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Prefacio

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Yo quería escribir una novela utilizando como telón de fondo la vida cotidiana tradicional de Fez, porque era una ciudad medieval activa en mitad del siglo XX. Si hubiera comenzado el libro sólo un año antes, habría sido totalmente diferente. Tenía el propósito de describir Fez tal y como existía en el momento de escribir acerca de la ciudad, pero en cuanto inicié la redacción empezaron a producirse una serie de acontecimientos que yo no podía ignorar. Enseguida comprendí que iba a tener que escribir no acerca del modo de vida tradicional de Fez, sino sobre su disolución.

Durante más de dos décadas había estado aguardando el final del dominio francés en Marruecos. Ingenuamente, había imaginado que después de la independencia se reanudaría el viejo estilo de vida y el país volvería a ser más o menos lo que era antes de la presencia francesa. El aborrecimiento que sentía parte del pueblo por todo lo que fuera europeo parecía garantizar ese resultado. Lo que no conseguí entender fue que si Marruecos era todavía una tierra en gran parte medieval obedecía al hecho de que los propios franceses, y no los marroquíes, lo querían así.

Los nacionalistas no estaban interesados en que Marruecos se despojara de todas las huellas de la civilización europea, ni en que el país retornara a su estado precolonial; por el contrario, su meta era hacerlo incluso más “europeo” de lo que los propios franceses ya lo habían hecho. Cuando Francia no pudo mantener por más tiempo el vehículo gubernamental en la carretera, lo abandonaron, dejando el motor en marcha. Los marroquíes se subieron en él y se alejaron en la misma dirección, pero a mayor velocidad si cabe.

Yo estaba enredado en la controversia, y consideraba imposible al mismo tiempo tomar partido por una u otra postura. El objeto de mi novela, de hora en hora, se estaba descomponiendo ante mis ojos; no había otra alternativa que narrar el proceso de violenta transformación que se estaba produciendo.

La ficción siempre debería permanecer ajena a las consideraciones políticas. Incluso cuando vi que el libro que había empezado estaba tomando una dirección que lo conduciría de forma inevitable a una región donde no podría evitarse la política, todavía imaginaba que con una buena dosis de destreza podría evitar el contacto con esta. Pero en las situaciones en que todo el mundo se halla bajo una gran agitación emocional resulta muy difícil permanecer indiferente; en tales ocasiones, todas las opiniones se interpretan en términos políticos. Ser apolítico equivale a tener que asumir una postura política, pero una postura que no agrada a nadie.

Por eso, me gustara o no, cuando lo hube concluido, descubrí que había escrito un libro “político”, que deploraba las actitudes tanto de los franceses como de los marroquíes. Mucho después, Allal el Fassi, “el padre del nacionalismo marroquí”, lo leyó y expresó su aprobación personal. Aunque esta me llegara tan tarde, resultó satisfactoria para mí.

Cada novela parece imponer su propio régimen de trabajo. El cielo protector y Déjala que caiga fueron escritas mientras viajaba, siempre que mi espíritu se conmovía y el medio ambiente físico alentaba la escritura. La casa de la araña, a su vez, exigió desde el principio un programa riguroso. Empecé a escribirla en Tánger en el verano de 1954, y ponía el despertador todas las mañanas a las seis. Logré sacar un promedio de dos páginas diarias. Cuando llegó el invierno embarqué hacia Sri Lanka. Una vez allí, adopté el mismo ritual; tomaba un té a las seis en punto y empezaba a trabajar, lo que me permitía satisfacer mi cuota de dos páginas diarias. A mediados de marzo, a pesar de las visitas a templos distantes y de las noches que pasé contemplando danzas diabólicas, el libro estaba concluido y había sido ya enviado por correo desde Weligama a Random House.

La historia no es autobiográfica ni real, tampoco es un roman à clef. Sólo el marco es objetivo; el resto es fruto de la invención. El punto central de las acciones es el Hôtel Palais Jamai, antes de que fuera modernizado. Lo llamé el Mérinides Palace porque en el camino hacia el hotel hay que pasar por las tumbas de los reyes Mérinide. Existe en la actualidad un verdadero Hôtel des Mérinides, construido en los años sesenta sobre el acantilado que se encuentra junto a las tumbas.

La ciudad todavía está allí. Ya no es el centro cultural e intelectual del norte de África; es simplemente otra ciudad más acosada por los problemas insolubles del Tercer Mundo. No todos los estragos causados por nuestra despiadada época son tangibles. Las formas más sutiles de la destrucción, aquellas que sólo atañen al espíritu humano, son las más temibles.

PAUL BOWLES

Diciembre de 1981

La casa de la araña

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