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Capítulo 3

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Al día siguiente se sentía perfectamente bien. Se levantó muy temprano y salió a la azotea para contemplar la ciudad que se extendía por encima del muro. Había niebla en el valle. Sólo algunos de los minaretes más elevados descollaban sobre el mar gris situado más abajo, igual que dedos apuntando hacia el cielo, y podían verse también las colinas de ambos lados, con su tierra agreste y sus hileras de diminutos olivos. Pero la hondonada donde se encontraba el centro de la ciudad estaba aún cubierta por la niebla nocturna, aquietada. Permaneció mirando durante un rato, dejando que el aire fresco de primera hora de la mañana bañara su rostro y su pecho, y murmuró una corta oración mientras volvía la cabeza hacia Bab Fteuh. Más allá de la puerta se hallaba la vasta tierra cercana al cementerio donde él jugaba al fútbol, y después la aldea de chamizos de caña donde había muchas cabras, y más allá los trigales que conducían en suave descenso hacia el río, y más lejos las aldeas de adobe bajo los altos acantilados de arcilla. Y si se iba aún más allá, había una especie de tierra arcillosa cuajada de desfiladeros, donde al llegar la primavera, después de la época de lluvias, el agua bajaba impetuosa, arrastrando con frecuencia ovejas ahogadas e incluso vacas.

En esta región no había plantas en absoluto –‍sólo la arcilla con sus grietas profundas y sus caprichosos torreones esculpidos por la lluvia‍–‍. Más allá había grandes montañas donde vivían los bereberes, y después el desierto, y otras tierras cuyos nombres sólo sabían unos pocos, y más allá, naturalmente, más allá de todo, en el centro del mundo, brillando con su luz misteriosa y eterna, estaba La Meca. ¡Cuántas horas había pasado examinando las luminosas litografías que cubrían las paredes de las barberías! Algunas eran de batallas históricas libradas por los musulmanes contra los demonios; otras mostraban espléndidos caballos voladores con cabezas y pechos de mujer –‍era sobre esos animales donde solía viajar la gente importante antes de prescindir de ellos en favor del avión‍–‍, algunos eran de Adán y Eva, los primeros musulmanes del mundo, o de Jerusalén, la gran ciudad santa donde cristianos y judíos seguían asesinando musulmanes día tras día y poniendo su carne en conserva para enviarla al extranjero y venderla como alimento; pero había siempre una imagen, más bonita que cualquier otra, de La Meca, con sus riscos afilados en lo alto y sus hileras de grandes casas coronadas con terrazas y salpicadas de balcones, sus arcadas y farolas y palomas gigantes, y finalmente, en el centro, la gran roca cubierta por el paño negro, que era de una belleza tal que muchos hombres se desvanecían –‍o incluso morían‍– al contemplarla. A menudo, al caer la noche, Amar había permanecido en el mismo lugar, con las manos apoyadas en la pared, aguzando la vista como si se asomara a la oscuridad del firmamento nocturno grávido de estrellas, intentando imaginar que veía al menos un borroso destello de la luz que fluía eternamente hacia los cielos desde el sacro y remoto santuario.

Desde la terraza podían oírse casi siempre las voces estridentes y los tambores del mercado de Sidi Ali bou Ralem. Esa mañana, a causa de la niebla, sólo eran audibles los sonidos que se escapaban del barrio cercano. Regresó a su habitación, se tumbó en la cama apoyando los pies contra la pared por encima de su cabeza y comenzó a tocar la flauta: ninguna melodía en particular –‍solamente una sucesión neutra e indeterminada de notas, con una ocasional espera que se prolongaba–; era la música que se ajustaba a la particular sensación que le invadía aquella mañana fresca y brumosa. Continuó así durante un rato, hasta que súbitamente saltó de la cama y se vistió con el único traje europeo que poseía: unos pantalones militares y un jersey grueso de lana, junto a un par de sandalias que había comprado en la Mellah –‍estas últimas las deslizó bajo el brazo, pues sólo se las pondría cuando llegase al centro de la ciudad, lejos del peligro de los ataques enemigos en las calles de su propio barrio‍–‍. Era más fácil luchar descalzo, con esa idea en mente, y también caminar, liberado del peso del calzado. Un amigo le había dado una muñequera de cuero que reservaba para las ocasiones de gala, haciendo como si llevara en ella un reloj. La contempló durante un momento y decidió no llevarla aquel día; peinó con esmero su cabello mirándose en un espejo de bolsillo que estaba colgado de la pared y bajó de puntillas las escaleras que conducían al patio. Al verle, su madre le llamó: “¡Ven a tomar el desayuno! ¿Te crees que vas a salir sin desayunar primero?”.

