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Capítulo 8

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Como si formara parte de un ritual, todos los allí presentes permanecieron sentados en silencio hasta que el zumbido del motor se desvaneció por completo, y ya no era posible oírlo aun poniendo mucha atención. En ese momento el joven que había estado leyendo se dirigió a Amar y dijo:

–Come unos melocotones. Hay muchísimos.

Amar se restregó la mano contra el rostro.

–Tengo mucha sed.

En su mano vio sangre seca y también sangre fresca; el día le pareció de repente interminable.

–Debería irme –‍dijo con indecisión.

Los otros tres murmuraron al unísono protestas corteses de desacuerdo. Creyó entender que le impedirían marcharse, quizás incluso por la fuerza si se veían obligados a ello.

–Debería irme a casa –‍dijo de nuevo‍–‍. Mi nariz...

El joven que había hablado se puso en pie y se quedó mirándole.

–Mira –‍dijo‍–‍, te acuestas aquí y yo te cuido.

Se dirigió a la puerta y gritó: “Yah, Mahmoud!”. Poco después apareció un hombre mayor con una gandoura blanca ligeramente sucia; el muchacho salió a la galería y dialogó con él durante unos momentos. Regresó al cabo, se arrodilló frente a Amar y empezó a quitarle las sandalias. Anonadado, Amar rechazó las manos del joven y se quitó él mismo el calzado.

–Échate aquí –‍ordenó el muchacho, señalándole el lugar donde había estado él. Los otros dos observaban mientras ayudaba a Amar a ponerse cómodo, colocando almohadas bajo su cabeza, en tanto que Amar protestaba todo el tiempo sin gran convicción, avergonzado por aquellas exageradas atenciones que se le dispensaban. Pero tumbado se estaba bien. Se encontraba muy cansado. Nadie dijo una palabra hasta que entró el criado con una bandeja, que depositó sobre el suelo al lado de los cojines donde estaba echado Amar. Tras incorporarse con ayuda de un codo, Amar bebió el vaso de agua fría. Observó que tenía unas cigüeñas grabadas en relieve con un perfil rojo brillante.

–Quizá pueda volver otro día para visitar a vuestro padre –‍empezó a decir.

Estaba persuadido de que el hombre no era el padre de ninguno de ellos, pero quería oír su respuesta. Durante un momento sólo se oyó el silencio; resultaba evidente que los otros no estaban seguros de lo que debían decir.

–Moulay Ali volverá pronto –‍dijo el joven que se había hecho cargo de él; era, en apariencia, el portavoz del grupo‍–‍. Túmbate. Te voy a poner un poco de filfil en la cara.

Amar se recostó.

–Cierra bien los ojos.

Era un consejo innecesario, ya que Amar no tenía intención de permitir que le entrara pimienta roja en los ojos. El muchacho untó la pasta con suavidad en su frente y sobre el puente de su nariz.

–Deberías ir al médico –‍dijo al concluir‍–‍. Creo que tienes rota la nariz.

Mektoub”, pensó Amar, encogiéndose de hombros mentalmente. No tenía ningún deseo de consultar con un médico; pensaba guardar su dinero para comprar unos zapatos.

El muchacho se sentó sobre unos cojines situados en el otro extremo, más allá de los otros dos jóvenes, los cuales, a ojos de Amar, estaban sentados allí sólo para mirarle a él. Había un gran silencio en la estancia; de vez en cuando se oía pasar una página de revista o a alguno de ellos aclarándose la garganta. Hasta los oídos de Amar llegaba el zumbido tenaz de las avispas en la galería, y más lejos, el cacareo de algún gallo que reposaba al sol de la tarde. Había mantenido sus párpados apretados con fuerza, pero poco a poco los músculos del rostro se relajaron y se vio a sí mismo en franco peligro de quedarse dormido. Eso no podía hacerlo en modo alguno allí, en la casa, con unos extraños mirándole; la idea de que sucediera eso le aterraba. Decidió hablar acerca de cualquier cosa, con tal de permanecer despierto. Era perentorio que abriera su boca y dijera algo. Le pareció que estaba sentado, manteniendo una larga y seria conversación con los tres muchachos, y ellos le escuchaban y asentían. Y en alguna parte, muy lejos, se oía el estampido del trueno en el cielo. De pronto alguien tosió, y él cayó en la cuenta de que no estaba sentado, lo que significaba que había estado a punto de sucumbir al sueño.

–Y entonces –‍dijo en voz alta‍–‍. ¿Pensaba de verdad Moulay Ali que yo había venido aquí a prenderle fuego a su casa?

De forma inesperada, los tres jóvenes soltaron una carcajada.

–Lo mejor es que se lo preguntes a él –‍dijo el que le había ayudado‍–‍. ¿Cómo sé yo lo que pensaba él? Estará aquí dentro de un minuto.

