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Capítulo 9

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El sol se iba retirando rápidamente de su vaga posición en la bóveda del cielo, en dirección a la lejanía precisa del Djebel Zerhoun; la oscura masa de picos que se veía en los confines de la llanura se había acercado, empujada por la intensa luz que caía detrás de las montañas. En algún lugar recóndito de estas se acurrucaba la ciudad santa de Moulay Idriss, construida por su propia familia muchos siglos antes, en el tiempo en que aún vivía Haroun er Rachid. Amar sabía cómo era gracias a las postales que había visto –‍dispuesta como un paño blanco sobre sus escarpaduras, y rodeada por grandes bosques de olivos gigantes, bosques que se extendían en todas direcciones a través de valles y laderas.

Amar iba silbando cuando pasó delante de las pequeñas granjas que se desparramaban a las afueras de la ciudad. Los odiosos perritos que tanto parecían agradar a los franceses salían corriendo detrás de él a su paso, con ladridos en absoluto amistosos. Se imaginó que eran franceses, e intentaba atropellarlos, y les gritaba: “Bonjour, monsieur!” cuando los perros ya no se animaban a seguirle.

El aire diurno con su aliento abrasador había dado paso al aire nuevo del atardecer, que descendía de las montañas cercanas. La diferencia que había entre ambos era superponible a la que existe entre un canto rodado y una bandada de pájaros volando o, pensó Amar, entre estar dormido o despierto. “A lo mejor he estado dormido todo el día”, se dijo a sí mismo en broma. Ningún sueño habría podido ser más insensato de lo que había resultado aquel día; eso no tenía vuelta de hoja. Pero ya que los acontecimientos del día se habían producido de hecho, estaba inquieto por su posible significado en la horma de su destino. ¿Por qué Alá había considerado oportuno que se encontrara con Mohammed Lalami después de bañarse en el río? ¿Y por qué Él había dirigido su bicicleta hacia la escondida casa de Moulay Ali en aquella hacienda con árboles frutales? Puesto que nada en la existencia puede ser tenido por accidental, aquello debía significar que su vida estaba predestinada a vincularse con la de Mohammed y con la de Moulay Ali, lo que distaba mucho de resultarle grato. Tal vez rezando las oportunas plegarias podría persuadir a Alá para que dirigiera la senda de su vida por un camino en el que no fuera necesario volver a verlos, a ninguno de ellos, incluyendo a Lahcen y a los tres jóvenes. Era siempre la irrupción de otra gente en su vida lo que terminaba haciéndola difícil. Pero entonces se le ocurrió la feliz idea de que era posible que Alá le hubiera dado a él su fuerza secreta, justamente para que pudiera protegerse a sí mismo en los embrollos con otra gente, que eran inevitables, después de todo. Si era capaz de aprender a creer en esa fuerza, a usarla cuando fuera necesario, ¿no era factible que pudiera triunfar sobre ellos? Sopesó la cuestión. Seguramente era eso lo que Alá había pretendido al hacer que Amar fuera Amar, proporcionándole el don de saber lo que había en el corazón de los hombres. El problema era hacer este don fuerte y absolutamente seguro, como había hecho con su cuerpo durante la infancia, mientras los otros niños estaban sentados en los pupitres; él había logrado aquello sin necesidad de imponerse una disciplina consciente, de hecho no tenía una concepción clara de lo que esta significaba (salvo que había visto entrenarse a un grupo de atletas, y le habían causado una gran pena), sino mediante un proceso opuesto a la disciplina –‍dejando sencillamente que su cuerpo se expresara y asumiera todo el mando, desarrollándose a su libre albedrío.

