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Capítulo 4

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Cierto rico mercader, llamado El Yazami, que vivía en el mismo barrio de Amar y había enviado en una ocasión a su hermana para que Si Driss la tratara, salía hacia Rissani aquella tarde. Sus criados habían llevado ya siete enormes cofres a la estación de autobuses que había junto a Bab el Guissa, donde los estaban pesando y cargando sobre el techo del vehículo. Había muchos más cajones y bultos de todos los tamaños que eran trasladados constantemente desde su casa a la terminal. El Yazami se disponía a emprender su peregrinación anual al santuario de su venerable patrón en el Tafilalet, de donde siempre regresaba muchos miles de ríales más rico, dado que, como cualquier habitante de Fez que se preciara, tenía por hábito combinar los negocios con la devoción y sabía qué artículos podía transportar al sur para venderlos allí con el máximo provecho. Mientras contemplaba a los trabajadores acarreando su mercancía hasta el techo del gran autobús azul, cayó en las mientes de que sería un añadido rentable para su cargamento incluir unas quinientas jarras de agua de tamaño mediano. Contando con un veinte por ciento de jarras rotas al llegar a su destino, la ganancia aún ascendería aproximadamente a un ciento cincuenta por ciento, lo cual merecía la pena. Y así, acompañado por uno de sus hijos, se dirigió hacia Bab Fteuh para efectuar una compra rápida. Cuando tuvo ante sí el pueblo de barro, hornos y humo, envió a su hijo a que examinara las mercancías de un lado de la carretera mientras él investigaba en el otro. Una cantidad tan grande no siempre estaba disponible en un plazo tan corto de tiempo. La primera persona con quien chocó el hijo fue Amar, que acababa de salir de su húmedo puesto de trabajo para tomarse un respiro y fumarse un cigarrillo a la sombra de las higueras. Amar conocía de vista al muchacho, aunque nunca habían sido amigos. Tras un intercambio de saludos, el joven Yazami le dijo lo que andaba buscando.

–Podemos proporcionártelas todas –‍dijo Amar de inmediato.

–Las necesitamos ahora –‍dijo El Yazami.

–Ahora, por supuesto.

No tenía ni idea de si era posible suministrarle una cantidad como la que pedía, pero era importante que fuera él quien comunicara el pedido a su jefe, el cual a buen seguro habría de recompensarle.

El hombre de la barba se mostró incrédulo.

–¿Quinientas? –‍exclamó‍–‍. ¿Quién las quiere?

Sabía que podía conseguir las jarras de sus colegas; lo que le interesaba saber era si se trataba de una oferta seria o de una fantasía de Amar.

–Aquel muchacho.

Amar señalaba al joven Yazami, que en esos momentos se acariciaba ociosamente la barbilla debajo de una escalera de mano. Aquello no impresionó al alfarero. El joven no tenía aspecto de estar dispuesto a comprar siquiera una jarra de agua.

–Hijo del pecado –‍empezó el hombre a murmurar entre dientes. Amar había corrido hacia el muchacho y le había tomado del brazo.

–Mañana tienes cincuenta riales si las compras aquí –‍susurró.

–Yo, no sé... Mi padre... –‍Señaló hacia el viejo Yazami, que se encontraba inspeccionando jarras en el otro extremo del paseo.

–Tráele rápidamente aquí, y ven mañana por tus cincuenta riales.

No existía la menor garantía de que el alfarero le diera algo si la venta llegaba a buen término, pero había decidido simplemente dejar el trabajo si tal cosa ocurría. El mundo era muy grande, estaba demasiado lleno de espléndidas oportunidades como para desperdiciar el tiempo con gente que no le apreciara en su justa medida.

El muchacho cruzó la carretera hasta llegar al otro lado y habló unos instantes con su padre. Amar le vio apuntando hacia el lugar donde se encontraba él. El alfarero volvió a acuclillarse fuera del cobertizo.

–Vuelve a tu trabajo –‍gritó.

Amar permaneció donde estaba, vacilante. Entonces, arriesgándolo todo, cruzó la carretera y regresó poco después con El Yazami y su hijo. El alfarero se puso en pie; al acercarse los tres, escuchó de labios del corpulento caballero unas palabras dirigidas a Amar:

–Me acuerdo de cuando no eras más grande que un saltamontes. No te olvides de saludar a Si Driss de mi parte. Que Alá le proteja.