–¿Vivís todos en Fez? –‍Era indiferente lo que pensaran los otros sobre sus ingenuas preguntas, si con ello podía evitar quedarse dormido.

–Ellos sí. Yo vivo en Meknés.

–¿Estás pasando aquí una temporada?

Sa’a, sa’a, a veces vengo y me quedo unos cuantos días. Moulay Ali es un amigo excelente. He aprendido más de él que de cualquier aallem.

Los otros dos murmuraron algo dando su conformidad a aquellas palabras. Parecía una afirmación un tanto extraña.

–Pero ¿qué os enseña?

–Todo –‍dijo el otro, casi con fervor.

–Quiero sentarme –‍dijo Amar‍–‍. ¿Puedes quitarme el filfil, por favor?

–No, no. No te levantes. Moulay Ali está al llegar. Quiero que vea cómo me he ocupado de ti.

Amar había logrado despabilarse lo suficiente como para no tener miedo de quedarse dormido. De nuevo el trueno retumbó en algún lugar remoto del mundo. Permaneció echado. Poco después se oyó el sonido de la motocicleta acercándose en la distancia, a la altura de la carretera, girando hacia el camino, llegando al huerto por entre los árboles y, por fin, en la apoteosis del ruido, deteniéndose ante la casa. En la escalera había voces, y Moulay Ali entró en la habitación, acompañado por otro hombre con una voz profunda, extraordinariamente resonante:

–Este es Lahcen –‍dijo Moulay Ali. Los tres jóvenes saludaron al ser presentados‍–‍. ¡Ajá! ¡Veo que nuestro amigo está dormido! ¿Qué te has puesto en la cara? Filfil?

–No estoy dormido –‍dijo Amar. Hubiera deseado no verse obligado a tomar parte en la conversación, pero era evidente que no podía seguir allí tumbado sin abrir la boca.

–Es mejor que se siente –‍dijo Moulay Ali. El joven de Meknés sujetó la cabeza de Amar y empezó a raspar la pasta seca de su frente y cejas con un cuchillo. Cuando acabó de limpiar, humedeció las mismas zonas con un trapo mojado. Lahcen y Moulay Ali estaban en esos instantes manteniendo una conversación que no tenía para Amar el menor sentido.

–¿Este?

–Sí, nueve.

–Ya tengo.

–Creía que habías dicho once.

–¡No! Este no. ¡Este, Este!

–Ah, sí.

–Este, cinco.

Ouakha.

–Entonces, este, te estaba contado. Ves, puedes estar seguro.

–Estoy seguro.

–Es imposible estar seguro. Puedes creerme.

–De acuerdo, déjalo abierto.

–Pon seis más y déjalo.

–¿Y qué pasa con...?

–Ya hablaremos después de eso. Cómete un melocotón. Los mejores del Saïs.

Cuando creyó que la parte cercana a sus ojos estaba seca, Amar los abrió y se sentó.

–¡Ah, aquí lo tenemos! –‍gritó Moulay Ali‍–‍. Kif enta? ¿Estás ya mejor?

En el centro de la estancia estaba inclinado un hombre alto con una tarbouche de color gris claro sobre su cabeza, comiendo un melocotón e intentando que no goteara sobre su ropa. Al final se puso derecho, extrajo un pañuelo y se limpió la boca y las manos. Entonces, a petición de Moulay Ali, se adelantó y saludó a Amar. El iris y la pupila de su ojo izquierdo estaban completamente blancos, como una canica de color lechoso. Amar supuso de inmediato que no era de la misma clase social que los tres jóvenes y su anfitrión. A buen seguro no había recibido la misma educación que ellos: su lenguaje era apenas más refinado que el de Amar. De manera que aquel era Lahcen, pensó, y no pudo entender por qué Moulay Ali se había marchado con tanta prisa a la Ville Nouvelle para buscarle.

–Vamos a dejar nuestras compras y ventas para después –‍indicó Moulay Ali con tono mordaz‍–‍, y vamos a pedirle a Mahmoud que nos prepare un té.

Fue hacia la puerta y llamó al criado.

Amar había estado temiendo que se mencionara el té; ello implicaba que no podría marcharse de allí hasta que hubiera bebido al menos tres vasos con su anfitrión. Se echó hacia atrás desolado y miró a Lahcen, que se estaba hurgando la nariz. La tarbouche de su cabeza era la única prenda del vestuario musulmán en toda la habitación, y parecía extrañamente fuera de contexto, tanto del ambiente como de su propia cabeza en forma de proyectil. Era el tipo de sombrero que cualquiera podría esperar encontrarse en un caballero de buena posición y edad avanzada, algo excéntrico, sacando de paseo a sus nietos un viernes por la tarde.

