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Capítulo 1

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El sol primaveral caldeaba el huerto. Pronto se ocultaría tras el alto cañaveral que bordeaba la carretera, pues era ya media tarde. Amar estaba tumbado al pie de una vieja higuera incrustada en un césped crecido, todavía húmedo del rocío de la noche anterior. Estaba comparando su propia vida con lo que sabía de las vidas de sus amigos, y pensaba que ciertamente la suya era la menos envidiable. Sabía que esto era un pecado: no le está permitido al hombre formular juicios de esta naturaleza, y nunca hubiera prestado su voz a aquella conclusión, aunque esta hubiera adoptado forma de palabras en su mente.

Contempló los árboles y las plantas que había a su alrededor, el cielo sobre su cabeza, y supo que estaban allí. Y puesto que sentía una gran decepción por el rumbo que había tomado su corta existencia, supo que la insatisfacción también estaba allí, haciéndole compañía. El mundo era un lugar hermoso, con sus animales y pájaros llenos de vida, y sus flores y árboles frutales que Alá había ofrecido con generosidad, pero sintió en lo más profundo de su corazón que todo aquello le pertenecía a él, que nadie más tenía el mismo derecho sobre estas cosas. Eran siempre los otros quienes hacían que su vida fuera infeliz. Recostado indolentemente sobre el tronco del árbol, desgajó con cuidado los pétalos de una rosa que había tomado media hora antes al adentrarse en el huerto. No le restaba mucho tiempo para decidir lo que iba a hacer.

Si optaba por emprender la huida, debía hacerlo sin mayor demora. Pero sintió al instante que Alá no iba a revelarle su destino. Él lo conocería haciendo sencillamente lo que estaba escrito que haría. Todo continuaría igual. Cuando crecieran las sombras, él se incorporaría y saldría a la carretera, porque el crepúsculo haría salir de los árboles a los espíritus malvados. Una vez que se encontrara en la carretera no tendría ningún lugar al que dirigirse salvo su propia casa. Tenía que regresar y dejarse golpear; no había ninguna otra alternativa. No era miedo al dolor lo que le impedía marcharse de una vez y arrostrar la situación. El dolor en sí no era nada; podía ser agradable incluso si no lloraba ni arrugaba el rostro, porque su silencio hostil constituía en cierto sentido una victoria sobre su padre. Transcurrido el tiempo siempre terminaba pareciéndole que se había hecho más fuerte y que estaba mejor preparado para la siguiente vez. Pero dejaba tras de sí un sabor amargo en el centro de su ser, algo que le hacía sentirse al mismo tiempo más lejano y más solitario que antes. No era miedo al dolor o el temor que le causaba esa sensación de soledad lo que le hacía permanecer en aquel huerto; lo que le parecía insoportable era pensar que él era inocente y que, pese a ello, iba a sufrir una humillación al ser tratado como culpable. Lo que temía afrontar era su propia impotencia al verse cara a cara con la injusticia.

La cálida brisa que descendía de las laderas y valles de Djebel Zalagh se abría paso entre las cañas hasta llegar al huerto, agitando las hojas del árbol sobre su cabeza. La caricia vacilante de la brisa sobre su nuca produjo en él un efímero estremecimiento. Puso un pétalo de la rosa entre sus dientes y lo masticó hasta dejarlo reducido a húmedos fragmentos. No había nadie en aquel lugar y nadie acudiría. El guarda del huerto le había visto entrar y no le había llamado la atención. Algunos huertos tenían guardas que perseguían a los muchachos, los cuales conocían bien a todos ellos. Este era un “buen” huerto, porque el guarda jamás hablaba, excepto para dar una orden a su perro, instándole a que dejara de ladrar a los intrusos. El viejo había descendido a la parte baja de la finca que se encontraba junto al río. Con la salvedad de algún camión que pasaba de tiempo en tiempo por la carretera que discurría al otro lado del cañaveral, esta parte del huerto permanecía en completo silencio. Puesto que no quería siquiera imaginar cómo sería aquel lugar cuando se desvaneciera la luz del día, deslizó sus pies en las sandalias, se incorporó, sacudió su chilaba, la inspeccionó durante un rato –‍porque había pertenecido a su hermano y detestaba utilizarla‍– y se la echó al hombro finalmente antes de emprender el camino hacia el claro que se abría entre la jungla de cañas por donde había entrado.

