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Capítulo 6

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El Ramadán, el mes de interminables jornadas sin alimentos, bebidas ni cigarrillos, había venido y se había marchado. Las noches –‍que en otros años habían sido de completo placer, con la Medina brillantemente iluminada, las tiendas abiertas hasta primeras horas de la mañana, las calles atestadas de hombres y chicos deambulando de acá para allá por toda la ciudad hasta que llegaba la hora de volver a comer– se habían vuelto sombrías y tristes. Es cierto que los rhaitas sonaban desde los minaretes como antaño, se batían los tambores y se hacían soplar los cuernos de carnero para avisar a los somnolientos de la comida final, al igual que siempre, pero no causaban placer alguno a quienes los escuchaban. El auténtico sentido del Ramadán, el orgullo derivado de la triunfante aplicación de la disciplina, la victoria del espíritu sobre la carne, parecía haber desaparecido; la gente respetaba el ayuno de forma automática, pasiva, sin molestarse en hacer los chistes acostumbrados sobre las ropas que ahora resultaban demasiado grandes, ni los comentarios sobre el número de días que restaban antes de la llegada de la fiesta que señalaba el fin de la dura prueba. Se murmuraba incluso en la ciudad que muchos miembros del Istiqlal no estaban respetando el Ramadán, que podía vérseles al mediodía comiendo con descaro en los restaurantes de la Ville Nouvelle, aunque esto se atribuía en general a la propaganda francesa. En un momento determinado había empezado a circular el rumor de que no habría Aïd-es-Seghir, el festival con que culminaba el ayuno. La noticia fue creciendo de volumen hasta adquirir una dimensión suficiente como para ser considerada un hecho establecido. Y en efecto, cuando llegó el día señalado, en lugar de llenarse las calles con hombres luciendo sus nuevas ropas –‍pues ese día, excepcionalmente, todo el mundo debía vestir tantas prendas nuevas como pudiera permitirse‍–‍, los viandantes más madrugadores descubrieron que cientos de respetables ciudadanos ya estaban en la calle, ataviados con sus chilabas y trajes más raídos; y muchos que no habían dado crédito a los rumores tuvieron que regresar a sus casas a toda prisa por callejas deshabitadas para cambiarse de ropa, antes de atreverse a aparecer en público. Unos pocos trajes nuevos habían sido echados a perder con diestros cortes de cuchilla, pero no se habían producido enfrentamientos. Y con este lamentable final, el mes del Ramadán había cedido su puesto al mes del Choual.

Ahora el calor había empezado a apretar de veras. Amar se levantaba al alba y trabajaba hasta media mañana, momento en que se tumbaba sobre una estera que extendía sobre el suelo de su cueva, y dormía durante las horas más duras del día hasta que empezaba a declinar la tarde; después de comer reanudaba su tarea y proseguía hasta que se ponía el sol. Más tarde vagaba apático hacia su casa por las calles sin vida, deteniéndose en ocasiones para oír el sonido de unos gritos distantes, procedentes de otro barrio de la ciudad, el ruido de la muchedumbre, algo que anunciara que la tensión estaba adoptando una forma física. Todos tenían esta extraña compulsión, quedarse quietos durante un instante en la calle para escuchar, porque todos estaban convencidos de que la tensión no podía continuar indefinidamente. Algún día tendría que ocurrir algo –‍eso estaba fuera de toda duda‍–‍. La forma que podría adoptar la liberación era algo sobre lo que tan sólo cabía hacer conjeturas. De noche, tumbado afuera en la azotea bajo las estrellas –‍hacía demasiado calor para dormir en la habitación echado sobre el colchón‍–‍, aguzaba el oído tratando de imaginar que oía, en la dirección de Ed Douh o la Talâa, el vago rumor de muchas voces que gritaban. Pero era siempre el silencio lo que se oía, interrumpido de vez en cuando por un gallo aletargado que cacareaba desde un tejado lejano, o por un gato que se lamentaba abajo en la calle, o bien era un camión que pasaba a lo lejos por la carretera de Taza, petardeando con el motor mientras bajaba por la colina hacia el río.