–Siéntate –‍dijo Moulay Ali a su nuevo invitado‍–‍. Habla con nuestro amigo. –‍Y dirigiéndose a uno de los jóvenes, añadió‍–‍: Chemsi, acércate. Quiero enseñarte algo.

Lahcen sonrió a Amar y tomó asiento.

–Me han dicho que estuviste bañándote hoy en Aïn Malqa –‍dijo‍–‍. ¿Cómo está el agua estos días? ¿Aún está fría?

–Muy fría.

–¿Has estado últimamente en Sidi Harazem?

–No. Trabajo. Está demasiado lejos.

–Sí, está lejos. –‍Se produjo un silencio durante unos instantes. Entonces dijo‍–‍: ¿Trabajas en la Ville Nouvelle?

–No, en Bab Fteuh.

–Ese es mi barrio.

Amar no recordaba haber visto jamás a aquel hombre, pero dijo:

–¡Ah!

–¿Has estado alguna vez en Dar el Beida? –‍le preguntó Lahcen. Amar dijo que no había estado allí‍–‍. Ese es un buen sitio para bañarse. En la playa, el mar. No hay nada como eso.

–Mujeres francesas a millones –‍dijo Amar.

Lahcen soltó una carcajada.

–Sí, a millones.

Siguieron hablando durante un rato de Casablanca, mientras Amar se preguntaba con ansiedad todo el tiempo cuándo empezaría a desfallecer la luz del sol. Tenía la impresión de haber permanecido encerrado en aquella habitación durante una semana. Pero puesto que el té estaba a punto de llegar, no podía siquiera mencionar el hecho de que quería irse.

–Dice: dans la région de Bou Anane –‍estaba diciendo Moulay Ali‍–‍. ¿Te dice algo eso?

Chemsi vaciló, y respondió por fin negativamente.

Moulay Ali resopló.

–Para Ahmed Slaoui sí significa algo.

–¡Oh! –‍exclamó Chemsi.

Moulay Ali cabeceó arriba y abajo varias veces, mirando de reojo a Chemsi.

–¿Entiendes lo que quiero decir? –‍le preguntó por fin‍–‍. Utiliza todo el artículo, palabra por palabra, pon “Maroc-Presse” y la fecha, y añade lo que sepas tú de la région de Bou Anane.

–Pobre Slaoui –‍dijo Chemsi.

–Puede que no esté allí ahora –‍le recordó Moulay Ali.

Mahmoud apareció con una enorme bandeja de cobre, sobre la que había una tetera de plata y vasos. Los dos regresaron de la esquina donde habían estado dialogando, y Moulay Ali arrojó el periódico doblado que tenía hasta ese momento en sus manos a los otros dos muchachos. Se sentó y empezó a llenar los vasos. El té echaba humo y burbujeaba; el olor de la menta se expandió en breve por la habitación.

–¿Cómo te llamas? –‍preguntó de súbito a Amar.

Amar se lo dijo. Moulay Ali levantó las cejas.

–¿Eres de Fez? –‍preguntó.

–Mi familia siempre ha vivido en Fez –‍respondió Amar orgullosamente; era consciente de que los tres jóvenes le estaban examinando de nuevo. Acaso habían creído que él era un berrani, un forastero.

–¿De qué haouma? –‍quiso saber Moulay Ali según repartía los vasos de té.

–Keddane, debajo del Djemaa Andaluz.

–Sí, sí.

Amar estaba esperando que su anfitrión dijera: “Bismil’lah”, antes de probar el té, pero no dijo una sola palabra. Y tampoco el resto. Habitualmente Amar murmuraba su súplica en voz baja, de modo que fuera inaudible para los demás, pero en esta ocasión, al ver que los otros se mostraban renuentes, lo dijo en un tono de voz normal. Lahcen volvió su cabeza para mirarle.

El joven que estaba leyendo el periódico lo dejó en el suelo y tomó su vaso. Se adivinaba la consternación en su cara.

–Peste bubónica –‍dijo‍–‍. Es una enfermedad terrible. Revientas.

–Eioua! –‍asintió Moulay Ali, como si estuviera diciendo: “Ya te lo dije”.

Lahcen sorbió con estrépito el té, lamió sus labios y dijo:

–Laghzaoui, digo, Lazraqui me ha contado que Argelia tiene muchísima ahora.

–Debe de haber venido a través de la frontera –‍empezó a hablar el muchacho.

–¡Rumores! –‍discrepó Moulay Ali, mirando a Chemsi de hito en hito‍–‍. No sabemos nada de Argelia.

Chemsi movió la cabeza en sentido afirmativo.