La venta se llevó a cabo con rapidez, y Amar recibió el encargo de reunir a un grupo de niños para que llevaran las cestas de jarras hasta Bab el Guissa. Cuando la última carga había salido ya, el alfarero se fue escaleras abajo hacia el oscuro cuartito donde estaba sentado Amar.

–Zduq –‍dijo, mirándole con asombro‍–‍, eres de verdad el hijo de Si Driss el fqih.

Amar le miró a los ojos, con aire de sorpresa medianamente burlesca.

–Sí. Eso fue lo que le dije.

El hombre se tocó la barba, meditabundo.

–No te creí. Perdóname.

Amar se echó a reír.

–Es Alá quien perdona –‍dijo alegremente.

Continuó trabajando sin alzar la vista, fingiendo estar del todo absorto en su tarea, y preguntándose si el alfarero le ofrecería su recompensa sin más tardanza. Puesto que el hombre no dijo una palabra al respecto, y empezó a hablar de un cargamento de arcilla que estaba pendiente, Amar decidió que era necesario tomar medidas. Levantándose del agujero del suelo, agarró el brazo del hombre y besó la manga de su chilaba. El hombre la retiró.

–No, no –‍se opuso‍–‍. Un jerife...

–Un aprendiz de maestro alfarero –‍le recordó Amar.

–No, no...

–Sólo soy un metallem, pero puedo hacer una profecía. A partir de hoy, tu vida será próspera. Mi don me lo dice. Alá, en su infinita sabiduría, me ha otorgado el conocimiento. –‍El alfarero retrocedió un paso, mirándole con ojos pasmados‍–‍. Y he de hablarte, aunque en estos momentos alzaras la mano para golpearme. –‍El alfarero hizo un gesto de aturdida protesta‍–‍. Alá es todopoderoso, y sabe lo que hay en mi corazón. Por tanto, ¿cómo puedo ocultártelo a ti? Él sabe que ahora mismo mi padre está enfermo en la cama, sin dinero para comprar un cuñete de leche sin grasa con el que se curaría. Alá sabe que usted posee un corazón generoso, y esa es la razón por la que envió al hombre rico esta tarde para comprar las jarras aquí, para hacer posible que usted deje hablar a su corazón.

El hombre le estaba mirando con una mezcla de admiración y recelo. Amar se percató de ello, y decidió abordar de lleno el asunto.

–Con cinco días de salario por adelantado, saldría de aquí convertido en el hombre más feliz del mundo.

–Sí –‍dijo el alfarero‍–‍, ¿tengo yo acaso mi propio policía para ir y encontrarte mañana y traerte a rastras hasta aquí? ¿Cómo sé que volverás? Probablemente te encontraré abajo, en Dar Debbagh, cargando cueros hacia el río y tratando de embaucar allí a otros.

Amar estaba persuadido de que el hombre le daría el dinero; se alejó de él sin añadir palabra y bajó a su hundido asiento para reanudar el trabajo. Cuando había puesto en marcha la rueda, miró hacia arriba y dijo:

–Perdóneme, maestro.

El hombre seguía de pie, perfectamente rígido. Dijo al cabo, con voz casi quejicosa:

–¿Cómo sé que volverás mañana?

Ya, sidi –‍dijo Amar‍–‍. Desde que el mundo es mundo, ¿ha sido capaz algún hombre de saber lo que ocurriría al día siguiente? El mundo de los hombres es el hoy. Yo le estoy rogando que abra su corazón hoy. El mañana sólo pertenece a Alá, y... incha’Allah –‍dijo, pronunciando las palabras con gran fervor‍–‍. Yo volveré mañana y todos los días después de mañana. Incha’Allah!

El hombre metió la mano en su choukra y sacó el dinero.

–Aquí tienes la leche sin grasa de tu padre –‍dijo‍–‍. Ojalá se ponga bien rápidamente.