Por entonces sucedió que una mañana temprano, cuando ya había salido de su habitación y se encontraba en la azotea, supo de repente que ese día no iría a trabajar. La idea de hacer otra cosa, cualquier otra cosa, se apoderó de su ánimo llenándolo de una gran agitación. Parecía que llevaba años yendo día tras día al poblado de cobertizos de barro, saludando al alfarero antes de que este le diera la llave de la cueva, bajando después los escalones que conducían al húmedo cuarto donde estaba el mamil, ocupando su lugar en el asiento del suelo y empezando por último a girar la gran rueda. Cada día era igual que el día anterior; nada cambiaba, y las formas de las vasijas y recipientes que hacía ya no le interesaban. Nada de todo aquello tenía sentido –‍ni siquiera el dinero, la mitad del cual entregaba de forma regular a su padre, reservándose para sus ahorros otro poco, que siempre llevaba consigo en un pañuelo anudado dondequiera que fuera‍–‍. Cada día lo desanudaba y contaba el dinero, añadiendo acaso un poco más, y se preguntaba qué podría comprar con lo que tenía. No había de momento suficiente para agenciarse un par de verdaderos zapatos, pero ello obedecía a que había tenido otros gastos.

Estaba hambriento, pero la casa permanecía en silencio. Su padre, que ya había regresado de la mezquita, estaba de nuevo en la cama, y la familia dormía. Se vistió a toda velocidad y bajó las escaleras. Las palomas zureaban en la repisa que había junto al pozo. En la calle el aire olía como si fuera el principio del mundo. La mayoría de los puestos estaban cerrados, y los pocos que habían abierto albergaban todavía el aire oscuro de la noche en sus recovecos. Compró una gran hogaza de pan, seis plátanos y un paquete de dátiles, y prosiguió su camino a lo largo del Recif. Allí todas las pescaderías estaban abiertas y el potente olor medicinal del pescado fresco era como un cuchillo cortando el aire. Poco a poco las calles iban llenándose, conforme salía la gente de sus casas. Cuando llegó a las construcciones más modernas de El Mokhfia, contempló los árboles detrás de los muros donde cantaban los pájaros. Salió de la ciudad por Bab Djedid y atravesó el puente. El polvoriento camino se abría paso entre dos grandes barreras de cañas que se inclinaban en todas direcciones. Cuando llegó a la carretera principal se detuvo durante un momento, intentando decidir qué camino tomar. Entonces oyó una voz apagada muy cercana a él: “¡Amar!”. Volvió la cabeza y reconoció a Mohammed Lalami, un muchacho algo más alto y tal vez uno o dos años mayor que él. Estaba saliendo de un matorral situado en la orilla del río; su cabello goteaba agua. Intercambiaron un saludo.

–¿Cómo está el agua? –‍preguntó Amar.

–Mal. Hay poca. No se puede nadar. Está bien si sólo quieres quitarte de encima la porquería.

Sacudió vigorosamente la cabeza, como un perro, y alisó su cabello hacia atrás en repetidas ocasiones para quitarse el agua.

–¿Por qué no vamos a Aïn Malqa y nos bañamos allí? –‍dijo Amar. Aunque habían sido amigos tiempo atrás, hacía varios meses que no veía a Mohammed, y sentía una cierta curiosidad por hablar con él y averiguar qué tipo de ideas tenía en su cabeza.

–¡Ayayay! –‍dijo Mohammed‍–‍. ¿Y cómo vamos hasta allí?

–Podemos conseguir bicicletas en la Ville Nouvelle.

–¡Ah! ¿Las regalan ahora?

–Ana n’khalleslik –‍dijo Amar de inmediato‍–‍. Eso es cosa mía. Tengo un poco de dinero.

