Читать книгу La casa de la araña - Paul Bowles - Страница 10

Capítulo 2

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–Vamos arriba –‍dijo su padre, encaminándose hacia la estrecha escalera de peldaños rotos.

Entró en la habitación más pequeña de las dos que había arriba y encendió la luz.

–Siéntate en el colchón –‍ordenó, señalando una esquina del cuarto. Amar obedeció. Todo en su interior estaba temblando; no sabía si era de impaciencia o de terror, ni sabía si era un aborrecimiento destructivo o un amor irresistible lo que sentía por el anciano que se erguía ante él con ojos llameantes de cólera. Su padre desenrolló lentamente su largo turbante, dejando al descubierto su cráneo desnudo, y mientras hacía esto habló del siguiente modo:

–Esta vez has cometido un pecado imperdonable –‍dijo, clavando en Amar sus ojos terribles.

La barba blanca y puntiaguda tenía un aspecto extraño al carecer del turbante que equilibraba la imagen.

–A un chico como tú sólo le aguarda el infierno. Todo el dinero de la casa, el dinero para comprar pan para tu padre y para tu familia. Quítate la chilaba.

Amar se quitó la prenda; su padre se la arrebató mirando de inmediato dentro de la capucha.

–Quítate la serrouelle.

Amar desabrochó su cinturón y se sacó los pantalones, manteniendo una mano delante de sí para cubrir su desnudez. Su padre palpó minuciosamente los bolsillos: estaban vacíos, con la salvedad de la navaja rota que Amar llevaba siempre consigo.

–¡Nada! ¡Ni rastro! –‍gritó el viejo.

Amar permaneció en silencio.

–¿Dónde está? ¿Dónde está?

La voz ascendía de tono en cada sílaba. Amar se limitó a mirar a los ojos de su padre, con la boca abierta. Había cientos de cosas que decir; no había nada que decir. Tuvo la sensación de que se había convertido en una piedra.

Con asombrosa fuerza, el viejo le empujó sobre el colchón, y arrancando el cinto de los pantalones comenzó a azotarle con el extremo donde estaba la hebilla. Para proteger su rostro, Amar se puso al instante boca abajo, con sus manos ahuecadas sobre la nuca. Su padre descargaba los duros golpes sobre sus nudillos, hombros, espalda, nalgas y piernas.

–¡Ojalá te mate! –‍gritaba su padre‍–‍. ¡Mejor estarías muerto!

“Espero que lo haga”, pensaba Amar. Sentía los correazos con un gran distanciamiento. Era como si una voz le estuviera diciendo: “Esto es el dolor”, y él se mostrara de acuerdo, aunque no del todo convencido. El viejo no añadió palabra alguna, concentrando su energía en los golpes. Más allá del silbido del cinturón al cortar el aire y el sonido de la hebilla al golpear su carne, Amar podía oír el ronroneo de un gato en la terraza de arriba: “Rao, rao..., rao...”; el llanto de unos niños; una radio desde la que llegaba hasta sus oídos una vieja canción de Farid al Atrache. Olía la tajine que su madre estaba cocinando abajo en el patio: canela y cebolla. Los golpes no cesaban. De improviso sintió que tenía que respirar; había retenido el aliento desde que había sido empujado sobre el colchón. Tomó aire de una gran bocanada y acto seguido vomitó. Alzó la cabeza, intentó moverse y el dolor le devolvió a la misma posición. Aún proseguía la rítmica descarga de golpes, no hubiera podido decir si con mayor o menor intensidad. Su rostro resbaló sobre la espadañada que él mismo había arrojado sobre el colchón; detrás de sus párpados, tuvo de súbito una visión. Bajaba corriendo por el Boulevard Poeymirau en la Ville Nouvelle con una espada en la mano. Al pasar delante de las tiendas, las lunas de todos los escaparates saltaban espontáneamente en mil pedazos. Las mujeres francesas chillaban; los hombres estaban paralizados. Aquí y allá asestaba un golpe sobre un hombre, decapitándole, y una fuente de sangre brillante brotaba a borbotones del cuello truncado. Una cálida oleada de cruel deleite recorrió su cuerpo. De pronto se dio cuenta de que todas las mujeres estaban desnudas. Con diestros mandobles ascendentes abría sus cuerpos; con mandobles descendentes les cortaba los pechos de raíz. Nadie debía quedar intacto.

La paliza había cesado. Su padre había salido de la habitación. La radio seguía emitiendo la misma pieza, y pudo oír a sus padres hablando abajo. Se mantuvo completamente inmóvil. Por un momento pensó que acaso estaba muerto de verdad. Entonces oyó a su madre entrando en la habitación. “Ouildi, ouildi”, decía, y sus dos manos empezaron a tocarle con suavidad, frotando aceite sobre su piel. No había llorado una sola vez durante la zurra, pero ahora sollozaba violentamente. Para dejar de hacerlo, imaginó que su padre estaba detrás de su madre observando la escena. La treta funcionó, y se quedó tumbado, sin moverse, rindiéndose a aquellas manos fuertes y suaves.