Ya en la carretera, sintió que el sol era más ardiente y el viento soplaba con mayor fuerza. Pasó junto a dos mozalbetes que empuñaban sendos palos largos de bambú con los que vareaban las ramas de una morera, mientras un muchacho mayor que ellos recogía las bayas verdes y las guardaba en la capucha de su chilaba. Los tres parecían demasiado atareados para percatarse de su presencia. Llegó a una de las curvas cerradas de la carretera. Frente a él, justo al otro lado del valle, se encontraba Djebel Zalagh. Siempre se le había asemejado a un rey sentado en el trono, vestido con sus regias galas. Amar había mencionado esto a varios de sus amigos, pero ninguno de ellos había comprendido. Sin molestarse en mirar hacia la montaña, habían dicho: “Tú eres bobo”, o “Imaginaciones tuyas”, o “No sabes lo que dices”, o se habían limitado a soltar una carcajada. “Creen que conocen de una vez y para siempre cómo es el mundo, así que no tienen que volver a mirarlo”, había pensado él. Y era verdad: muchos de sus amigos habían decidido cómo era el mundo, cómo era la vida, y nunca se replantearían una u otra cosa para averiguar si estaban o no en lo cierto. Ello obedecía a que habían ido o seguían yendo al colegio, y sabían escribir e incluso comprendían lo que estaba escrito, que era aún más difícil. Y algunos de ellos conocían de memoria el Corán, aunque naturalmente no sabían muy bien lo que significaba, porque eso era lo más difícil de todo, reservado tan sólo para un puñado de grandes hombres en el mundo. Y nadie podía entenderlo en su totalidad.

“En el colegio te enseñan lo que significa el mundo, y una vez que lo hayas aprendido, siempre lo sabrás”, le había dicho su padre.

“¿Y si el mundo cambia?”, había pensado Amar. “¿Qué se sabría entonces?” No obstante, procuraba que su padre no hiciera cábalas sobre lo que a él se le pasaba por la cabeza. Nunca hablaba con su anciano padre salvo para recibir órdenes. Si Driss era severo, y le gustaba que sus hijos le trataran exactamente con el mismo respeto que él había mostrado hacia su propio padre cincuenta o sesenta años antes. Era preferible abstenerse de expresar una opinión que nadie le hubiera solicitado. Pese al hecho de que la vida en casa resultaba más estricta de lo que hubiera sido de tener un padre más tolerante, Amar estaba orgulloso de la respetable posición que ocupaba aquél. Los hombres más ricos e importantes de la región se acercaban a su padre, besaban sus ropas y aguardaban sentados en silencio mientras él hablaba. Estaba escrito que Amar tendría un padre severo, y no había nada que hacer al respecto, salvo dar gracias a Alá. Sin embargo, él sabía que si algún día llegaba a querer algo con tanta intensidad como para desafiar a su padre, el venerable anciano comprendería que su hijo estaba en lo cierto y cedería ante él. Había descubierto que ello era así cuando su padre le envió por primera vez al colegio. Le desagradó hasta tal extremo su primer día de escuela que regresó a casa y anunció que no volvería allí nunca más; en aquella oportunidad, el anciano se había limitado a suspirar poniendo a Alá por testigo de que él mismo había llevado al muchacho hasta el colegio y le había dejado al cuidado del aallem: no podía ser considerado responsable de lo que aconteciera en un futuro. Al día siguiente había despertado al niño al despuntar el alba, diciéndole: “Si no quieres ir al colegio, trabajarás”. Y le había llevado a la fábrica de mantas que su tío poseía en el Attarine para que trabajara en los telares. Aquello había resultado un poco menos insoportable que el colegio porque no tenía que permanecer sentado e inmóvil todo el tiempo; pese a ello, no estuvo más tiempo allí del que habría de permanecer en cualquiera de los innumerables lugares donde había trabajado desde entonces. Pasaban una o dos semanas, y se marchaba para entretenerse por ahí, muy a menudo sin preocuparse de cobrar su salario. Su vida en casa era una lucha constante para evitar que le llevaran a un nuevo trabajo maquinado por su padre.