Mohammed, mostrando una simulada turbación, aceptó la propuesta al no rechazarla; ambos se pusieron en camino. Cuando pasó por allí el autobús de la ciudad en su trayecto desde Bah Fteuh a la Ville Nouvelle, se subieron en él y permanecieron en la plataforma trasera sujetándose el uno al otro en las curvas. Bromearon con un hombre cojo vestido con guerrera militar que aseguraba ser un veterano de guerra.

–¿Qué guerra? –‍preguntó Amar con agresividad, porque estaba con Mohammed.

–La guerra –‍dijo el hombre‍–‍. ¿Nunca has oído hablar de la guerra?

–He oído hablar de montones de guerras. La guerra de los alemanes, la guerra de los españoles y los rojos,* la guerra de Indochina, la guerra de Abd-el-Krim.

–No sé nada de todo eso –‍dijo el hombre con gesto impaciente‍–‍. Yo estuve en la guerra.

Mohammed soltó una carcajada.

–Creo que se refiere a la guerra de Moulay Abdallah. Se metió en el burdel que no era y alguien le pilló con la chica equivocada. ¿Eso es todo lo que te cortaron, sólo la pierna? Tienes suerte, es lo único que puedo decirte.

El hombre se unió a los dos muchachos en sus carcajadas.

En la Ville Nouvelle el francés que alquilaba las bicicletas inspeccionó sus cartes d’identité con excesivo interés antes de dejar que se llevaran las máquinas.

–Hijo de puta –‍murmuró Mohammed según pedaleaban por la Avenue de France bajo los plátanos‍–‍, no nos las quería alquilar. El francés que entró mientras estábamos esperando, te darías cuenta de que se llevó la bicicleta y no le pidió ni la documentación.

–Era un amigo suyo –‍dijo Amar.

Pensó que hubiera sido una buena oportunidad para iniciar una conversación acerca de las ideas de Mohammed, pero no le apetecía por el momento; era demasiado pronto y se sentía muy feliz.

Después de dejar atrás la ciudad, cuando se terminaron las sombras, se dieron cuenta de lo penosamente caliente que estaba el sol. Pero ello les sirvió de acicate para llegar antes a Aïn Malqa. Atravesaban ahora terreno llano; los campos de tierra resquebrajada y rastrojos abrasados desfilaban con lentitud ante sus ojos. Había un estrecho canal lleno de agua que corría hacia ellos a cada lado de la gran recta de la carretera. En dos ocasiones se detuvieron para beber, bañando sus rostros en el agua fría y dejando que esta corriera hacia su pecho.

–¿Un pedazo de pan? –‍preguntó Amar; estaba mareado del hambre. Pero Mohammed ya había desayunado y no quería comer, por lo que decidió esperar hasta que llegaran a su destino.

Un kilómetro antes de Aïn Malqa, la carretera se adentraba en un bosquecillo de eucaliptos y empezaba a describir curvas y más curvas, siempre descendiendo hacia el lago. Mohammed bajaba delante sin pedalear, y Amar, con la vista puesta en las piernas y el cuello de aquel, se sorprendió a sí mismo preguntándose si sería capaz de representar un papel digno, caso de que se viera envuelto en una pelea con él. Mientras miraba, se dio cuenta de que Mohammed se había acercado ligeramente hacia un lado de la carretera y le estaba esperando para ponerse a su misma altura, pero Amar apretó un poco más el freno para quedarse detrás. Resolvió que aunque Mohammed fuera más alto, él era más fuerte y ágil, e incluso podría resultar vencedor. Había visto una película de yudo una vez, y le gustaba imaginar que cuando se presentara el momento, sabría cómo poner en práctica con éxito algunas de aquellas llaves. Se movía la muñeca de pronto, y el hombre caía impotente a los pies del vencedor. Por fin soltó el freno, permitiendo que la bicicleta acelerase hasta alcanzar al otro.

