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Capítulo 7

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Como la mayoría de los niños y hombres más jóvenes que habían nacido en Fez después de que los franceses establecieran su Fez rival a sólo unos pocos kilómetros de las murallas, Amar no había adquirido el hábito de ir a la mezquita y rezar. Para todos, excepto para los más acaudalados, la vida se había convertido en un fenómeno anárquico y atropellado; los jóvenes abandonaban a su familia y se marchaban a otras ciudades para buscar trabajo o se alistaban en el ejército, donde estaban seguros de poder comer. Puesto que era mucho más pecaminoso rezar de un modo irregular que no hacerlo en absoluto, simplemente habían abandonado la idea de intentar vivir como sus mayores, y creían que Alá, en su infinita sabiduría, habría de entender y perdonar. Pero Amar, en ocasiones, no estaba tan seguro de ello; tal vez los franceses habían sido enviados para someter a prueba la fe de los musulmanes, como una plaga o una hambruna, y Alá estaba examinando de cerca el corazón de cada hombre, para comprobar si conservaba realmente su fe. En ese caso, se dijo a sí mismo, cuán airado debía de estar en aquella época al observar los depravados caminos que había tomado Su gente. Había momentos en que se sentía muy lejos de la gracia de Alá, y este era uno de ellos, mientras pedaleaba al límite de su capacidad a través de los campos resecos, con el enorme sol enviando sobre él su calor abrasador.

Sabía que el culpable había sido Mohammed, pero sólo en un aspecto que no tenía remedio –‍por ser Mohammed–; mientras que Amar era culpable por desear que Mohammed fuera alguien diferente de quien estaba escrito que debía ser. Sabía que ningún hombre puede ser cambiado por otro hombre, pues sólo Alá podía obrar ese milagro y, sin embargo, no podía dejar de sentir un gran rencor por el hecho de que Mohammed no hubiera resultado el posible amigo que él andaba buscando, alguien en quien confiar, alguien que pudiera entenderle.

Djebel Zalagh estaba ya enfrente de él, detrás de la invisible Medina, sin mostrar un aspecto demasiado imponente desde aquel ángulo de visión –‍tan sólo una parte más elevada de la gran cadena montañosa que parecía continuar indefinidamente de un lado a otro del horizonte‍–‍. Y envuelto en la caliente neblina de ese día, no tenía más color que el gris, un color muerto, como ceniciento. Naturalmente, la ciudad árabe no podía verse, puesto que había sido levantada en una enorme grieta bajo la meseta de la planicie; su posición la hacía más cálida en invierno, porque estaba protegida de los vientos helados que barrían la llanura, y más fresca en verano, ya que los implacables rayos del sol no la calentaban con tanta fuerza. Pero, además, el río circulaba a lo largo de innumerables canales a través del barranco sobre cuyas pendientes se había construido la Medina, y esto ayudaba a refrescar el aire. Los habitantes gustaban de comentar entre sí, y también a los visitantes, el clima insufrible de la Ville Nouvelle, pues los franceses habían alzado su ciudad justo en mitad de la llanura y estaba expuesta en consecuencia a padecer todos los excesos del implacable clima marroquí. Amar no entendía cómo alguien, aunque fuera francés, podía ser tan estúpido de desperdiciar tanto dinero construyendo una ciudad tan grande, cuando nunca podría obtenerse de ella ningún bien, puesto que la tierra donde había sido edificada no tenía ningún valor desde el primer momento. Había estado allí en invierno y había sentido las ráfagas de viento glacial que azotaban las amplias avenidas; estaba seguro de que en ningún lugar del mundo podía haber un aire más hostil e incompatible con la vida del hombre. “Es veneno”, había dicho al regresar a la Medina después de una excursión por la Ville Nouvelle. Y en verano, pese a los árboles que habían plantado en sus avenidas, el aire no se movía y era difícil de respirar, y al final de cada calle podía verse la muerta planicie allí, abrasándose bajo la terrible luz del sol.

A lo lejos, delante de él, alcanzaba a ver las manchas blancas que correspondían a las casas de apartamentos de la ciudad nueva; parecían excrementos de pájaros amontonados en la inmensidad de la llanura. “Todo eso desaparecerá en una noche”, pensó para infundirse ánimos. Estaba escrito que las obras ejecutadas por los infieles serían destruidas. Pero ¿cuándo? Quería ver las llamas ascendiendo hacia el cielo y oír los gritos de la gente, anhelaba caminar entre las ruinas mientras aún estuvieran ardiendo, y sentir el deleite que suscita en el alma saber que la maldad es castigada tanto en este mundo como en el venidero, y que la justicia y la verdad deben prevalecer en la tierra así como en la otra vida.

