Читать книгу Las almas rotas - Patricia Gibney - Страница 15
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ОглавлениеAunque en la oficina hacía tanto calor como de costumbre, Beth no tenía permitido apagar el radiador. Su superior, el jefe de redacción Nick Downes, estaba sentado con una bufanda al cuello y el abrigo sobre los hombros. «Ese hombre siempre tiene frío», criticó.
Escribir el informe sobre la inauguración oficial de los mercados navideños le había llevado cinco minutos. Tendría que inventarse algo para llenar las cuatro columnas de la página principal. A menos que Ryan hubiera sacado una foto decente, estaba jodida. ¿Qué más podía escribir? Distraída, miró el móvil. Más le valía acordarse de llevar un par de botellas de agua a casa, por si su padre no había arreglado las tuberías congeladas.
Cuando estaba a punto de redactar una nota, recibió un mensaje en el teléfono. Lo leyó y miró a su alrededor en busca de Ryan. Sus miradas se encontraron cuando el fotógrafo entraba por la puerta.
—Déjate el abrigo puesto y coge la cámara —indicó Beth.
—¿Por qué?
—Tenemos trabajo. —Se volvió hacia el editor—. Nick, hay un posible suicidio. ¿Te parece bien si vamos a echar un vistazo y tal vez sacar algunas fotos?
Nick giró su silla mientras chupaba ruidosamente el extremo de un bolígrafo. La barba ocultaba sus labios delgados.
—No creo que tenga mucho que ver con el espíritu navideño violar la privacidad de la familia de una víctima de suicidio, ¿no te parece?
Beth se quedó pasmada en medio de la atestada oficina, con las mangas de la chaqueta a medio poner y el bolso entre las piernas.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Ten un poco de compasión.
¿De qué diablos hablaba?
—Es el segundo en tres semanas. Tal vez esté ocurriendo algo sospechoso.
—¿Segundo qué?
Beligerante era una palabra que Beth usaba a menudo para describir a su padre, y ahora su jefe se estaba ganando la misma distinción.
—El segundo suicidio —explicó.
—Ya causaste bastante revuelo con el artículo sobre el primero hace unas semanas. No debería haberte dado el visto bueno —arguyó Nick—. ¿Y quién te ha dicho que ha habido otro?
Beth se subió la cremallera de la chaqueta, evitando su mirada, y contuvo la réplica malsonante que quería lanzarle mientras consideraba su situación. Tenía un contrato renovable de seis meses. Necesitaba el trabajo y no podía permitirse cagarla por enfadar al jefe. Pero no podía decir que había sido un mensaje anónimo.
—Lo he visto en Twitter —mintió.
—Enséñamelo.
Buscó en su teléfono.
—Oh, lo han quitado.
—¿Qué quieres decir con «quitado»?
Era un dinosaurio.
—A veces los administradores de Twitter borran contenido inapropiado. Ya sabes, si alguien pone una queja.
—¡Ajá! Ves, y tú querías difundir contenido inapropiado en la primera página de nuestra próxima edición. Quítate el abrigo y siéntate. Termina el artículo sobre los mercadillos navideños. Eso es lo que quieren nuestros lectores, una historia alegre en la primera página. No olvides que más tarde tienes que cubrir el encendido de las luces.
Beth hizo lo que le mandaban.
—¿Nos vamos o no? —preguntó Ryan, y se pasó la tira de la cámara sobre el hombro.
—Cierra el pico y siéntate —respondieron Beth y Nick al unísono.
* * *
Ryan Slevin metió su chaqueta enrollada bajo el escritorio, tratando de disimular su irritación, y dio un empujoncito al ratón para encender el ordenador. Tras conectar la cámara a la consola, esperó y observó la pantalla mientras se cargaban las fotos de los mercadillos navideños que había sacado antes.
Evaluó las imágenes mientras se mordía el labio, y decidió que tendría que usar Photoshop para que fueran dignas del periódico. La mayoría estaban oscuras y llenas de sombras, sacadas bajo los toldos que colgaban sobre las casetas colocadas a lo largo de la calle. Revisó el resto de las fotografías. Al menos había capturado a algunos niños en ellas: Nick siempre decía que los niños vendían periódicos. Ryan esperaba que usar sus nombres no supusiera un problema. La mayoría de ellos estaban de camino a la biblioteca. Sin el permiso de los padres, tendría que improvisar. El profesor había dicho que no pasaba nada, así que qué diablos. Los niños vendían periódicos.
Sintió una sombra junto a su hombro mientras trabajaba. Luego revoloteó sobre el escritorio y oscureció la pantalla.
—¿Buscas niños en pelotas, Ryan?
Slevin activó automáticamente el salvapantallas antes de levantar la vista hacia Beth, con su enorme sonrisa, ojos centelleantes y pelo negro y brillante.
—Pírate —respondió Ryan.
—Necesito una foto bastante grande, o tal vez un montaje con cuatro o cinco, para cubrir cuatro columnas en la portada. —Se sentó en el borde del escritorio. El fotógrafo sintió como si violara su espacio personal.
—¿Por qué?
—Porque no tengo qué coño escribir. Además, los niños venden…
—Periódicos. —Ryan rio—. Déjamelo a mí. —Cuando Beth regresó a su escritorio, añadió—: ¿Ya has escrito el artículo?
—¿Qué se puede escribir? Un tío vestido de Santa Claus que canta «Rudolph» desafinando mientras enciende un interruptor de mentira para iluminar las casetas. Por la mañana. Por el amor de Dios.
—Estaba bastante oscuro. —Sabía que era un argumento patético.
—Sonrisas anchas en rostros felices, Ryan. Es todo lo que necesitamos para que el jefe esté contento.
Ryan encendió la pantalla y revisó las fotos. Entonces fue cuando lo vio. En una fotografía. Hizo clic con el ratón y amplió la imagen. No podía ser. ¿O sí?
—Mierda.
—¿Qué? —dijo Beth.
—Nada.
—No las estropees.
—Llevo aquí mucho más tiempo que tú, así que no me des órdenes. —Solo bromeaba a medias, y fijó de nuevo la vista en la pantalla.
Mientras golpeaba nerviosamente el suelo con el pie, pensó en la instantánea que había sacado, y un escalofrío le recorrió la columna.