Estuvo enfermo el día siguiente y otro día más. Mientras permaneció echado en su pequeña habitación de la azotea, su madre acudió muchas veces con aceite para limpiarle las heridas. Amar se sentía aturdido por la fiebre y desgraciado por el dolor, y no le apetecía comer nada distinto de la sopa y el té caliente que ella le traía de cuando en cuando. Al tercer día se incorporó y tocó su lirah, la flauta de caña que él mismo se había fabricado. Ese día su madre dejó fuera de la jaula a Diki bou Bnara, el gallo favorito de Amar, y la hermosa ave entró y salió de la habitación contoneándose, escarbando y prestando atención a las canciones que Amar interpretaba en su honor. Pero el tercer día, tras la puesta de sol, cuando Diki bou Bnara había sido ya devuelto a su jaula y los almuecines habían terminado de anunciar el maghreb, Amar escuchó los pasos de su padre subiendo la escalera que conducía a la azotea. Rápidamente se dio la vuelta hacia la pared, fingiéndose dormido. Instantes después su padre estaba en la habitación, y le habló:

–Ya ouildi! Ya Amar!

Amar no se movió, pero su corazón latía a toda prisa y respiraba con dificultad. El colchón se movió al sentarse su padre a los pies de la cama.

–¡Amar!

Él se dio la vuelta, frotándose los ojos.

–Quiero hablar contigo. Pero primero quiero estar seguro de que no sientes odio. Me siento muy desdichado por lo que has hecho. Tu madre y tu hermano y tu hermana no han comido bien estos últimos días. Pero eso no importa. No es esa la razón por la que quiero hablar contigo. Tienes que escucharme. ¿Siente tu corazón odio por mí?

Amar se incorporó.

–No, padre –‍dijo quedamente.

El anciano permaneció silencioso durante un momento. Diki bou Bnara cacareó de pronto.

–Quiero hacerte entender. Bel haq, fel louwil... En primer lugar, has de saber que yo comprendo. Quizá pienses que porque soy viejo no sé nada del mundo, y que tampoco sé cómo ha cambiado.

Amar murmuró una protesta, pero su padre continuó:

–Sé que piensas eso. Les pasa a todos los muchachos de tu edad. Y ahora el mundo ha cambiado más que nunca. Todo es nuevo. Todo es malo. Hemos sufrido más de lo que sufrimos nunca. Y está escrito que debemos sufrir todavía más. Pero nada de eso importa. Como el viento. Tú crees que nunca he estado en Dar Debibagh, que nunca he visto cómo viven los franceses. Pero ¿qué pensarías si te dijera que he estado muchas veces? ¿Y que he visto sus cafés y sus tiendas, y he caminado por sus calles, y subido en sus autobuses, igual que tú?

Amar estaba perplejo. Había dado por cierto que, desde la llegada de los franceses, muchos años atrás, su padre nunca había cruzado los muros de la Medina, excepto para marcharse al campo o a la Mellah con intención de comprar ingredientes para las medicinas que sólo vendían ciertos judíos. En lo que Amar recordaba, las actividades cotidianas en la vida de su padre habían sido siempre las mismas, y consistían en cinco viajes diarios a la mezquita, además de las horas que pasaba conversando en las tiendas de sus amigos en su camino hacia o de la mezquita. Fuera de eso no existía nada, salvo prodigar sus servicios cuando estos eran requeridos. Resultaba sorprendente oírle decir que había estado en la ciudad francesa. Amar lo puso en duda: si había estado allí, ¿por qué no lo había mencionado hasta ese día?

–Quiero que sepas que he estado allí muchas veces. He visto la podredumbre y la vergüenza en que viven los cristianos. Eso no puede ser nunca para nosotros. Te juro que son peores que los judíos. ¡No, te juro por Alá que son peores que los judíos ateos de la Mellah! Así que si hablo así de ellos no es porque hombres como Si Kaddour o esa carroña de Abdeltif o Wattanine me lo hayan contado. Lo que ellos dicen puede ser verdad, pero su razón para hablar así es falsa, porque es política. ¿Sabes lo que es la política? Es la palabra francesa para decir mentira. Kdoub! ¡Política! Cuando oigas decir a los franceses: nuestra política, sabrás que quieren decir: nuestras mentiras. Y cuando oigas decir a los musulmanes, los amigos de la independencia: nuestra política, sabrás que quieren decir: nuestras mentiras. Todas las mentiras son pecados. Así que, dime, ¿qué disgusta más a Alá, una mentira dicha por un nazareno o una mentira dicha por un musulmán?