A esa hora nadie estaba fuera de su casa; no se había cruzado con una sola persona desde su partida de Aïn Malqa. Diríase que los hombres habían abandonado la tierra para entregársela a los insectos, los cuales entonaban su canto en honor del calor, mientras él pedaleaba sin parar –‍una nota encarnizada y estridente, interminable, que se alzaba desde todos los lados, perpetuamente renovada.

Su nariz había empezado a sangrar de nuevo, no con tanta profusión como antes, pero goteaba a un ritmo regular cada tres o cuatro pedaladas; la sentía tan grande como su cabeza, y le dolía. Se detuvo, posó sus rodillas al lado del canal de agua que corría junto a la carretera y se mojó la cara. El agua estaba fría; no la recordaba tan deliciosamente fría. Realizó una profunda inspiración e inclinó la cabeza hasta sumergirla del todo; la fuerza de la corriente hacía vibrar la carne de sus mejillas. Cuando hubo concluido sus abluciones e inmersiones se sintió más fresco y relajado. Aquella sensación le animó a permanecer allí un poco más. Se levantó al cabo y oteó la planicie en busca de un árbol; no vio ninguno y decidió proseguir su viaje. Unos cuantos kilómetros más adelante vislumbró una masa verde, a su izquierda, bastante alejada del lugar donde se hallaba. Parecía un pequeño huerto de árboles frutales y había un camino que surcaba los campos en esa dirección. Salió de la carretera. El sendero estaba repleto de baches y era difícil mantener el equilibrio sobre la bicicleta; no obstante, se las ingenió para poder avanzar lentamente sin necesidad de bajarse de ella. Si hubiera tenido que ir a pie, habría considerado que no merecía la pena el tiempo invertido en llevar adelante aquella incursión. El huerto resultó ser mayor y encontrarse a mayor distancia de lo que él había imaginado. Se extendía sobre una ligera depresión; lo que él había visto desde a carretera eran sólo las copas de los árboles, y a medida que se aproximaba se hacían más y más altos. Tal exuberancia implicaba la existencia de corrientes subterráneas. “Olivos, perales, granados, membrillos, limoneros...”, murmuraba a su paso por el huerto.

En ese momento escuchó delante de él el sonido de una motocicleta que se aproximaba. No se le había pasado por la cabeza que aquella tierra podía tener también una casa y que la casa podía estar habitada, pero ahora se le ocurrió que así podía ser; la hipótesis resultaba más desagradable por la sospecha de que los habitantes fueran probablemente franceses, en cuyo caso le molerían a golpes, dispararían sobre él o le entregarían a la policía, siendo esta última posibilidad la más temible de todas. En cualquier momento, era nefasto ser sorprendido en la granja de un francés, pero con mayor motivo en aquellas circunstancias, dado que durante las últimas semanas cientos de domaines habían sido atacados por el Istiqlal, con el saldo de otras tantas cosechas abrasadas.

Puso el pie en tierra a toda velocidad, levantó a pulso la bicicleta y empezó a correr desmañadamente por entre los árboles con su cargamento a cuestas, buscando un sitio para esconderse. Pero era un huerto muy bien cuidado, sin arbustos ni maleza, y se dio cuenta de que su intención era absurda: habría tenido que correr muy lejos a fin de no ser visto en cuanto el motociclista mirara en su dirección al pasar por allí. Y el ruido estaba ya muy cerca, casi a su altura. Se dio la vuelta, puso de nuevo la bicicleta en el suelo y regresó lentamente hacia el camino. Cuando apareció la motocicleta casi lo había alcanzado. El piloto, un hombre pequeño y regordete que llevaba gafas y una gorrilla de visera, rebotaba, de manera nada cómoda cabía inferir, a medida que la máquina se desplazaba de un surco a otro, chocando con terrones tan grandes como una roca. Al pasar junto a Amar, le miró de frente; se detuvo, dejó el motor en marcha durante un instante y luego lo apagó. El repentino silencio era desconcertante; pero entonces resultó no ser tal silencio; estaban las cigarras cantando en los árboles.

