó debajo.
—Aquí no hay nada.
Lottie regresó al salón y abrió la hoja lateral de la ventana. Los sonidos llenaron de vida la habitación. Abajo, el canal estaba congelado. Un tren salió de la estación con fuertes chirridos. Junto al puente había un bote amarrado, en algún lugar a su derecha se oía un claxon y escuchaba el ruido característico de los albañiles que trabajaban cerca de allí. Aspiró el frescor de la mañana.
—Si hubiera querido suicidarme sin una sobredosis, habría saltado por la ventana. ¿Qué opinas?
—No te gustan las alturas —apuntó Boyd, con los brazos cruzados—, así que no lo habrías hecho.
—No me dan miedo las alturas.
—Estoy hablando hipotéticamente. Pensaba que tú también.
—Estamos en una tercera planta… Oh, bueno, no importa. —Cerró la ventana y se volvió hacia Boyd—. ¿Has llamado a McGlynn?
—Está de camino. —El sargento bostezó y separó los brazos—. ¿Hace falta avisar a la patóloga forense?
Lottie pensó un momento. ¿Necesitaban a Jane Dore? Pese a que todo indicaba que había sido un suicidio, la ausencia de nota le molestaba, al igual que los arañazos en el cuello de Cara.
—Llama a su asistente. Si mi intuición falla, me haré cargo de las consecuencias.
—La puerta no ha sido forzada. ¿Crees que dejó entrar a alguien?
—Si lo hizo, entonces tal vez conocía a la persona que la mató.
Boyd suspiró.
—Eso es si alguien la mató.
Lottie sacudió la cabeza y pasó junto a él.
—Voy a charlar con la vecina. Comprueba si puedes encontrar algo que indique una muerte sospechosa… y trata de quitarte la resaca de encima, te está volviendo lento. ¿De acuerdo?
Lo dejó allí, con la boca abierta, en el reducido y abarrotado pasillo, con una mujer vestida de novia colgada detrás de la puerta.