Читать книгу La casa de la araña - Paul Bowles - Страница 13

Capítulo 5

Оглавление

La joven primavera creció y enfiló con decisión hacia el verano, trayendo consigo noches más secas, un sol más alto en el cielo y días más largos. Y junto a los incontables y diminutos fenómenos naturales que anunciaban el lento cambio estacional, había otra cosa de igual modo impalpable e imperceptible. Quizá si el alfarero no hubiera hecho consciente de ella a Amar, este hubiera continuado durante algún tiempo sin sospechar su presencia, pero ahora se preguntaba cómo había sido posible vivir tanto tiempo sin percatarse de que existía. Podría decirse que estaba suspendida en el aire junto a las partículas de polvo, pegada a ellas en los poros de las fachadas; hasta ese punto formaba parte de la luz y la atmósfera de la gran ciudad acodada entre las colinas. Pero se expresaba por sí misma en el vistazo desazonado por encima del hombro que seguía al golpecito en la espalda, en el silencio que se apoderaba de un café cuando alguna persona desconocida aparecía por allí y tomaba asiento, en la mirada angustiada que iba de unos ojos a otros cuando la familia, sentada alrededor de la tajine del anochecer, cesaba de masticar al oír unos golpes sobre la puerta. La gente salía menos; al caer la noche, las serpenteantes callejuelas de la Medina se quedaban vacías, y los viernes por la tarde, cuando deberían haber estado rebosantes de miles de personas, todas ellas con sus mejores galas, en el Djenane es Sebir –‍los hombres paseando de la mano o en ruidosos grupos entre las fuentes y a través de los puentes que unían los islotes, las mujeres sentadas en los escalones de las gradas o sobre los bancos de los bosquecillos de bambúes reservados para ellas‍–, tan sólo había unos pocos desaliñados fumadores de quif que se sentaban con la mirada perdida en el vacío, mientras los chavales levantaban el polvo al darle una patada a una pelota improvisada con trapos y cuerdas.

Resultaba extraño ver la ciudad marchitarse poco a poco, igual que una planta condenada a morir. Cada día parecía que la metamorfosis no podría continuar más allá, que el punto de máximo alejamiento de la vida normal había sido ya alcanzado, que comenzaría sin mayor demora una nueva etapa; pero día tras día la gente se daba cuenta con asombro y temor de que el punto de retorno aún no estaba a la vista.

Querían que volviera su Sultán –‍no era preciso aclararlo‍– y en general tenían fe en el partido político que se había comprometido a posibilitar su retorno. Además, una cierta dosis de intriga y secreto nunca les había espantado; los habitantes de Fez eran famosos por ser los musulmanes más inteligentes y taimados de todo Marruecos. Pero una cosa era maquinar intrigas según los dictados de su estilo propio y tradicional y otra muy distinta verse atrapados entre la diabólica policía secreta francesa de un lado y las prácticas despiadadas del Istiqlal del otro. No estaban acostumbrados a vivir en un ambiente de miedo y sospecha tan intensos como el que sus políticos les estaban pidiendo que aceptaran para sus vidas cotidianas.

La vida iba adoptando poco a poco una textura monstruosa. Nada era necesariamente lo que aparentaba; todo se había hecho sospechoso –‍y en particular lo que resultara grato‍–‍. Si un hombre sonreía, era menester cuidarse de él, porque se trataba a buen seguro de un chkam, un confidente de los franceses. Si rasgueaba un oud mientras paseaba por la calle, se estaba mostrando irrespetuoso para con la memoria del Sultán desterrado. Si fumaba en público un cigarrillo, estaba contribuyendo a aumentar los ingresos de los franceses, y se arriesgaba a ser golpeado o acuchillado más tarde en algún oscuro callejón. Los miles de estudiantes de la Medersa Karouine y del colegio de Moulay Idriss llegaron al extremo de declarar un período ilimitado de luto nacional y se dieron a pasear taciturnos y solitarios, murmurando unas sílabas inaudibles que intercambiaban al encontrarse.