Amar creyó intuir dónde quería ir a parar su padre. Le estaba previniendo para que dejara de tener relaciones con algunos de sus amigos, con los que a veces jugaba al fútbol o compartía una tarde en el cine, y que eran conocidos por ser miembros del Istiqlal. Su padre tenía miedo de que Amar acabara en prisión como Abdallah Tazi y su primo, quienes habían vociferado una noche: “À bas les Français!” en el Café de la Renaissance. “¡Qué equivocado está!”, pensó Amar con cierto encono. No existía la más remota posibilidad de que ocurriera tal cosa. Estaba descartada desde el principio para él, ya que no sólo no hablaba francés, sino que tampoco sabía leer ni escribir. No sabía nada, ni siquiera firmar su nombre en árabe. “Quizá deje de hablar por fin y se vaya abajo”, pensó Amar.

–¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

–Sí, entiendo –‍contestó Amar, estrujando las sábanas entre los dedos de los pies. Se sentía mejor; le hubiera gustado salir y darse un pequeño paseo, pero sabía que si se levantaba dejaría de apetecerle. A través del enrejado de hierro de la ventana podía ver los tejados de un barrio lejano de la ciudad, cubiertos por un cielo que amenazaba lluvia.

–Es peor que mientan los musulmanes –‍prosiguió su padre‍–‍. ¿Y quiénes, de entre todos los musulmanes, cometen el mayor pecado al mentir o robar? Un jerife. Y gracias a Alá tú eres un jerife...

Hamdoul’lah –‍murmuró Amar, dócilmente pero con emoción‍–‍. Gracias a Alá.

–¡No sólo Hamdoul’lah, Hamdoul’lah! ¡No! Tienes que hacerte un hombre y ser un jerife. El jerife vive para la gente. Prefiero verte muerto antes de que te conviertas en la carroña con la que hablas en la calle. ¡Muerto! ¿Me entiendes? –‍La voz del anciano crecía por momentos‍–‍. No habrá más musulmanes a menos que todos los jóvenes jerifes obedezcan las leyes de Alá.

Siguió hablando en la misma línea. Amar entendía y se mostraba de acuerdo en silencio, pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar: “Él no sabe cómo es el mundo de hoy”. El pensamiento de que su propia concepción del mundo era tan diferente de la de su padre era como un muro protector que envolvía todo su cuerpo. Cuando su padre salía a la calle, en su mente sólo había lugar para la mezquita, el Corán, los demás viejos. Era el mundo inmutable de la ley, la palabra escrita, la inalterable filantropía, pero era en cierto modo un mundo arrugado y seco. Mientras que cuando Amar dejaba atrás su casa le esperaba toda la ancha tierra, la tierra viva y misteriosa que le pertenecía como no podía pertenecer a ningún otro, y donde absolutamente cualquier cosa podía suceder. El aroma de la brisa de la mañana atravesando las paredes desde los olivares, el rumor del río que caía sobre las rocas al precipitarse sobre sus gargantas en su paso por la ciudad, las sombras cambiantes de los árboles sobre el polvo blanco de la tierra cuando él se sentaba al mediodía bajo su sombra; todas esas cosas tenían un significado especial para él que no podía ser igual para ningún otro, y menos aún para su padre. El mundo donde vivía el viejo, imaginaba Amar, debía asemejarse a esas fotografías que aparecían en los periódicos que venían de contrabando desde Egipto: grises, emborronadas, carentes de significado, salvo como acompañamiento del texto.

Oía las palabras de su padre con impaciencia creciente. Hacía repetidas referencias a sus deberes como descendiente del Profeta. ¿Con quién podía contar la gente en épocas de dificultad, sino con los Chorfa? Cada jerife era un líder. Era cierto, pero Amar sabía que algo no terminaba de encajar en aquella imagen. Los Chorfa eran los líderes, pero podían conducir a sus seguidores únicamente a la derrota, y esto era algo que él nunca podría decir a nadie. Como si el anciano hubiera percibido la emoción, si no la idea precisa que bullía en la mente de su hijo, dejó de hablar durante un instante, y continuó después en un tono más bajo, impregnado de tristeza.

–He cometido un gran pecado –‍dijo‍–‍. Alá me juzgará. Debería haberte golpeado día y noche, y arrastrarte a la escuela por los cabellos hasta que supieras leer y escribir. Ahora ya nunca aprenderás. Es demasiado tarde. Nunca sabrás nada. Y es culpa mía.

Amar estaba estupefacto; su padre nunca había hablado de ese modo.

–No, padre –‍dijo vacilante‍–‍. Es culpa mía.