En su regreso a casa, Amar no tenía que atravesar las tierras baldías cercanas al cementerio, frente a Bab Fteuh; sin embargo, decidió pasar por allí al finalizar su trabajo del día, alentado por la posibilidad de que el joven Yazami pudiera encontrarse entre las más de dos docenas de muchachos que jugaban al fútbol en la explanada. No le encontró, pero habló con un estudiante que decía saber dónde se hallaba, y así, en su compañía, inició una búsqueda que le llevó por las húmedas callejas de El Mokhfia hasta un pequeño café que no había visto nunca, al otro lado del río. El Yazami, en efecto, se encontraba allí, sentado entre un grupo de muchachos de su edad y jugando a las damas. Al ver a Amar su rostro se ensombreció: la única razón por la que podía estar buscándole con tanta premura era para decirle que no tenía su dinero. Tras instar a Amar a que bebiera una Coca-Cola, que él rechazó cortésmente –‍ya que, tratándose de un café caro con mesas y sillas en lugar de esteras, de ningún modo quería verse en una situación comprometida‍–‍, El Yazami tomó su brazo y le llevó hasta la salida. Una vez fuera, en la oscuridad, comenzaron a hablar bajo las hojas de un gran plátano.

El principal interés de Amar estribaba en mantener al otro lejos de su lugar de trabajo, donde la presencia del muchacho levantaría las sospechas del alfarero. Se preguntaba cómo podía haber sido tan necio de haber elegido ese lugar para su siguiente encuentro.

–Sería preferible que no vinieras mañana –‍dijo. Tras una pausa, añadió‍–‍: Sólo me ha dado veinticinco riales.

Le entregó las monedas en la penumbra; el otro se acercó a la puerta del café para contarlas, a la luz mortecina que salía del interior. Era una agradable sorpresa, puesto que no esperaba nada.

–Todavía te debo veinticinco –‍estaba diciendo Amar‍–‍, y serán tuyos en cuanto los tenga yo. Pero intenta traer más clientes, ¿de acuerdo? Pronto tendrás lo que falta.

Esto último le pareció bastante sensato a El Yazami, y se mostró de acuerdo en hacer lo que estuviera en su mano. Se separaron, razonablemente contentos ambos con el resultado de su encuentro.

De forma bastante sorprendente, durante los días que siguieron El Yazami hizo todo lo posible por encontrar clientes para el jefe de Amar, y los esfuerzos del muchacho acabaron dando su fruto. En efecto, tuvieron tanto éxito, que una tarde al concluir la semana el alfarero bajó hasta el pequeño cuarto de trabajo de Amar. Se quedó contemplando a su empleado durante un momento antes de dirigirle la palabra. Cuando empezó a hablar, se adivinaba en su voz una mezcla de satisfacción y temerosa admiración.

–Sidi –‍dijo (Amar rio para sus adentros: nunca se había dirigido a él en estos términos)‍–‍. Desde que trabajas conmigo, Alá me ha favorecido con más éxitos de los que nunca creí posibles.

Hamdoul’lah –‍dijo Amar.

–¿Te gusta tu trabajo?

–Sí, maestro.

–Espero que te quedes conmigo –‍dijo el hombre. Le costó un esfuerzo proseguir, pero lo consiguió. A fin de cuentas, se dijo a sí mismo, seguramente había sido Alá quien le hizo contratar al chico; no había creído que fuera un jerife y poseyera la baraka, y ahora no era capaz de recordar qué le había incitado a mostrarse amistoso con él. Si Alá tenía algo que ver con aquello, era más seguro mostrarse generoso‍–‍. Imagínate que te doblo el salario.

–Si es la voluntad de Alá –‍dijo Amar‍–‍, me sentiría muy feliz.

El hombre extrajo un pequeño anillo del bolsillo y se lo ofreció a Amar.

–Póntelo en el dedo –‍dijo‍–‍. Es un pequeño regalo. Nadie podrá decir que Said no agradece a Alá los favores que le dispensa.

–Muchas gracias –‍dijo Amar, deslizando el anillo en varios dedos para probar el tamaño y sopesar su aspecto‍–‍. Hay una cosa que me gustaría saber. ¿Cuándo empieza a aplicarse la subida de salario? ¿Empieza hoy, o empieza el primer día que vine a trabajar?

El hombre le miró directamente a los ojos, estuvo a punto de formular un comentario desabrido, pero decidió abstenerse de hacerlo y se limitó a encogerse de hombros.

–Puede empezar a contar desde el primer día, si prefieres –‍dijo; pese al hecho de que Amar no le gustaba particularmente, estaba decidido a que siguiera trabajando con él, si ello era posible. Tal decisión no obedecía tan sólo al favor divino, del que el muchacho parecía un símbolo, sino también al asunto de las ventas. Aunque una y otra cosa podían considerarse facetas de un mismo fenómeno, prefería pensar en ellas por separado: era más aceptable para Alá.