Cruzó las quintas de las afueras con sus terrenos de césped verde y siguió por callejas que iban a dar a la parte de la ciudad donde se dirigía. El último espacio abierto antes del comienzo de la ciudad era el jardín botánico. Parte de la tierra la ocupaba un vivero rodeado por una cerca de alambre de espino; el resto era desierto sin cultivar surcado por senderos bastante frecuentados. Si alguien paseaba en silencio por allí a la hora del crepúsculo, muy fácilmente se tropezaba con escenas sorprendentes, ya que era el único lugar cercano a la ciudad donde las chicas y chicos franceses podían encontrar un cierto grado de intimidad. En varias ocasiones Amar había descubierto parejas tumbadas entre los arbustos estrechándose con fuerza, ajenas por completo a su presencia, o sencillamente indiferentes a ella. Lo que le sumía en la estupefacción era el hecho de que no trasladaran sus besos y sus jugueteos amorosos a los burdeles. Las chicas, saltaba a la vista, trabajaban como prostitutas, de otro modo no hubieran salido con los chicos a dar un paseo. ¿Por qué entonces se alejaban tanto de los burdeles y llevaban a cabo su trabajo al aire libre, igual que animales? ¿Era que todas las habitaciones estaban ocupadas en aquel momento, o que hacían aquello sin el conocimiento de la batrona, para de este modo poder conservar todo el dinero sin tener que entregar un rial? ¿O eran nada más que malvadas, viciosas criaturas que habían perdido todo pudor, y cuyos corazones había convertido Alá, arrebatado por la furia, en corazones de perro? Era esta acaso la faceta de la vida nazarena que más le desconcertaba, aunque no por ello dejara de divertirle caminar en silencio por los senderos hasta que tropezaba con una pareja, para toser con estridencia al pasar junto a ellos.

Cuando llegó frente a la entrada del jardín, dobló y fue dando tumbos a lo largo del camino durante un rato, hasta que se hizo tan duro que tuvo que bajarse de la bicicleta y caminar. En ese instante se oyó el estampido ensordecedor de un trueno en el cielo; sintió el sonido repercutiendo en la tierra que había bajo sus pies. Alzó la vista con temor y vio que una enorme cortina negra había venido furtivamente através del firmamento desde el sur, siguiéndole en su pedaleo; y una inmensa nube que parecía un puño se estaba abriendo paso desde la negrura hacia el cielo abierto.

No tenía sentido regresar a la carretera: la lluvia empezaría a caer en cualquier momento. Ya podía olerse en el aire. Miró de nuevo hacia el cielo. El extraño nubarrón ondulaba como si fuera humo. Enfrente de él se encontraban unos cuantos invernaderos y, si no había franceses merodeando por allí, uno de ellos se convertiría en su refugio. Cualquier musulmán que pudiera estar trabajando en aquellas tierras le permitiría entrar sin el menor género de duda; era inconcebible que alguien se negara a dar protección a una persona en mitad de una tormenta. Trató de ir más rápido, pero con la bicicleta era imposible. Por fin se fue hacia la entrada de la cerca de alambre. Junto a ella había una indicación escrita en caracteres árabes y franceses, lo cual, supuso, era un aviso de que estaba prohibido pasar. Pero, qué era peor, se preguntó a sí mismo, ¿un hombre enfadado o los espíritus furiosos que flotaban por el aire en aquel momento? La respuesta parecía clara. Cualquiera podía volverse loco solamente con que le rozara un demonio de la tormenta, y el aire estaba a rebosar de ellos. Cuando cayeron las primeras gotas, apoyó la bicicleta contra un árbol y corrió veloz en dirección a la puerta del invernadero más cercano. No estaba cerrada. Penetró en su interior: el olor dulzón de las verduras era muy intenso en aquella atmósfera pesada, y la luz que se filtraba a través de los vidrios polvorientos parecía vieja, como si hubiera estado alumbrando durante muchos años. Cerró la puerta y permaneció parapetado tras ella con la vista clavada en el exterior. A cierta distancia, junto al camino, acertó a ver la rueda trasera de la bicicleta asomando detrás de un arbusto. La miró fijamente. Sería terrible que alguien arramblara con ella, pero cuando la lluvia empezó a batir la tierra, con tanta contundencia que era incapaz de ver algo distinto de una figura borrosa que se oscurecía por momentos, supo que pasara lo que pasara con la bicicleta, él no saldría en aquel momento.