En la penumbra, Amar vio cómo su padre extendía los brazos hacia él. El anciano puso sus manos en las sienes de su hijo y se inclinó hacia delante rozando levemente con los labios la frente del muchacho. Volvió a sentarse, movió la cabeza adelante y atrás en repetidas ocasiones sin hablar, y salió al cabo de la habitación sin añadir palabra.

Unos minutos después, Mustafá apareció en la puerta con el ceño fruncido, enviado obviamente por su padre para interesarse por el estado de salud de Amar. En el primer instante, al verlo, Amar estuvo a punto de formular algún comentario ácido; pero de súbito una calma extraña se apoderó de él, y se sorprendió a sí mismo diciendo con el más bondadoso de los acentos:

Ah, khai, chkhbarek? Hace días que no te veo. ¿Cómo va todo?

Mustafá parecía desconcertado; murmuró inexpresivamente una frase protocolaria de saludo, se dio la vuelta y desapareció escaleras abajo. Amar se acostó de nuevo, sonriente; sentía por primera vez que dominaba una situación que nunca se hubiera atrevido a suponer bajo su control. Mustafá era su hermano mayor; había nacido primero, y aquel día fue celebrado con el sacrificio de veintiséis ovejas, dos de las cuales había pagado su propio padre. Cuando Amar vino al mundo, por contra, Si Driss había comprado sólo una. Era cierto que habían comido otra oveja más, regalo de un amigo, pero esta no contaba para Amar. No era menos cierto que Mustafá había nacido en las montañas de Kherib Jerad, y las otras veinticuatro ovejas habían sido llevadas como presentes por los jubilosos campesinos al ver a un jerife nacido entre ellos, mientras que Amar había nacido en el corazón de la ciudad y sólo su familia se había regocijado por ello, pero era algo en lo que nunca pensaba cuando empezaba a darle vueltas a sus errores. Lo importante ahora era que Mustafá estaba perplejo; nunca hubiera esperado que su padre le enviara al cuarto de arriba para interesarse por Amar, y no había imaginado que este podría encontrarse de buen ánimo. Amar conocía a su hermano. Mustafá continuaría presa de la inquietud por este pequeño misterio hasta que lo hubiera desvelado. Y Amar no tenía ninguna intención de ayudarle para que lo lograra. Así era, Amar no hubiera sido capaz de decir lo que sentía por Mustafá, salvo que en un remoto aunque invisible horizonte adivinaba la certidumbre de su victoria y la derrota total para su hermano.

Y entonces acudió a su memoria un incidente que su madre le había relatado en múltiples ocasiones. Mucho tiempo atrás, cuando el padre de su madre estaba en el lecho de muerte ocupando la misma habitación donde se encontraba ahora él, y toda la familia se hallaba reunida para despedirse del anciano, este había ordenado a Mustafá en un determinado momento que se acercara a la cama para poder bendecir al primogénito. Pero Mustafá era un niño testarudo y malhumorado; lloriqueando, se había escondido bajo las faldas de su madre, y ninguna zalema había podido persuadirle para que se acercara al lecho. Fue un momento de gran vergüenza, salvado milagrosamente por Amar, quien, pese a que apenas sabía caminar, cruzó a trompicones y por alguna inexplicable razón el aposento y besó por último la mano de su abuelo. De inmediato, el anciano otorgó su bendición a Amar en lugar de a Mustafá; y no contento con ello, se atrevió a profetizar que el más pequeño de los hermanos crecería hasta convertirse en un mejor hombre que el primogénito. Pocos minutos después exhalaba su último suspiro. La historia siempre había impresionado enormemente a Amar, pero, dando por cierto que sus padres nunca se la habían relatado a Mustafá, no había resultado jamás del todo satisfactoria ni le consolaba por las veintiséis ovejas. Ahora pensaba en ello de nuevo, y empezaba a asumir una importancia que no había percibido antes. ¿Qué eran veintiséis ovejas o, incluso, cien de ellas, comparadas con el poder mágico de una bendición enviada directamente por Alá a través del corazón y los labios de su abuelo? En la oscuridad, murmuró una corta plegaria por el difunto, y otra de agradecimiento, más corta si cabe, por su buena fortuna.

Esa noche, en el cuenco de sopa que le trajo su madre había almendras y garbanzos. Anhelaba saber si toda la familia tenía la misma comida, o si se la habían traído especialmente para él y sólo para él, pero no se atrevió a preguntarlo. Podía imaginarse a su madre corriendo escaleras abajo soltando carcajadas y gritando: “¡El Señor Amar se imagina que fuimos a comprar las almendras sólo para él y que los demás están comiendo otra cosa!”. Habría carcajadas incluso más fuertes de su hermana y de Mustafá.

–Qué buena está la sopa –‍advirtió.

La casa de la araña

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