Y era así como, de entre sus más antiguos amigos, Amar era el único que no había aprendido a escribir, ni a leer lo escrito por otra gente, y no le importaba lo más mínimo. Si su familia no hubiera sido Chorfa, descendientes del Profeta, su vida hubiera sido indudablemente más fácil. No habría tenido que padecer la encarnizada insistencia de su padre para inculcarle los preceptos de su religión, ni su apremio constante tratando de convencerle de la necesidad de respetar una estricta obediencia. Pero el viejo había decidido que si su hijo iba a ser analfabeto (lo que no constituía en sí una gran desventaja), al menos no sería también un ignorante en lo que atañía a las leyes morales del islam.

Con el paso de los años, Amar había entablado amistad con muchachos como él, pertenecientes a familias tan pobres que nunca se habían planteado si debían o no debían ir a la escuela. Cuando se encontraba ahora con sus amigos de la primera infancia y charlaba con ellos, tenía la impresión de que habían crecido hasta parecer viejos, y no le divertía estar en su compañía, mientras que sus nuevos amigos, que jugaban y luchaban a todas horas como si sus vidas dependieran del resultado de sus juegos y peleas, vivían de un modo que resultaba comprensible para Amar.

Algo de suma importancia en su vida era que albergaba un secreto. Un secreto que ni siquiera debía mantener en secreto, puesto que nadie podría llegar a imaginarlo jamás. Pero él lo conocía y se nutría de él. El secreto consistía en que él no era como los demás; tenía poderes que nadie más poseía. Estar seguro de aquello era como tener un tesoro escondido en algún lugar perdido al abrigo de la vista del mundo, y ello significaba mucho más que poseer sencillamente la baraka. Muchos Chorfa la tenían. Si alguien estaba enfermo, o en trance, o había sido poseído por un espíritu extraño, muy a menudo Amar podía curar sus males tocándole con sus manos y murmurando una plegaria. Y en su familia la baraka era muy fuerte, tan poderosa que un hombre de cada generación había hecho de las virtudes curativas su profesión. Ni su padre ni su abuelo habían hecho otro trabajo en su vida que atender las constantes riadas de gente que venían a tratar con ellos. De modo que no había nada sorprendente en el hecho de que el propio Amar poseyera tal don. Pero no era esto lo que él tenía en mente cuando se decía a sí mismo que era diferente de todo el mundo. Por supuesto, siempre había sabido su secreto, pero antes no tenía tanta importancia para él. Ahora que había cumplido los quince años y era ya un hombre, el secreto se hacía más y más importante. Había descubierto que en cientos de ocasiones a lo largo del día acudían a su mente cosas que no parecían surgir en la cabeza de nadie más, pero también había aprendido que si quería hablar a la gente de ellas –‍y ciertamente lo deseaba‍– debía hacerlo de tal manera que les hiciera reír, pues de lo contrario terminaban recelando de él. Con todo, si un día, arrobado por el entusiasmo, se olvidaba de ello y gritaba: “¡Mirad el Djebel Zalagh! ¡El Sultán tiene una nube en el hombro!”, y sus amigos respondían: “¡Tú estás loco!”, tampoco le importaba demasiado. La próxima vez intentaría acordarse de incluir en sus palabras el mundo de quienes le escuchaban, haciendo alguna referencia a algo particular que les interesara. Así ellos reirían y él se sentiría feliz.