Siguieron hablando de ciudades remotas del sur del país, “como si fueran sitios importantes”, pensaba Amar. Le resultaba del todo claro que la conversación giraba en torno a un punto central que todos entendían, aunque trataban a duras penas de hurtárselo a su entendimiento. Después de haber bebido su tercer vaso de té, se incorporó.

–Es muy tarde –‍dijo.

–Desde luego, te quieres marchar –‍dijo Moulay Ali, sonriente‍–‍. Muy bien. Pero no te olvides de nosotros. Vuelve algún día y haremos una fiesta, con música. Ahora ya sabes dónde está la casa.

Lahcen sonrió, dejando asomar su dentadura.

–Nuestro amigo Moulay Ali toca la flauta y el violín.

–Y si no estoy en un error, nuestro amigo Lahcen toca la botella de litro –‍añadió Moulay Ali con voz maliciosa‍–‍. En especial Aït Souala rosado –‍concluyó.

–Pero él toca muy bien la flauta –‍prosiguió Lahcen‍–‍. Toca un poco –‍le instó.

Moulay Ali se encogió de hombros.

–Amar se quiere marchar. Otro día. Y Chemsi se traerá su oud de Meknés. –‍Chemsi alegó tímidamente que tocaba muy mal‍–‍. ¿Y tú qué sabes tocar? –‍preguntó Moulay Ali a Amar, tomando su mano sin levantarse del cojín.

Amar se sentía violento.

–La lirah, un poco.

Baz! ¡Es perfecto! Puedes relevarme cuando me canse. Adiós. Cuida tus heridas de guerra. –‍Su rostro adoptó de súbito un gesto grave‍–‍. Y no te metas por más caminos privados, ¿entiendes? Imagínate que no hubieras dado conmigo. Imagina que yo hubiera sido Monsieur Durand o Monsieur Blanchet. Eioua! No estarías ahora a punto de marcharte a tu casa en tu bicicleta, ¿no os parece?

Se volvió hacia los jóvenes para recabar su aprobación. Ellos sonrieron. Lahcen dijo: “¡Ay!” con gran vehemencia.

Amar permanecía allí, buscando en su cabeza algo que decir para poder demostrarles a todos que él no era un tonto ni un crío y era consciente de que todas sus palabras tenían un núcleo interno de significado que ellos habían intentado encubrir. Decidió que lo mejor era mostrarse misterioso también él, dejándoles pensar que tal vez había entendido a pesar de sus muchas precauciones, pero no quería hacerlo de un modo que les invitara a pensar que albergaba algún tipo de resentimiento hacia ellos por jugar a lo que no era, después de todo, más que un juego bastante infantil.

–Gracias por haberme creído –‍dijo con solemnidad a Moulay Ali.

Aquello produjo su efecto; pudo adivinarlo en los ojos de Moulay Ali, aunque este no movió un músculo. Quizá justamente por esta causa, toda su cara pareció congelarse durante una fracción de segundo. Otro tanto les sucedió a los demás, aunque sólo fuera durante ese breve lapso. Pero antes de que el instante hubiera concluido, Amar había dado unos pasos, asumiendo momentáneamente el control de la situación. Extendió su mano y dijo: “Adiós”; después se dirigió a los tres jóvenes, uno por uno, y por último a Lahcen. Y saludando de nuevo con la cabeza brevemente al anfitrión, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. En lo que él podía opinar, nadie pronunció una palabra mientras él bajaba las escaleras.

Estaba convencido de que antes de que pudiera hallarse a una distancia prudencial de la casa alguien volvería a llamarle; parecía demasiado bello para ser cierto que estuviera por fin afuera, en el espacio abierto otra vez. Se subió a toda velocidad en su bicicleta y en una gran explosión de energía comenzó a pedalear sobre el camino de baches. El sol estaba aún bastante alto en el cielo; no era tan tarde como había creído. La luz del huerto tenía un tono dorado; las sombras de los troncos de los árboles dibujaban bandas negras a lo largo del sendero. Las cigarras seguían entonando su canción en las ramas, pero el sonido era menos intenso que al mediodía. Continuó avanzando tan deprisa como podía, para llegar cuanto antes a la carretera principal. En cuanto llegara allí, pensó, podría negarse a regresar a la casa si Moulay Ali venía persiguiéndole con su motocicleta. Cuando alcanzó la carretera, estaba sudoroso y jadeante, pero a partir de allí ya no había más terrones ni baches, y empezó a pedalear a un ritmo cómodo y constante. Los mojones que indicaban los hectómetros pasaban a gran velocidad; volvió a sentirse feliz de nuevo. Había sombras en alguna parte escondida de su mente, preguntas que precisaban una respuesta, cuestiones que debía enfrentar, y eran inminentes, todas estaban allí, pero por el momento la fuerza del presente era lo bastante grande para mantenerlas confinadas y sujetas, resguardadas tras el muro de lo posible.

La casa de la araña

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