Tenía un hambre voraz pero, sin saber el motivo, había pretendido salir inmediatamente de la casa, antes de que tuviera que hablar con alguien y cambiara por ello su estado de ánimo. Sin embargo, era demasiado tarde. Tomó asiento y comió la avena hervida con corteza de canela y leche de cabra que le trajo su hermana. Esta se hallaba agachada junto a la puerta, mirándole a hurtadillas de vez en cuando con el rabillo del ojo. En su frente y sienes se observaban manchas de henna, y sus manos tenían color rojo ladrillo del colorante. Tenía ya edad para contraer matrimonio; y se lo habían propuesto en dos ocasiones, pero el viejo Si Driss no quería ni oír hablar de aquello, en parte porque quería tenerla en casa durante algún tiempo más (le parecía como si la niña hubiera nacido el año anterior), y en parte porque ninguna de las dos ofertas había sido lo bastante atractiva como para ser tenida en consideración. La madre de Amar estaba por completo de acuerdo con su marido; cuanto más pudiera retrasar el matrimonio, más feliz sería. No constituía ningún placer tener hijos, porque nunca estaban en casa; engullían su comida y desaparecían, y cuando se hacían mayores nunca se sabía si volverían a casa al caer la noche. Pero una hija, puesto que no estaba autorizada a salir sola de la casa, ni siquiera para comprar un kilo de azúcar a la tienda de al lado, siempre podía contarse con ella si era necesaria. En cualquier caso, cada año que transcurría acrecentaba los encantos de Halima: sus ojos parecían hacerse más grandes y su cabello más espeso y brillante.

Cuando hubo comido, Amar se levantó y salió al patio. Allí acarició sus dos palomas durante un rato, mirando a su madre con la esperanza de que esta subiera a la azotea para que su partida pasara desapercibida. Finalmente decidió marcharse al ver que su madre no se movía del sitio.

–Quizá llueva –‍le gritó ella cuando Amar llegó a la puerta.

–No va a llover –‍dijo él‍–‍. B’slemah.

Amar sabía que ella quería añadir algo –‍cualquier cosa con tal de retenerle allí‍–‍. Siempre se comportaba de aquel modo cuando su hijo iba a salir. Sonrió girando la cabeza y cerró la puerta tras de sí. Había tres recodos en el callejón antes de salir a una calle mayor. En el segundo de ellos se topó de frente con su padre. Al detenerse Amar para besar su mano, el anciano la retiró de inmediato.

–¿Cómo te has despertado hoy, hijo? –‍preguntó. Intercambiaron saludos, y Si Driss clavó en su hijo una mirada penetrante.

–Quiero hablar contigo –‍añadió el anciano.

Naam, sidi.

–¿Adónde vas?

Amar no tenía en mente un destino en concreto.

–Sólo voy a dar un paseo.

–El mundo no está para pasearse. Eres un hombre, y tú lo sabes, ya no eres un niño. Piensa en eso, y ven a casa a la hora de la comida, porque esta tarde me acompañarás a casa de Abderrahman Rabati.

Amar inclinó la cabeza y siguió caminando. Pero la alegría que le producía encontrarse en la calle aquella mañana se había esfumado. Rabati era un hombre gordo y fanfarrón que a veces conseguía trabajo para los muchachos del barrio en casa de los franceses de la Ville Nouvelle, y Amar había oído innumerables historias sobre lo difícil que era el trabajo, el constante mal humor de los franceses y sobre los pretextos que encontraban para no pagar al cabo de la semana, y por si eso no fuera suficiente, se decía que el propio Rabati descontaba habitualmente pequeños tributos del salario de los muchachos en compensación por haberles encontrado trabajo. Por añadidura, todo el francés que sabía Amar se limitaba a frases como “bonjour, m’sieu”, “entrez” y “fermez la porte”, expresiones todas ellas que le había enseñado un bienintencionado amigo, y era sabido por todos que los chicos que no entendían francés recibían un trato incluso peor, y que acababan convertidos en blanco de las burlas, no sólo de los franceses, sino también de los otros chicos que tenían la fortuna de conocer el idioma.

Salió a la calle principal del barrio, saludó al vendedor de menta y echó una triste ojeada a su alrededor sin estar ya seguro de que le apeteciera dar un paseo. Las palabras de su padre habían emponzoñado el paisaje de la mañana. Sólo tenía una solución: encontrar él mismo e inmediatamente algún tipo de trabajo, de manera que cuando regresara a su casa a la hora del almuerzo pudiera decir: “Padre, estoy trabajando”.