Hoy no se veían nubes en ninguna parte del Djebel Zalagh. Hasta el más pequeño olivo de su cima se recortaba con claridad sobre el cielo inmenso, uniformemente azul; y los innumerables barrancos que arrugaban sus laderas despojadas de vegetación estaban empezando a cubrirse con las sombras del atardecer. Una carretera filiforme serpenteaba a los pies de una de sus romas colinas; unas figuras blancas y diminutas ascendían con lentitud carretera arriba. Se detuvo y las siguió durante unos instantes: eran campesinos que regresaban a sus aldeas. Por un momento deseó apasionadamente poder ser otro, uno de ellos, y llevar una vida sencilla y anónima. Entonces empezó a tejer una fantasía. Si él fuera un djibli y viviera en el campo, con su inteligencia –‍pues se sabía inteligente‍–‍, pronto amasaría más dinero que nadie en su cabila. Compraría más y más tierras, tendría más y más gente trabajando en ellas, y cuando los franceses intentaran comprar sus posesiones, él se negaría a venderlas, sin importarle cuánto pudieran ofrecer por ellas. Entonces los campesinos le mostrarían un gran respeto; su nombre empezaría a ser conocido más allá de los confines de aquellas tierras, los hombres se acercarían a él en demanda de ayuda y consejo como si fuera un qoadi, y él satisfaría a todos con generosidad. Un día llegaría un francés con la propuesta de nombrarle caíd; se vio a sí mismo sonriendo bondadosa y afablemente, contestándole: “Ya soy para mi pueblo más que un caíd. ¿Por qué habría de cambiar?”. El francés, sin comprender, formularía bajo cuerda todo tipo de ofertas añadidas: un porcentaje en los impuestos, mujeres de su elección procedentes de tribus lejanas, un naranjal aquí, una granja allá, la escritura de propiedad de un bloque de viviendas en Dar el Beida, y dinero en abundancia; pero él se limitaría a sonreír de forma jocosa, asegurando que no quería más de lo que ya tenía: el respeto de su propio pueblo. El francés se mostraría desconcertado (porque, ¿cuándo un marroquí había afirmado tal cosa?) y se marcharía con el corazón transido de temor, y las noticias de la fortaleza de Amar viajarían a toda velocidad, hasta que incluso en Rhafsai y Taounate todo el mundo hubiera oído hablar del joven djibli que no se dejaba comprar por los franceses. Y un día llegaría su oportunidad. El Sultán mandaría que le fueran a buscar en secreto, para que le asesorara en cuestiones relacionadas con la región que él conocía tan bien. Él sería, a su manera, sencillo y respetuoso en sus modales, pero no humilde, y el Sultán encontraría esto muy extraño, y se sentiría un poco ofendido al principio, hasta que Amar, sin necesidad de utilizar tantas palabras, le daría a entender que su negativa a postrarse ante él obedecía tan sólo a su certeza de que los sultanes, aunque eminentes, eran solamente hombres, todos mortales y todos falibles. El monarca quedaría impresionado ante la sabiduría de Amar al adoptar tal actitud y también por el coraje que denotaba mostrándola tan a las claras, y le invitaría a que permaneciera junto a él. Poco a poco, susurrando una palabra aquí y otra allá, se convertiría en alguien más valioso para el Sultán que el propio El Mokhri. Y llegaría un tiempo de crisis en que el Sultán sería incapaz de tomar una decisión. Amar estaría presto en ese instante. Sin vacilar, intervendría y asumiría el control de la situación. Llegados a ese punto, podrían surgir algunas dificultades. Él las resolvería aplicando el método que utiliza todo gran hombre para solventar los problemas: confiándolo todo a la propia fuerza. Se vio a sí mismo promulgando con tristeza la ejecución del Sultán; debía hacerse por el pueblo. Y después de todo, el Sultán no era sino un alauita del Tafilalet –‍para decirlo con franqueza, un usurpador‍–‍. Todo el mundo lo sabía. Había docenas de hombres en Marruecos con mucho más derecho a gobernar, incluyendo, desde luego, a cualquier miembro de la familia de Amar, pues ellos eran Drissiyine, descendientes de la primera dinastía, la única legítima del país.

Las distantes figuras trepaban lentamente por la colina. Acaso continuarían caminando toda la noche, y sólo llegarían a sus hogares en algún momento después del alba. Él conocía bastante bien el modo de vida de los campesinos; había pasado muchos meses en la granja de su padre en Kherib Jerad, antes de que fuera preciso venderla, y cada año había ido a recoger la parte de las cosechas que correspondía a la familia. En su caso, el desprecio burlón que sienten los habitantes de la ciudad por los campesinos estaba atenuado por el respeto. Mientras que el hombre de la ciudad solía anunciar sus intenciones con enorme antelación, un campesino se limitaba a seguir su camino, sin pronunciar una sola palabra y haciendo lo que tenía que hacer.