–Msalkheir –dijo el hombre despojándose lentamente de su gorra, luego de sus gafas, sin apartar en ningún momento los ojos de Amar–. ¿Adónde vas y de dónde vienes?

–Estoy dando un paseo –dijo Amar–. Buscando un árbol para descansar.

Había resuelto que el hombre era musulmán (no porque hablara un árabe perfecto, algunos franceses eran capaces de hacerlo, sino por sus modales y la forma en que hablaba), y ello alivió su ansiedad hasta tal punto que se vio diciendo la simple verdad.

–¿Paseando con una bicicleta? –‍rio el hombre, sin dar muestras de desagrado, aunque de una manera que venía a mostrar el total escepticismo que le inspiraban las palabras de Amar.

–Sí –dijo Amar.

Entonces una gota de sangre cayó de su nariz, y él se dio cuenta de que su camisa estaba adornada con rojas salpicaduras.

–¿Qué pasa? –preguntó el hombre–. ¿Qué le ha ocurrido a tu cara? ¿Te has caído de la bicicleta?

Era un poco tarde para improvisar una mentira, reflexionó con pesar.

–No, me he peleado. Con un amigo –añadió a toda prisa, por miedo a que el hombre pudiera suponer que la pelea había tenido por contrincante algún trabajador o alguno de los guardas de la finca.

El hombre rio de nuevo. Tenía una cara redonda con ojos grandes y apacibles, y mostraba una incipiente calvicie.

–¿Una pelea? ¿Y dónde está tu amigo? ¿Muerto en alguna parte de mi huerto?

En los ojos del hombre, Amar sólo acertaba a distinguir una curiosa expresión de regocijo.

–Está en Aïn Malqa.

Al oírle, el hombre frunció el entrecejo.

–Perdóname, pero creo que estás loco. ¿Sabes dónde está Aïn Malqa?

Amar inhaló, para evitar que otra gotita de sangre se escapara de su nariz.

–No he tocado ninguno de sus árboles –‍dijo Amar con una mueca de agravio‍–‍. Si quiere que me vaya, dígamelo y me voy.

El rostro del hombre adoptó una expresión afligida.

La, khoya, la –‍dijo con suavidad, como si estuviera tratando de apaciguar a un caballo asustadizo–. ¿De dónde te sacas esas ideas tan descabelladas? Nada de eso.

Puso en marcha su motor. “Se marcha”, pensó Amar lleno de esperanza. Pero en ese momento su ánimo se vino abajo al ver que el hombre, con un pie en tierra, describía un giro de ciento ochenta grados con su máquina, hasta detenerla de cara al camino por el que había venido.

Por encima del ruido del motor, gritó:

–¡Móntate en la bicicleta!

Amar obedeció.

–¡Vete delante de mí! –‍dijo, apuntando con el dedo.

Amar se puso en camino, avanzando hacia el centro del huerto, con el rugido de la motocicleta en todo momento a su espalda.

Siguieron el camino. No parecía haber razón alguna para volver la cabeza, porque el hombre se mantenía a una distancia invariable tras él. Amar se sentía fatal. Era absurdo pensar en intentar escapar; tal alternativa era del todo imposible. Pero estaba muy asustado: nunca había conocido a un musulmán como este; sus intenciones eran tan difíciles de adivinar que muy bien podría haber sido un nazareno.

La carretera viró de súbito hacia la derecha, y allí se encontraba una vieja casa que se alzaba en un claro del huerto. Un sendero conducía hasta su puerta; estaba bordeado por grandes rosales que habían dejado crecer allí en estado silvestre. Tratándose del campo, la casa era enorme, su gran fachada sin ventanas alcanzaba sobradamente los diez metros. Había grietas que zigzagueaban hacia abajo desde la parte superior; plantas y yerbajos habían crecido en su interior, pero estaban todos muertos, con excepción de una higuera diminuta y nudosa cuyo tronco gris atravesaba la pared como una gruesa serpiente. El rugido del motor se acalló, y Amar miró por fin hacia atrás con cierto nerviosismo. El hombre se había bajado de la motocicleta y descendía en ese momento la pata de cabra para mantener firme la máquina. Se percató de la mirada de Amar y sonrió por un instante.

–Ya hemos llegado –‍dijo‍–‍. La puerta está abierta. Entra.