Para Amar era difícil aceptar esta brusca transición. ¿Por qué no había ya gente redoblando los tambores o tocando la flauta en el mercado de Sidi Ali bou Ralem, por el que tanto le gustaba pasar cuando volvía a casa desde el trabajo? Sabía que era necesario expulsar a los franceses, pero siempre había imaginado que esto se llevaría a la práctica gloriosamente, con miles de hombres a caballo que blandirían sus espadas e invocarían a Alá para que les ayudara en su santa misión, mientras cabalgaban a galope tendido por el Boulevard Moulay Youssef hacia la Ville Nouvelle. Y el Sultán obtendría la ayuda del ejército alemán o del norteamericano y regresaría victorioso a su trono en Rabat. Era difícil establecer alguna conexión entre la espléndida guerra de liberación que él aguardaba y todos estos cuchicheos y fruncidos entrecejos. Durante una larga temporada discutió consigo mismo si debía plantear sus dudas al alfarero. Estaba ganando un buen salario y mantenía unas excelentes relaciones con su jefe. Desde aquella noche, varias semanas antes, en que habían ido juntos al café, había intentado no fomentar una amistad íntima con él, porque no estaba seguro de que Said le agradara realmente. En parte le parecía que era culpa de aquel hombre que todo estuviera así en la ciudad, y no podía dejar de sentir que si no le hubiera conocido, de alguna manera su propia vida sería también muy distinta ahora.

En último extremo decidió asumir el riesgo de hablar con él, pero tratando al mismo tiempo de que su verdadera pregunta estuviera disimulada por otra.

Una tarde Said y él se habían encerrado en el cobertizo de arriba para compartir un pitillo. (Ya nadie podía sentirse seguro cuando fumaba, salvo si lo hacía en la más estricta intimidad, porque la decisión del Istiqlal de destruir el monopolio tabacalero del gobierno francés implicaba no sólo la quema de los almacenes y todas las tiendas que vendieran tabaco, sino también la aplicación por medio de la violencia de la campaña antitabaco decretada por el partido. Así, el castigo más común por ser sorprendido fumando era sufrir un corte en la mejilla con una cuchilla de afeitar.) El hecho de estar encerrado en aquel reducido espacio con su maestro, compartiendo con él la deliciosa sensación de peligro que aquella actividad prohibida conllevaba, dio a Amar el ímpetu necesario para hablar. Se volvió hacia el hombre y dijo con pretendida indiferencia:

–¿Qué piensa usted de la historia de que el Istiqlal podría acabar vendiéndose a los franceses?

El alfarero estuvo a punto de atragantarse con el humo.

–¡¿Qué?! –‍gritó.

Amar improvisó su relato a toda prisa.

–He oído decir que el gobernador civil que han puesto ahora ofrece a los cabecillas cien millones de francos por olvidarse de todo. Pero no creo que ellos lo acepten, ¿y usted?

–¡¿Qué?! –‍el hombre tronó de nuevo. Amar experimentó una intensa agitación al observar su reacción. Era como si hasta ese momento sólo le hubiera visto dormido y le conociera ahora despierto por primera vez.

–¡¿Quién te ha contado eso?! –‍vociferó. La intensidad de su expresión era tan sobrecogedora que Amar, un poco alarmado, decidió hacer de sus informes una historia fácilmente desacreditable.

–Un chico que conozco.

–Sí ¿pero quién? –‍insistió el hombre.

–Ah, un derri loco, un chico que va al colegio de Moulay Idriss. Moto le llaman. Ni siquiera sé su verdadero nombre.

–¿Has contado esta historia a alguien más? –‍El alfarero le estaba mirando con una perturbadora fijeza. Amar se sintió a disgusto.

–No –‍dijo.