–Hace más fresco aquí –‍dijo.

Era como si estuvieran haciendo un lento descenso por un lado de un gigantesco embudo. La tierra inclinada bajo los árboles tenía un color pardo debido a la enorme masa de grandes hojas secas caídas otros años; la luz, una mezcla en constante movimiento de sombras y sol filtrado, había adquirido un tono gris. El pequeño bosque estaba sumido en el más absoluto silencio, con excepción del sonido de las ruedas sobre la grava fina.

Cuando llegaron abajo, se apearon de las bicicletas y caminaron; la tierra era demasiado blanda. Al otro lado de los sauces que tenían frente a sí podía verse la superficie aquietada del minúsculo lago.

–¡Ah! –‍dijo Mohammed con satisfacción‍–‍. Esto es el paraíso.

No había nadie a la vista. Mohammed apoyó la bicicleta contra un árbol y, antes de que Amar se hubiera reunido con él, ya se había despojado de su camisa y su serrouelle. No llevaba prendas interiores.

–¿Te vas a bañar así? –preguntó Amar, sorprendido. Desde que había empezado a trabajar con el alfarero se había comprado dos pares de calzoncillos de algodón, uno de los cuales llevaba en ese momento debajo de los pantalones.

Mohammed brincaba una y otra vez, primero sobre un pie y luego sobre el otro, movido por su deseo de zambullirse en el agua. Soltó una carcajada.

–Así, como me ves –‍dijo.

–Pero imagina que viene alguien. Imagina que vienen mujeres, o algún francés.

Mohammed no parecía preocupado.

–Tú puedes ir por mis pantalones y acercármelos.

No parecía un acuerdo muy práctico para Amar, pero no había nada que hacer; si Mohammed tenía idea de bañarse, iba a hacerlo desnudo. Corrieron juntos hacia la superficie de agua helada, chapoteando sin parar hasta que el agua les llegaba a la altura de los hombros. Nadaron entonces violentamente hacia un lado y otro, exagerando cada gesto por el frío que sentían. Una vez agotado su primer arrebato de energía, treparon a un pequeño dique de cemento que había sido construido en un extremo del lago, sobre el que daba el sol en la parte seca de la construcción situada encima del aliviadero. Contaron unos chistes y rieron entre dientes, hasta que el sol calentó con tanta fuerza sus cuerpos, que el mundo oscuro bajo la superficie del agua empezó a parecer otra vez un lugar deseable. Sin embargo, parecía como si hubieran acordado tácitamente que porfiarían con tesón para que el primero en bañarse fuese el otro. Pronto se dejaron de juegos, porque ambos se dieron cuenta de forma simultánea de que la caída desde el filo del dique sobre las rocas secas que había abajo era demasiado alta en caso de que uno de ellos resbalara. Se pusieron en pie, inspiraron todo el aire que cabía en su pecho, y como si ello constituyera una señal, se zambulleron en el agua. A esas alturas Amar sólo tenía una cosa en la cabeza: su desayuno. En medio de una serie de boqueadas, burbujeos y agua que salpicaba por todas partes, Amar anunció aquel hecho a Mohammed; el nadar hacia tierra firme se convirtió en una carrera.

Amar llegó primero a la fangosa orilla, se acercó a toda prisa a los sauces donde estaba su bicicleta y desanudó el paquete que iba en la parte trasera. Llevaron los alimentos hasta una roca cercana a la superficie del agua y se sentaron al sol a comer. Sólo entonces se percataron de la presencia, entre las rocas de la orilla opuesta, de otro chico que lavaba con esmero sus ropas, extendiéndolas sobre las peñas. Dándose sombra con la mano sobre sus ojos, Mohammed le contempló durante un rato.

–Djibli –‍anunció al cabo.