Amar, sin embargo, llegó sólo hasta la puerta de entrada y se detuvo allí a la espera del anfitrión, el cual, acercándose a él, le empujó con impaciencia. Al otro lado de la puerta había una larga escalera por la que subieron a continuación, llegando por fin a la parte de arriba, donde había una galería techada que ocupaba tres de los cuatro lados de un gran patio cuadrado. En algunos sitios el pasamanos estaba podrido, y varias de las grandes vigas del techo estaban peligrosamente torcidas. En el aire podía oírse el zumbido de innumerables avispas.

–Ahí dentro –‍dijo el hombre, y le empujó con suavidad a través de una puerta que daba a una espaciosa habitación que recibía la luz de una serie de ventanucos abiertos en el techo de la galería. En el otro extremo, sentados sobre cojines que abarcaban todo el largo del aposento, había tres muchachos, todos ellos mayores que Amar en unos dos o tres años. El hombre le condujo hasta ellos y estrechó la mano de los tres jóvenes. Amar observó que todos le saludaban al estilo europeo, sin molestarse en acercar los labios hasta su boca después de tocar la mano de aquel hombre. Por otra parte vestían como auténticos franceses, no sólo por la elección de las prendas que lucían, sino por el modo en que las llevaban puestas. Uno de los muchachos estaba leyendo un libro hasta ese momento y los otros dos charlaban, mientras uno de estos últimos frotaba la manga de una chaqueta con un paño empapado en gasolina; ahora, sin embargo, todos habían interrumpido cortésmente sus respectivas actividades y se habían inclinado hacia delante con expectación mientras Amar tomaba asiento.

El hombre también se sentó en un gran cojín situado frente a ellos y alargó la mano para señalar a Amar, como si fuera un raro animal que hubiera cazado en su finca.

–Miradle, por favor –‍gritó‍–‍. Iba a la ciudad a encontrarme con Lahcen, que está esperando en este preciso momento en la Renaissance, y tropecé con esta gacela en el huerto. No en el camino, ¿comprendéis?, sino viniendo del molino.

–¿Qué molino? –‍le interrumpió Amar. La sangre había logrado finalmente desbordar sus labios.

–Según él –‍continuó imperturbable el hombre‍–‍, venía de Aïn Malqa. –‍El muchacho que estaba leyendo se echó a reír‍–‍. ¡Oh, tiene una bicicleta! –‍le aseguró el hombre‍–‍. Es muy posible. Pero ¿qué le ha pasado? No quiere hablar. Dice que se peleó con un amigo. Miradle.

Los muchachos no necesitaban la invitación; estaban estudiando a Amar atentamente, aunque sin insolencia. Para evitar aquel examen visual, que, aunque cortés y despojado de hostilidad, le resultaba embarazoso, Amar empezó a mirar con aire indiferente aquella extraña habitación. Nunca había visto una estancia ni remotamente parecida. Se encontraba, según su criterio, en un intolerable desorden, alejada de cualquier similitud con la concienzuda limpieza que reinaba en las habitaciones de su propia casa, aunque tampoco hubiera podido asegurar que estuviera lo que se dice sucia. Había enormes y tortuosas montañas de libros y revistas por todas partes del piso, y cojines gruesos de cuero que tenían el aspecto de haber sido arrojados ex profeso sin orden ni concierto, en lugar de situarlos en hilera, como deberían estar puestos. Encima de tres mesitas de café, colocadas asimismo de cualquier manera, en mitad de la habitación, había unas enormes bolsas llenas de melocotones; el aire estaba impregnado de su grata fragancia. Las paredes, que en buena lógica tendrían que haber estado cubiertas por grandes fotografías de parientes enmarcadas en oro –‍porque, aunque vieja, se trataba con claridad de la casa de un hombre rico‍–‍, estaban vacías de cualquier tipo de imagen u ornamento y sólo había un mapa muy grande de Marruecos impreso en tonos pastel; Amar había visto uno parecido un día que espiaba a hurtadillas a través de una ventana del Bureau du Contrôle Civil. Y en cualquier dirección que miraba, veía cuencos repletos de colillas y ceniza, y también había ceniza en el suelo. Resolvió que aquella era una típica habitación francesa, y que al hombre le gustaba que la gente le tomara por francés.

–Esto no es un tribunal –‍dijo el hombre, sonriendo a Amar‍–‍. Sin embargo, el hecho es que te sorprendí en mi finca y quiero saber qué estabas haciendo aquí. ¿Te parece censurable?