–Has tenido suerte. Esa es una historia inventada por los franceses. A tu amigo le pagaron para que la divulgara. Probablemente le maten muy pronto.

Amar no daba crédito a sus oídos; su rostro le delataba. El hombre arrojó lejos de sí la colilla y puso sus manos en los hombros del muchacho.

–Tú no sabes nada –‍declaró‍–‍. Tú eres otro derri. Pero ten cuidado y no vayas por ahí contando historias sobre el Istiqlal, sobre los franceses, sobre cualquier cosa de política, cualquier clase de historia, o harás que nos arrojen al río a los dos. Y cuando vas a parar al río, ya no hace falta que te sigas cuidando. Fhemty?

Hizo un rápido movimiento horizontal con su dedo índice sobre la garganta, y luego volvió a poner la mano sobre el hombro de Amar, al que agitó ligeramente.

–¿Tú qué crees que está pasando aquí, un juego? ¿No sabes que es la guerra? ¿Por qué crees que mataron a Hamidou, aquel gordo, el mokhazni, la última semana? ¿Te parece que era para divertirse? ¿Y los otros treinta y uno que llevamos aquí en Fez sólo este mes? ¿O es que no has oído hablar de esto? ¿Un juego nada más? Es una guerra, muchacho, recuérdalo. ¡Una guerra! Y si todavía no tienes el suficiente sentido común como para tener fe en el Istiqlal, al menos guarda la boca cerrada y no repitas las mentiras que cuentan los chkama.

Se detuvo por un momento y miró a Amar con incredulidad.

–Creí que eras más inteligente. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Amar, habituado a recibir un trato más respetuoso y cortés por parte de su jefe, regresó a su cuarto de trabajo ofendido y lleno de resentimiento. Sintió que al alfarero le hubiera gustado cambiarle, verle convertido en alguien distinto de quien era; su rencor era en buena medida una continuación del que había experimentado aquella noche en que habían compartido el café, sólo que ahora había un nuevo motivo de agravio. El hombre había despertado su sentimiento de culpa. ¿Dónde, en efecto, había estado metido todo este tiempo? Allí mismo con todos los demás, sólo que tan embebido en sus propios pequeños placeres de la niñez que había visto pasar delante de sus ojos todo, sin prestar la menor atención a nada. Sabía que los ataques con bombas del Istiqlal habían sido un suceso diario en Casablanca durante los últimos seis meses, pero Casablanca quedaba lejos. También había oído hablar de los disturbios y asesinatos en Marrakech, pero esas cosas igual podrían haber ocurrido en Túnez o Egipto en lo que atañía a la capacidad de las mismas para despertar su interés. Cuando los primeros cuerpos de policías musulmanes y mokhaznia habían sido encontrados en su propia ciudad, no había notado conexión alguna con los acontecimientos ocurridos en los otros lugares.

Fez era Fez, pero era también sinónimo de Marruecos para él y para sus amigos, quienes usaban indistintamente ambos términos. Dado que los crímenes eran siempre cometidos por razones personales, cada nuevo asesinato había sido atribuido de forma automática en su mente a un nuevo enemigo con una nueva cuenta pendiente. Pero ahora veía cuán en lo cierto estaba el alfarero. Cada hombre cuyo cuerpo había aparecido al alba tirado en un callejón o al pie de las murallas, o flotando en el río bajo el puente Recif, sin la menor duda había estado trabajando para los franceses o había desatado sin querer la cólera del Istiqlal. Luego eso significaba que el Istiqlal era poderoso, lo que no coincidía en absoluto con la concepción que Amar tenía del partido, ni tampoco con la imagen que la organización pintaba de sí misma: un grupo puramente defensivo de mártires desinteresados que pretendían desafiar la brutalidad de los franceses, llevando un mensaje de esperanza a sus sufridos compatriotas.