–Si usted cree que no le merece la pena... –‍comenzó Amar.

–Claro que me merece, por supuesto que sí –‍protestó el alfarero.

–El día en que no tenga dinero, trabajaré gratis para usted, el doble de duro, para que Alá pueda honrarnos de nuevo con el dinero que nos envía.

El alfarero le agradeció su generosidad y se dio la vuelta para salir.

“Seis días a veinte riales”, estaba pensando Amar. “Me dio cincuenta. Todavía me debe setenta. Y veinticinco son para Yazami... bel haq... no llega... ¿Por qué no me pagará simplemente en lugar de hablar tanto?” Y resolvió conseguir el dinero aquella misma noche.

–¡Maestro! –‍gritó cuando el hombre estaba ya a punto de atravesar la puerta. El alfarero le miró, sorprendido. Amar no tenía otra opción que continuar. Era algo inaudito, pero iba a pedirle a su jefe que ambos compartieran un rato en un café. Las palabras que se oyó decir a sí mismo probablemente causaron más asombro en el propio Amar que en el viejo hombre.

–Muy bien –‍aceptó el alfarero.

Cuando la jornada hubo concluido, se fueron juntos a un café cercano a Bab Sidi bou Jida, donde había un pequeño jardín en la parte posterior, atravesado por uno de los innumerables canales del río. Sauces llorones y ciruelos bordeaban la corriente, y una pequeña bombilla colgaba de un emparrado sobre sus cabezas, tapada casi por las hojas. La estera donde tomaron asiento estaba sólo a unos pocos centímetros de la veloz superficie del agua.

Amar solicitó el té con aire digno: rebosaba de orgullo y deleite, si bien trataba de ocultar ambas cosas a toda costa. Se le ocurrió que podría sentirse incluso más contento si no tuviera ante sí el problema de encontrar un resquicio apropiado en la conversación para poder pedir de un modo razonable el dinero, y estuvo tentado por un momento de olvidarlo por esta vez y entregarse al placer del instante. Pero entonces recordó que el único motivo de la invitación era conseguir su paga y, suspirando, se dio ánimos para ejecutar cuanto antes su plan.

El alfarero le habló de sus dos hijos, de un altercado con un vecino que casi había llegado a las manos, y en última instancia de su gran sueño, que consistía en llevar a cabo el hadj, la peregrinación a La Meca. Aquello entusiasmó a Amar; sus ojos empezaron a brillar.

–Ir allí por la gracia de Alá, y morir después con el corazón satisfecho –‍susurró Amar con una sonrisa beatífica en los labios. Se inclinó hacia atrás y cerró los ojos‍–‍. Al-lah!

–Pero no este año –‍dijo el alfarero de forma significativa.

–Quizá el año que viene haya suficiente dinero. Incha’Allah.

El hombre resopló. A continuación se echó hacia delante, acercando sus labios al oído de Amar.

–Aquí no hay problema. Nadie nos escucha.

Amar no entendió, pero sonrió y echó una ojeada al mal iluminado jardincillo. Estaba muy tranquilo; la ligera brisa del anochecer agitaba las pequeñas hojas de la parra que se amontonaban alrededor de la bombilla, haciendo que las sombras se movieran y cambiaran sobre la estera amarilla del suelo. Por un momento apartó de sí el pensamiento del dinero. De vez en cuando el agua oscura que corría cerca de ellos murmuraba de forma audible, como si un diminuto pececillo hubiera salido a la superficie por un instante, para volver a sumergirse después. Era en momentos tan llenos de paz, decía su padre, cuando le era dado al hombre conocer una pequeña parte de cómo sería el paraíso, para que de este modo pudieran anhelarlo con toda su alma y esforzarse durante su tránsito por la tierra para merecer ir allí. Se sintió totalmente a gusto y feliz; pronto les traerían el té caliente de menta y el ramito de verbena que él había solicitado para ponerlo en los vasos. Y cuando tuviera el dinero, empezaría a buscar unos verdaderos zapatos europeos y podría vender sus sandalias judías.

–No, no puede ser este año –‍seguía diciendo el hombre, con un brillo de maldad iluminando súbitamente su rostro‍–‍. ¡Ojalá se pudra su raza en el infierno!

Amar le miró sorprendido. Si alguien decía aquello, sólo podía estar refiriéndose a los franceses, pero no recordaba que el hombre hubiera aludido a ellos con anterioridad. Mientras reflexionaba al respecto, se dio cuenta de que el alfarero le estaba mirando con un incipiente recelo.