Dentro del invernadero había crecido una oscuridad casi nocturna. Le pareció sentir el aliento cálido y sofocado de las plantas en su nuca, y no se atrevió a volver la cabeza, ni tampoco a mover sus ojos en una u otra dirección. El trueno estalló y la lluvia empezó a golpear contra los innumerables ventanales de vidrio del techo. Enseguida el agua se filtró y pudo oír cómo salpicaba sobre el suelo del invernadero, en alguna parte oscura a su espalda. Apretó su frente contra el vidrio y aguardó. Tal vez había alguien en el invernadero cuando él entró, escondido tras las plantas –‍un francés con una pistola‍–‍. Incluso ahora podía estar apuntándole con ella, podía hablar en cualquier momento, y cuando Amar se diese la vuelta o abriera la puerta para escapar aprovecharía para disparar. La más alta ambición de todo francés en Marruecos era matar tantos musulmanes como le fuera posible. Pero un instante después se le ocurrió que era probable que Alá le estuviera protegiendo ese día con su bendición. Primero había sido la victoria sobre Mohammed, después su aventura con Moulay Ali, que había empezado de forma inquietante, pero había concluido bien, y ahora sus pasos habían sido dirigidos hacia el parque a fin de que pudiera resguardarse de la lluvia. Si hubiera continuado pedaleando, la tormenta le habría sorprendido. ¿Por qué habría de faltarle de repente la fe en que la buena voluntad de Alá siguiera brindándole su protección, al menos hasta el final del día? “Hamdoul’lah”, susurró.

Un instante después el ronco sonido de la lluvia se acalló; simplemente dejó de caer, de súbito, y no se oía ya nada sino gotitas, cada vez más espaciadas, que se desprendían de los árboles.

Sin atreverse tampoco ahora a volver la cabeza, abrió la puerta y corrió hacia el sendero. La luz se había esfumado casi por completo, pero distinguió la rueda de su bicicleta un poco más adelante. Caminando, llevó el vehículo con rapidez hacia la parte exterior del jardín, y continuó después hacia la carretera.

Aunque el sillón estaba empapado, se montó en la bicicleta y se dirigió triunfante hacia la ciudad.

Era un auténtico deleite conducir sobre las calles de piso nivelado al atardecer. Las luces de las tiendas estaban doblemente brillantes, con sus reflejos espejeando en el húmedo pavimento; las aceras estaban atestadas de franceses y judíos, adolescentes en su mayoría, que bromeaban entre sí al encontrarse en el camino. Era la hora en que todos los que podían hacerlo salían de sus casas para pasearse arriba y abajo del Boulevard Poeymirau, recorriendo tan sólo los escasos edificios existentes entre la Avenue de France y el Café de la Renaissance. A esa hora hacía más fresco en la calle que dentro de las casas y apartamentos.