Amar nunca había oído hablar su propia lengua de aquella manera: el hombre empleaba todas las expresiones locales, pero al mismo tiempo salpicaba sus frases con palabras que ponían de relieve su conocimiento del verdadero árabe, el lenguaje de la mezquita y la medersa, el imam y el aallem. Y el modo en que entremezclaba las dos lenguas era tan diestro que el resultado sonaba casi como un nuevo idioma, fluido y agradable al oído.

–No –‍dijo Amar‍–‍. Ya le he dicho la verdad.

Era consciente, y no con placer, de que su propio discurso era lamentablemente tosco: el lenguaje de la calle.

–Es posible, pero todavía no he oído lo suficiente. Zid. Continúa. Cuéntanos la historia completa. Tal vez te apetezca beber algo.

Amar tenía sed; por eso dijo:

–Sí.

Uno de los jóvenes se puso en pie de un salto y se fue hacia el otro lado de la habitación, regresando con una botella y varios vasos pequeños. Amar miró la botella con recelo. El muchacho se percató de aquella mirada, y dijo:

–Chartreuse. –‍Y le sirvió un poquito. A continuación hizo lo propio con los demás.

No era aquello lo que más apetecía a Amar, pero bebió a sorbos y pasó a relatar los acontecimientos del día. Cuando llegó a la pelea, el hombre le detuvo.

–Essbar –‍dijo‍–‍. ¿Por qué os estabais peleando?

Amar quería decir: “No lo sé”, porque ignoraba cómo poner en palabras la verdadera razón por la que le había apetecido proferir el insulto contra Mohammed. Ciertamente no se trataba de la sugerencia hecha por Mohammed; no había nada extraño en ello, como no hubiera habido nada extraordinario en el hecho de que él aceptara la propuesta. Tenía que ver más bien con la pretenciosa seguridad que había mostrado Mohammed de estar en lo cierto –‍era ni más ni menos el tipo de persona que despierta en otros la necesidad de golpearle‍–‍. Pero sabía que apenas si podía esperar que sus oyentes entendieran aquello sin desembocar en una larga digresión que les llevaría a hablar de política, e incluso en el caso de que él hubiera estado mentalmente dotado para adentrarse en tal discusión, aquello resultaba inconcebible. Ni siquiera sabía hacia qué lado se inclinaban las simpatías de aquellas personas; no era descartable que todos estuvieran con los franceses.

–No me gustaba –‍dijo por fin Amar‍–‍. Era la clase de ouild que necesita una buena paliza de vez en cuando.

–Comprendo –‍dijo el hombre con gesto grave, girando su cabeza hacia los tres jóvenes, como si pretendiera advertirles con su mirada que no se rieran‍–‍. Entonces le diste fuerte. Zid.

Amar se encontraba ahora un poco más relajado; tenía la impresión de que aquel hombre le creía, lo cual le daba la suficiente tranquilidad para poder recordar cómo se había producido la pelea, que relató con todo lujo de detalles. El hombre parecía francamente divertido –‍Amar podía leerlo en sus ojos‍–‍, pero permanecía sentado a la escucha con aire solemne, hasta que Amar llevó la historia al momento en que había oído una motocicleta procedente del huerto y él había intentado en vano escapar entre los árboles para, en último extremo, volver sobre sus pasos y ser descubierto antes de haber alcanzado el camino. El hombre se aproximó y le dio una palmada en el hombro, riendo.

–Muy bien, muy bien –‍dijo‍–‍. Creo que nos podemos creer tu historia. Ahora tengo que ir a la ciudad durante un rato, pero volveré. Quédate aquí, la casa es tuya. Si quieres algo, simplemente pídelo.

Se puso en pie; Amar le imitó en un gesto automático. Había oído y entendido la invitación formulada por el hombre, pero la consideraba una mera cortesía. Además, quería marcharse; la casa y los jóvenes y su propio anfitrión constituían en cierto modo un misterio, como un sueño, pero él estaba lleno de desasosiego. Miró hacia arriba y contempló casi con melancolía los pedazos de cielo azul a través de los tragaluces.

–Siéntate –‍dijo el hombre. Esto era ciertamente una orden, y él obedeció. El hombre se alejó con lentitud hacia la puerta y desapareció. Unos instantes después la motocicleta volvió a rugir, y algo más tarde su sonido empezó a desvanecerse poco a poco.

La casa de la araña

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