–¿Tú no sabes quién es Ibn Saud? –‍le preguntó de repente‍–‍. ¿Has oído hablar de él alguna vez?

–Desde luego –‍dijo Amar, intrigado por el tono de voz que llegaba hasta sus oídos‍–‍. El Sultán del Hejaz.

–Huwa hada –‍dijo el hombre‍–‍, pero veo que no sabes nada de lo que pasa en el mundo. Deberías despertarte, muchacho. Están ocurriendo cosas extraordinarias. Ibn Saud es un hombre con cabeza. Este año ni un solo hadji de Marruecos ha llegado hasta La Meca. Lo más lejos que llegaron fue hasta Djedda y tuvieron que volver.

–Pobrecillos –‍dijo Amar, compadeciéndose de inmediato.

–¿Pobrecillos? –‍gritó el hombre‍–‍. ¡Pobres asnos! Deberían haberse quedado aquí. ¿Es este un año para ir a La Meca, cuando esa repugnante carroña que nos han impuesto sigue sentado en el trono del Sultán? No, te juro que si tuviera el poder, cerraría las puertas de todas las mezquitas del país hasta que nos devolvieran a nuestro Sultán. Y si eso no nos lo devuelve, ya sabes cómo lo conseguiríamos.

Amar efectivamente lo sabía. El hombre se refería a la jihad, el total aniquilamiento de los infieles a manos de los musulmanes. Permaneció sentado en silencio, un poco perplejo por la violencia del hombre. De ningún modo ignoraba el hecho de que los franceses hubieran puesto a un falso monarca en el trono de su país; daba por sentado que todas las personas del mundo lo sabían. Se sentía tan afrentado por aquel ultraje como el que más, pero lo cierto es que no perdía ni un minuto pensando en ello. En su experiencia, la sustitución de Ben Arafa por Sidi Mohammed nada había cambiado, lo cual tenía bastante que ver con el hecho de que nunca hubiera estado en contacto con alguien dotado de sólidas convicciones políticas. No obstante, desde que él podía recordar, su padre había tronado contra los infieles y contra su funesta labor en Marruecos, y esta nueva muestra de malevolencia por su parte –‍secuestrar al Sultán y mantenerle prisionero en una isla, reemplazándolo por un viejo chocho que podría haber sido igualmente sordo, mudo y ciego‍– no era sino el más reciente de una larga lista de actos hostiles cometidos por los extranjeros.

Pero ahora veía por primera vez que existían hombres que le dedicaban al asunto algo más que un rápido vistazo, hombres para los que no era sólo un concepto, una cadena de palabras acerca de un suceso distante; vio la indignidad simbólica convertida en afrenta personal, la desaprobación transformada en rabia. El hombre estaba sentado frente a él, mirándole airadamente; una sombra vaga, la que proyectaba una hoja de parra, iba y venía sobre su frente arrugada. Una lechuza profirió de repente un sonido absurdo, melancólico, en el cañaveral que se encontraba al otro lado de la corriente, y Amar se hizo consciente en un instante de una presencia en el aire, algo que había estado allí todo el tiempo, pero que nunca había logrado aislar e identificar. Lo que fuera aquello estaba en él y él era parte de aquello, al igual que el hombre que tenía frente a sí; y susurraba a ambos que el tiempo era corto, que el mundo en que vivían se estaba aproximando a su fin, y más allá sólo estaba la insondable oscuridad. Era la premonición de una derrota inevitable, de una aniquilación, y había estado siempre allí con ellos y en ellos, tan intangible y real como la noche que les envolvía. Amar extrajo dos cigarrillos sueltos de su bolsillo y alargó uno al alfarero.

–¡Ah, musulmanes, musulmanes! –‍suspiró‍–‍. ¿Quién sabe lo que les ocurrirá?

–¿Quién sabe? –‍dijo el hombre, encendiendo el cigarrillo.

Cuando el qaouaji les trajo su té, lo bebieron sin hablar, lentamente. La brisa sopló con más fuerza, arrastrando en su seno los frescos perfumes del aire de las montañas. No fue hasta que no se hubieron separado en la calle cuando Amar se dio cuenta de que se había olvidado de pedir al hombre su dinero. Encogió los hombros y se fue a casa a cenar.

La casa de la araña

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