Amar supo que se había acumulado una cuenta enorme por el alquiler de su bicicleta; ya había añadido en su cabeza las horas que correspondían, pero aún se mostraba remiso a entregarla; sólo el miedo de que la tienda pudiera cerrar, con lo que tendría que abonar otras doce horas, le empujaba ahora hacia la calleja lateral donde se hallaba el francés fumando, junto a la puerta de su tienda. Amar se bajó y condujo la bicicleta por la acera. El hombre le miró con ojos recelosos, le arrebató la máquina de las manos y sin pronunciar palabra comenzó a inspeccionarla con suma atención. Incapaz de encontrar alguna pieza rota o extraviada, la llevó dentro, y calculó, con ayuda de una tiza y una pizarra, la suma que Amar le adeudaba. Era incluso mayor de la que él esperaba. Contrariado al oír aquella cifra, olvidó cómo había llegado a sus propias estimaciones, por lo que no pudo descubrir dónde radicaba la discrepancia. Le parecía evidente que el hombre le estaba engañando, sin embargo merecía la pena pagar la diferencia y evitar así una disputa que sólo podría conducirle al commissariat de police. Le producía curiosidad saber si Mohammed había aparecido con la bicicleta, y, en tal caso, cómo se las había arreglado para pagar, pero aunque hubiera sabido hablar la lengua de aquel hombre, habría considerado más prudente guardar silencio. Desanudó su pañuelo, contó el dinero y se lo entregó al francés; este le miró con un sarcasmo exasperante, que ocultaba sólo en parte la nube de humo que ascendía desde un cigarrillo colgado en la esquina de sus labios. Fue únicamente después de dejar atrás la tienda, mientras iba caminando bajo los árboles, cuando se dio cuenta de lo fuerte que latía su corazón, y este hecho le mostró hasta qué punto había deseado golpear al francés. Se sonrió para sus adentros; al menos, había escapado de aquella trampa. La Ville Nouvelle era una sucesión de trampas similares. Si un musulmán lograba escapar de una, era probable que cayera en la siguiente. No era casual que el mayor y más imponente edificio del Boulevard Poeymirau fuera la comisaría de policía, ni que en el exterior del mismo hubiera siempre una larga hilera de jeeps y coches patrulla que se alineaban alrededor de la manzana. Por eso lo mejor era no pasar por allí. Si uno se preocupaba con seriedad de sus asuntos en la Medina, podía sentirse razonablemente seguro, pero aquí, al margen de lo que hiciera, enseguida descubría que estaba prohibido, lo que significaba desaparecer del mundo durante un mes o dos. En este tiempo se trabajaba en las carreteras o en alguna cantera perdida. Y si eso ocurría una vez, era mucho más fácil que ocurriera una segunda; la ficha policial siempre complicaba las cosas.

La parada de autobús más cercana estaba en la esquina opuesta a la comisaría. Mientras aguardaba en la fila, observó con interés la anormal actividad enfrente de la entrada principal. Había mucha gente con y sin uniforme, yendo y viniendo de un lado a otro. Lo que se echaba de menos, sin embargo, era el habitual contingente de jóvenes árabes que se veían casi siempre fuera de la entrada. Eran informadores insignificantes (es decir, no políticos), correveidiles, abastecedores de cigarrillos de contrabando y otros artículos para la policía. Se preguntó qué les habría ocurrido aquel día.

Cuando vino por fin su autobús, se situó en la plataforma trasera. La siguiente parada era la esquina de la Avenue de France y el Boulevard du Quatrième Tirailleurs. Desde allí podían verse algunas de las luces de la Medina, abajo, en el valle. Miró a la gente que se agolpaba en el autobús: un bereber con un turbante de color azafrán que se comportaba como si no hubiera visto antes un autobús, una mujer judía, muy gruesa, con dos niñas pequeñas, todas ellas hablando español en lugar de árabe (los moradores más presuntuosos de la Mellah conversaban en esta lengua arcaica; era una práctica desaprobada, considerada casi sediciosa por los musulmanes), una mujer árabe que lucía un haik, que Amar supuso una prostituta del quartier réservé, y varios policías franceses, dos de los cuales se habían tenido que agarrar al pasamanos exterior porque no había manera humana de que pudieran caber en el interior. Amar esperaba que el vehículo continuara de frente hacia la carretera de Taza y bajara la colina, pero en lugar de ello viró a la izquierda y siguió el Boulevard Moulay Youssef.

Ah, khai, ¿adónde va este autobús? –‍preguntó a un trabajador cubierto de cal que estaba apretujado contra él.

–La Mellah –‍dijo el hombre.

–Pero si el último que pasó iba a la Mellah –‍protestó Amar‍–‍. Este debería ir a Bab Fteuh.

El hombre movió su cabeza a un lado y después al otro. Amar vio su rostro durante un instante al paso del autobús bajo una farola; Amar hubiera dicho que transparentaba una expresión de temor.

Skout –dijo el obrero en voz baja‍–‍. Ningún autobús va a Bab Fteuh. No hables.

La casa de la araña

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