Carecía de todo interés para Amar que el chico fuera de las montañas o de la ciudad, y continuó masticando sus dátiles y su pan, mientras miraba por encima del agua las pequeñas colinas tachonadas de cactus que abrazaban la cuenca del lago; y de vez en cuando también hacia el cielo, donde en un momento dado pudo distinguir a un halcón, que surcó el aire, descendió, planeó y se alejó al fin más allá del gran horizonte curvado.

–¿En qué trabajas ahora? –‍preguntó Mohammed.

Amar se lo dijo.

–¿Y cuánto ganas?

Amar rebajó las verdaderas cifras a la mitad.

–¿Cómo es posible? ¿Es un buen aallem?

Amar se encogió de hombros. Aquel ademán y la mueca que lo acompañaba querían decir: “¿Hay algo bueno hoy día?”, y el otro comprendió y se mostró de acuerdo. Mohammed, por lo que sabía Amar, trabajaba por temporadas en una u otra de las tiendas de su padre. Se arrellanó; su postura sobre la roca era cómoda, y todo lo que quería era reclinarse al sol durante unos minutos y gozar de la sensación de haber comido. Pero Mohammed se mostraba inquieto y no dejaba de moverse y de hablar. Amar se encontró deseando haber venido solo.

–La última noche hubo otro gran incendio cerca de Ras el Ma –‍dijo Mohammed‍–‍. Dieciocho hectáreas.

–Cuando se termine el verano, no quedará un grano de trigo en Marruecos –‍señaló Amar.

–Espero que no.

–¿Y qué haremos para conseguir pan el próximo invierno?

–No habrá pan –‍dijo Mohammed categóricamente.

–¿Y qué comeremos?

–Eso es cosa de los franceses. Enviarán trigo desde Francia.

Amar no estaba seguro de ello.

–Tal vez –‍dijo.

–Mejor si no lo hacen. Los problemas empezarán antes si la gente tiene hambre.

Era fácil para Mohammed hablar de ese modo, porque estaba seguro, y no sin razón, de que él nunca pasaría hambre. Su padre era comerciante, y acaso tenía bastante harina y aceite y garbanzos en algún lugar de su casa para aguantar no menos de dos años si surgían dificultades. Los habitantes de Fez de clase media y alta siempre contaban con enormes provisiones privadas a las que podían recurrir en caso de emergencia. Ser capaces de resistir un sitio formaba parte de la tradición de la ciudad; había habido varias situaciones así desde la ocupación francesa.

–¿Eso es lo que dice el Istiqlal? –‍preguntó Amar.

–¿Qué? –‍Mohammed estaba mirando hacia el muchacho campesino, que había terminado su colada y se encontraba ahora desnudo y en cuclillas encima de una gran roca, esperando a que su ropa se secara.

–¿Que la gente tiene que pasar hambre? ¿Es eso lo que dice el Istiqlal?

–Lo puedes ver por ti mismo, ¿o no? Si la gente vive igual que siempre, con su barriga llena de comida, seguirá viviendo así todo el tiempo. Si tienen suficiente hambre y son infelices, algo pasará.

–Pero ¿quién quiere pasar hambre y ser infeliz? –‍dijo Amar.

–¿Estás loco? –‍preguntó Mohammed‍–‍. ¿O no quieres que se vayan los franceses?

Amar no tenía intención de dejarse sorprender de este modo en el lado perdedor de la conversación.

–Ojalá se quemen en el infierno esos perros –‍dijo.

Ese era uno de los problemas con el Istiqlal, con la política en general: se hablaba de la gente como si no fueran personas, como si fueran solamente cosas, números, animales acaso, pero no verdaderos seres humanos.

–¿Has estado en el Zekak er Roumane esta semana? –‍preguntó Mohammed.

–No.

–Cuando pases por allí, mira hacia arriba, a los tejados. Algunas casas tienen toneladas de rocas. ¡Ayayay! Ya las verás. Las han amontonado así para que parezcan paredes, pero no están sujetas sino preparadas para ser arrojadas.