Detenido todavía allí, con la vista puesta en la gran extensión de tierra desnuda bañada por el sol, mientras sus ojos seguían las pequeñas figuras que ascendían por la superficie de la ladera, se dio cuenta de la magnitud de su desgracia. Si su hermano mayor no hubiera vuelto la cabeza en un momento dado y preciso tres noches antes en un callejón de Moulay Abdallah, Amar podría estar ahora bañándose en el río, o jugando al fútbol cerca de Bab Fteuh, o simplemente sentado y tranquilo en la azotea de su casa tocando la flauta, sin sentir el peso del terror dentro de su cuerpo. Pero Mustafá había vuelto la cabeza y le había visto en ese lugar prohibido donde se daban cita las mujeres acicaladas. Y al día siguiente su hermano se había acercado a él pidiéndole veinte riales. Amar no tenía dinero –‍y ningún medio de obtenerlo–. Prometió a Mustafá que le iría pagando poco a poco, a medida que fuera haciéndose con pequeñas cantidades, pero Mustafá, mostrándose tan astuto como despiadado, tenía un plan y no le interesaba el futuro. No tenía intención de delatar a Amar; la aclaración era de todo punto innecesaria. Su padre se mostraría más enfadado con el informador que con el traicionado. Esa mañana Mustafá había dicho a Amar: “¿Tienes el dinero?”, y al ver que su hermano movía negativamente la cabeza, había añadido: “Estaré en el café de Hamadi al atardecer. Tráelo o ten cuidado con tu padre cuando llegues a casa”.

No tenía el dinero; no iría al café para seguir oyendo amenazas. Se marcharía derecho a casa y recibiría la paliza para que esta fuera cosa del pasado y no del futuro. Oyó a su espalda el timbre de una bicicleta; al volverse reconoció al muchacho que la conducía. El joven se detuvo y Amar se subió a ella sentándose de costado en el manillar. Bajaron las curvas sin pedalear, cambiando de sentido una y otra vez; el valle soleado y Djebel Zalagh aparecían ora a la izquierda, ora a la derecha. Descendían a toda velocidad.

–¿Cómo están los frenos? –‍preguntó Amar. Pensaba en esos instantes que podría resultar más agradable ser catapultado hacia una zanja o ladera abajo que llegar sano y salvo a la entrada de su barrio. Todo aquello por lo que iba a sufrir un castigo podría serle perdonado cuando saliera del hospital.

–Los frenos están bien –‍contestó el muchacho‍–‍. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

Amar sonrió con desdén. Cruzaron un puente y el terreno se niveló a partir de ese tramo. El joven empezó a pedalear. A medida que se iban aproximando a la inclinada cuesta que se extendía del valle del río al cruce de Taza, el trabajo se hacía más arduo. Amar saltó de la bicicleta, dijo adiós y tomó un atajo que cruzaba un bosquecillo de granados. Él nunca había tenido una bicicleta; no era un objeto que el hijo de un fqih venido a menos pudiera aspirar a tener. El dinero sólo iba a parar a manos de quienes compraban y vendían. Los muchachos cuyos padres tenían tiendas podían tener bicicletas; Amar sólo podía alquilar alguna de vez en cuando, porque la gente a quien trataba su padre con sus santas palabras y sus sortilegios generalmente sólo podía permitirse gastar algunas monedas de cobre, y cuando sucedía que un hombre rico le consultaba y trataba de darle una suma mayor como pago por sus servicios, Si Driss se mostraba inexorable en su negativa. “Cuando tu dinero procede de Alá”, le diría su padre, “no hay que gastarlo comprando máquinas u otras locuras nazarenas. Tienes que comprar pan y darle las gracias a Él por poder hacer eso”. Y Amar contestaría: “Hamdoul’lah”.

Se detuvo en un café de Bab Fteuh y siguió una partida de cartas durante unos minutos. Después se fue caminando hacia su casa embargado por la tristeza. Su madre, franqueándole el paso, le miró de un modo muy significativo, y Amar vio acto seguido a su padre en el patio, junto al pozo. No se veía a Mustafá por ninguna parte.

La casa de la araña

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