Allí había una discrepancia, pero comprendió que no era sino una pequeña parte de una discrepancia más grande y misteriosa, cuya naturaleza por el momento no podía descifrar. Si hubieran sido franceses los asesinados, él lo habría entendido y aprobado sin mayor vacilación, pero la idea de que los musulmanes mataran a los musulmanes era difícil de aceptar. Y no tenía a nadie con quien poder hablar de ello; su padre no diría nada más de lo que ya había dicho, que toda la política era una mentira y todos los hombres que hacían política eran jiffa, carroña. Pero los franceses, con su política, trabajaban incesantemente contra los musulmanes. ¿No era imprescindible que los musulmanes tuvieran su propia organización defensiva? Sabía que su padre respondería que no, que todo estaba en manos de Alá y que en sus manos debía permanecer, y en el fondo Amar sabía que era verdad; pero, entretanto, ¿cómo podía contentarse cualquier hombre joven con sentarse y esperar que la justicia divina siguiera su curso? Era pedir lo imposible.

Ahora, desde que este nuevo problema había empezado a fermentar en su cabeza, Amar no sentía el mismo placer mientras trabajaba. Para que sintiera su acostumbrada felicidad, el trabajo tendría que haber ocupado por entero su conciencia, y eso ya no era posible. Sentía que estaba simplemente aguardando, haciendo que las horas discurrieran a la fuerza llenándolas con gestos inútiles. Era la primera indicación de lo que significa ser del todo consciente del paso del tiempo; tal estado sólo puede darse si lo que está ocurriendo en la mente no es por completo un reflejo de lo que ocurre fuera de ella. También, por primera vez en su vida, se vio a sí mismo despierto sobre la cama durante las horas nocturnas, con los ojos clavados en la oscuridad, dando vueltas al problema una y otra vez sin lograr en ningún momento entenderlo mejor. A veces seguía despierto a las tres de la madrugada, cuando su padre se levantaba, se vestía y se dirigía a la mezquita, primero para lavarse y después para rezar, y sólo tras haberle oído partir, cuando la casa estaba de nuevo sumida en el silencio, él se quedaba dormido de repente.

Una de esas noches, cuando su padre había cerrado ya la puerta de la calle y había dado dos vueltas a la llave, Amar se levantó y salió a hurtadillas hacia la terraza. Mustafá estaba allí en la penumbra, apoyado contra el pretil, con sus ojos clavados en la ciudad silenciosa. Amar gruñó al verle; le disgustaba que estuviera en lo que él consideraba su personal atalaya nocturna. Mustafá saludó su aparición con otro gruñido.

Ah, hkai, ’ch andek? –‍dijo Amar‍–‍. ¿Tú tampoco puedes dormir?

Mustafá admitió que no podía. Sus palabras sonaron tristes.

No era imaginable poder confiar en Mustafá; sin embargo, había una absurda nota de esperanza en la voz de Amar cuando dijo:

–¿Por qué no?

Mustafá escupió por encima del antepecho hacia el callejón que había abajo, tratando de oír el sonido producido antes de responder.

–Mi mottoui está vacío. No tenía dinero para comprar quif.

–¿Quif?

Amar había fumado en múltiples ocasiones con los amigos, pero una pipa de quif significaba para él menos que un cigarrillo.

–Siempre me fumo unas pipas antes de ir a dormir.

Por lo que sabía Amar, esta costumbre era reciente. En varias oportunidades, cuando habían tenido que compartir la misma habitación, ninguno tenía quif, y Mustafá había dormido perfectamente bien.

Ouallah? ¿No puedes dormir sin quif? ¿Tienes que fumar primero?

La inicial explosión de confianza de Mustafá había tocado a su fin, y era el mismo de siempre una vez más.

–De todos modos, ¿qué haces tú aquí? –‍refunfuñó‍–‍. Vete a la cama.

De mala gana, Amar obedeció; tenía una nueva cosa en que pensar mientras se quedaba dormido.

La casa de la araña

Подняться наверх