Amar sintió que su corazón latía más deprisa.

Ouallah?

–Ve allí y míralo –‍dijo Mohammed.

Amar permaneció en silencio durante un momento. A continuación dijo:

–Algo gordo va a pasar, ¿no es eso?

B’d draa. Tiene que pasar –‍dijo Mohammed sin darle importancia.

De repente Amar recordó algo que le habían dicho sobre la familia Lalami. El padre de Mohammed, tras descubrir que el hermano mayor de Mohammed era miembro del Istiqlal, le había echado de casa, y él se había marchado a Casablanca, donde la policía le había detenido finalmente. Ahora estaba en prisión esperando el juicio, junto a una veintena de jóvenes más que habían sido aprehendidos al mismo tiempo que él por sus actividades terroristas, en concreto por contrabandear granadas de mano que pasaban en coche desde la frontera del Marruecos español. Era una especie de héroe, porque la gente decía que él y otro joven de Fez habían sido señalados por la prensa francesa como especialmente viles y brutales en algunos de los asesinatos que habían cometido. Luego tal vez Mohammed sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a decir, y tampoco se le podía preguntar si la historia de su hermano era verdadera o falsa; el decoro lo impedía.

–¿Qué harás tú cuando llegue ese día? –‍dijo finalmente.

–¿Qué vas a hacer tú? –‍contestó Mohammed.

Ana? No lo sé.

Mohammed sonrió con gesto compasivo. Amar miró la forma de su boca y sintió crecer una ola de disgusto hacia él.

–Te diré lo que voy a hacer yo –‍aseguró Mohammed con firmeza‍–‍. Haré lo que me manden.

Amar, aunque no le gustara, estaba impresionado.

–Entonces, tú eres un...

Mohammed le interrumpió.

–No soy miembro de nada. Cuando llegue el día, todo el mundo obedecerá órdenes. Majabekfina.

Amar trató de no pensar en la escena que se produciría si llegaba a decir lo que tenía en la punta de la lengua. Era esto: “¿Incluyendo a los hombres ricos como tu padre?”. Aquello era en verdad un insulto, aun dicho en broma. Contempló entonces por un momento, como un verdadero musulmán, las bellezas de la disciplina militar. Nada podía igualar, reflexionó, a un gobierno que fuera simplemente la justa aplicación, por medio de la espada, de las leyes del islam. Quizás el Istiqlal, si tuviera éxito, podría traer de nuevo aquella era gloriosa. Pero si el partido quería eso, ¿por qué nunca lo había mencionado en su propaganda? Mientras el verdadero Sultán había permanecido en el poder, el partido había hablado sobre ricos y pobres, y se quejaba de no poder imprimir su periódico de la forma en que lo deseaba, y criticaba indirectamente al monarca por nimiedades que había hecho y por otras nimiedades que debía haber hecho. Pero desde que los franceses se habían llevado al Sultán, el partido no había hablado más que de traerlo de vuelta. Si en efecto regresaba, todo sería igual que había sido con anterioridad, y el Istiqlal no estaba ciertamente contento con el estado de cosas de la época anterior.

Yah, Mohammed –‍dijo Amar después de un rato‍–‍. ¿Por qué quiere el partido ver a Sidi Mohammed Khamis de nuevo en el trono?

Mohammed le miró con aire incrédulo, y escupió al agua por encima de la arista que cortaba la roca.

–Enta m’douagh –‍dijo con disgusto‍–‍. El Sultán nunca volverá, y el partido no quiere que vuelva.

–Pero...

–No es culpa del partido que toda la gente de Marruecos sea hemir, burros. Si no eres capaz de entender eso, entonces deberías empezar a comer otro tipo de forraje tú mismo.

La cabeza de Mohammed estaba echada hacia atrás, tenía los ojos cerrados; parecía encontrarse muy contento consigo mismo. Amar sintió que su corazón palpitaba con fuerza en su pecho. Por fortuna, pensó, Mohammed no veía la expresión que tenía su rostro en esos momentos, mientras le miraba, porque a buen seguro no le hubiera agradado. Parte de su ira era de carácter personal, pero en mucha mayor medida obedecía al resentimiento que le causaba haberse permitido aquel repentino e inesperado vistazo de los problemas de su tierra natal, de lo que había hecho posible que unos pocos cerdos nazarenos vinieran y gobernaran a sus compatriotas. En una situación donde todo debía ganarse mediante el acuerdo y la camaradería no había sino sospecha, hostilidad y disputas. Siempre era igual; y seguiría siendo así. Suspiró y se incorporó.

Mohammed se sentó y miró por encima del agua. El muchacho campesino vagaba entre las rocas donde había extendido sus ropas, palpándolas para comprobar si ya estaban secas. Mohammed continuaba mirando con los párpados entreabiertos para ver mejor. Finalmente se dirigió a Amar.

–Vamos nadando al otro lado y nos divertimos un rato con él –‍sugirió. Al no responder Amar, prosiguió‍–‍: Si le sujetas para mí, después le sujeto yo para ti.

Las palabras que Amar pronunció salieron de sus labios antes de haberse formado en su mente:

–Yo te sujeto a tu madre para ti –‍dijo furiosamente, sin dirigir la vista hacia Mohammed.

Este se puso en pie de un salto.

Kifach?! –‍gritó‍–‍. ¿Qué has dicho?

Sus ojos no dejaban de moverse; tenía el aspecto de un enajenado.

Amar le miró por fin, con calma, aunque su corazón latía con mayor violencia incluso que antes, y respiraba con rapidez.

–Digo que sujetaré a tu madre para ti. Pero sólo si tú sujetas a tu hermana para mí.

Mohammed no podía creer a sus oídos. E incluso cuando se recordó a sí mismo que Amar lo había dicho dos veces, no dejando con ello el menor resquicio de duda, seguía sin reaccionar. Parecía imposible llegar a hacer algún gesto: estaban de pie, el uno al lado del otro, con sus rostros y cuerpos casi tocándose. Mohammed retrocedió por ello, pero perdió el equilibrio y cayó en el agua poco profunda al pie de las rocas. Amar saltó sobre él, consciente de estar todavía en el aire mientras la espalda de Mohammed golpeaba en la superficie del agua, y consciente también, un instante después, de haber caído más o menos a horcajadas sobre el vientre de Mohammed, que estaba sólo ligeramente sumergido. Mohammed dejaba escapar burbujas y gruñía, tratando de erguir su cabeza por encima del agua; esta era tan poco profunda que se había golpeado contra las piedras. Amar se levantó; Mohammed le imitó, vacilante, cubierto de fango y todavía gimoteando. Entonces, profiriendo un grito salvaje, arremetió contra Amar, y ambos cayeron juntos al agua. En esta ocasión fue la cabeza de Amar la que golpeó contra el lecho del lago. Guijarros, ramas podridas, hojas resbaladizas y untuosas: era el fondo contra el cual restregaba su cara; el mundo era una caótica ceremonia de aire y agua, luz y sombras. Sintió el cuerpo pesado de Mohammed empujándole hacia abajo –‍un codo aquí, una rodilla allí, una mano apretándole la garganta‍–‍. Se relajó por un segundo, y acto seguido concentró su esfuerzo en una maniobra de rechazo, que desbarató parcialmente el agarre al que estaba siendo sometido. Lanzó el puño en dos ocasiones hacia el vientre de Mohammed con tanta fuerza como pudo, logrando sacar la cabeza fuera del agua y respirar una vez. Echando la pierna hacia atrás, soltó una patada que alcanzó las partes blandas de Mohammed. Un segundo después estaba de nuevo en pie, concentrado, al igual que su contrincante, en los ojos, la nariz y la boca del otro. Ahora se trataba tan sólo de una cuestión de perseverancia. El puño de Amar acertó de lleno en el ojo de Mohammed.

–¡Hijo de puta! –‍rugió Mohammed.

Casi en el mismo instante, Amar tuvo la impresión de haber chocado de cabeza contra un muro de piedra. El dolor se concentraba justo bajo el puente de la nariz. Se atragantó, y supo que era sangre corriendo por su garganta, la retuvo en su boca y escupió en el rostro de Mohammed la que había podido sujetar; hizo diana justo debajo de su nariz. Entonces embistió su cabeza contra el estómago de Mohammed, obligándole a dar un paso hacia atrás; descargó un nuevo y mejor planeado golpe con la parte alta de su cabeza que derribó, ahora sí, a Mohammed, dejándole tirado sobre la tierra fangosa de la orilla. Saltó, volvió a sentarse a horcajadas sobre él y golpeó su cara con todas sus fuerzas. Al principio Mohammed hizo rabiosos esfuerzos por incorporarse, pero poco después su resistencia disminuyó, hasta que en última instancia se limitó a gemir. Con todo, Amar siguió descargando sus puños. La sangre que brotaba de su nariz había recorrido su cuerpo para ir a caer sobre la cabeza y el pecho de Mohammed.

Cuando resultó patente que Mohammed no estaba poniendo en práctica un truco para atacarle inesperadamente, recuperó a duras penas la verticalidad y propinó una terrible patada en la cabeza del muchacho con su pie descalzo. Tuvo que continuar sorbiendo por la nariz para evitar que manara más sangre; le vino a la cabeza el pensamiento de que lo mejor era lavarse.

Se acuclilló a unos metros de la orilla y se lavó apresuradamente, volviendo la vista una y otra vez para asegurarse de que Mohammed yacía aún en la misma posición. El agua fría parecía restañar la hemorragia, y continuó salpicando a manos llenas sobre su cara e inhalando para que el líquido penetrara en sus fosas nasales. Cuando regresaba para vestirse, se detuvo y se arrodilló al lado de Mohammed. Contemplado desde esta perspectiva, con sus rasgos en reposo, la piel morena cubierta de vello de su rostro, muy suave entre las manchas de sangre y suciedad, no resultaba odioso. ¡Pero qué diferencia había entre lo que Amar veía ahora de Mohammed y lo que era de verdad en su interior! Era un misterio. Había estado a punto de golpear su cabeza contra el suelo, pero ya no quería hacerlo, porque Mohammed no estaba allí; era un extraño yaciendo desnudo ante él. Se levantó y fue a vestirse. Sin volver de nuevo la cabeza, condujo su bicicleta hacia la carretera, se montó en ella y se alejó de allí. Cuando la pendiente se hizo más inclinada tuvo que caminar de nuevo.

El bosquecillo de eucaliptos parecía incluso más silencioso de lo que estaba a su llegada. En la parte de arriba, a punto de tomar ya la gran carretera que cruzaba el llano, imaginó que escuchaba una voz llamándole desde abajo. Era difícil asegurarlo; ¿para qué podía estarle llamando Mohammed? Permaneció quieto y a la escucha. En verdad alguien estaba gritando en el bosquecillo, pero muy lejos. La voz sonaba cavernosa y distorsionada. Y aún habría dado por cierto que estaba pronunciando su nombre, salvo que parecía inconcebible en aquellas circunstancias que Mohammed hiciera tal cosa. O quizá no: acaso carecía de dinero y estaba más asustado ante la expectativa de enfrentarse al francés en la tienda de bicicletas que avergonzado de llamarle a él a gritos. En cualquier caso, Amar no iba a quedarse allí esperando para averiguarlo. Sintiéndose perverso e infeliz, montó en la bicicleta otra vez y partió a toda prisa bajo el sol del mediodía, de vuelta hacia la ciudad.

* En castellano en el original. (Las notas son de los traductores.)

La casa de la araña

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