Giró a la izquierda y subió la cuesta polvorienta que había después de la gran fachada esculpida de la vieja mezquita y, más allá, el edificio de hormigón, escenario de tantas tardes de gozo en su infancia: el cine, cubierto con brillantes fotografías de hombres armados. Torció de nuevo a la izquierda, adentrándose en una estrecha calleja atestada de burros y hombres que empujaban carretillas, hasta desaparecer entre las casas al bajar la cuesta. Salió finalmente a una gran plaza abierta, salpicada aquí y allá de torres circulares. Era como un pueblo en llamas: los torreones de tierra cocida exhalaban un humo sucio y oscuro.

Muchachos harapientos corrían de un lado para otro, llevando consigo brazadas de ramas verdes que arrojaban a las puertas de los hornos. El humo ondulaba y revoloteaba en el aire, cerca del suelo, como si no quisiera aventurarse a iniciar su ascenso hacia el cielo gris. En una esquina más apartada, levantada contra las altas murallas de la ciudad, había una parte donde los hornos habían sido construidos en dos niveles. Una escalera conducía al gigantesco techo plano de barro: Amar subió por ella para contemplar el panorama. Cerca de donde se encontraba, junto a la puerta de un pequeño cobertizo, estaba agachado un hombre de barba. Amar se dio la vuelta y se dirigió a él.

–¿Tiene trabajo para mí?

El hombre le contempló fijamente durante un momento sin mostrar mayor interés. Al fin, dijo:

–¿Quién eres tú?

–El hijo de Driss el fqih –‍contestó.

El hombre le miró con mayor fijeza.

–¿De qué te vale mentir? –‍preguntó‍–‍. ¿Tú eres el hijo de Driss el fqih? ¿Tú?

Volvió la cara y escupió.

Amar estaba perplejo. Bajó la vista hacia sus pies, desnudos, encogió los dedos, y comprendió que debería haberse calzado antes de subir hasta allí.

–¿Cuál es el problema conmigo? –‍dijo finalmente con cierta beligerancia‍–‍. ¿Qué más da cómo me llame? Sólo le he preguntado si tiene trabajo para mí.

–¿Sabes preparar la arcilla? –‍dijo el hombre.

–Puedo aprender lo que sea en un cuarto de hora.

El hombre rio, se acarició la barba y finalmente se puso en pie.

–Ven conmigo –‍dijo, y le llevó hacia la entrada de otro pequeño cobertizo situado en el otro extremo del techo. Dentro, en la oscuridad, se encontraba un niño acuclillado en el suelo junto a un gran tanque de agua, restregando sus manos una y otra vez.

–Entra –‍dijo el hombre. Permanecieron mirando al crío durante un rato, sin que este alzara la vista‍–‍. Tienes que frotar tan fuerte como puedas –‍le dijo a Amar‍–‍, y si encuentras aunque sea la más pequeña chinita, la tiras y sigues restregando hasta que cada puñado esté tan suave como la seda.

–Entiendo –‍dijo Amar.

Parecía un trabajo de los más fáciles. Esperó hasta que salieron de nuevo afuera, y entonces preguntó:

–¿Cuánto?

–Diez riales al día.

Era el salario normal.

–Con la comida incluida –‍añadió Amar, aunque lo diera por sobreentendido.

El hombre abrió los ojos desmesuradamente.

–¿Estás loco? –‍gritó (Amar se limitó a mirarle de hito en hito)‍–‍. Si quieres trabajar, entra ahí dentro y empieza. No necesito ninguna ayuda. Sólo te estoy haciendo un favor.

Cualquier trabajo que Amar realizara, incluso el más simple, como llevar agua en la curtiduría o enhebrar los largos hilos que servían a los sastres para hacer las botonaduras en la pechera de las chilabas, le fascinaba mientras lo estaba llevando a cabo; constituía para él un enorme placer estar completamente ocupado –‍la suerte de deleite que no era capaz de sentir cuando quedaba espacio en su mente para recordar quién era‍–‍. Empezó a trabajar mezclando agua con arcilla, frotando, ablandando, lavando y eliminando partículas. Al final de la mañana el hombre entró de nuevo, miró y arqueó las cejas. Se agachó, examinó con atención la calidad de la mezcla, introdujo en ella las yemas de los dedos y presionó con estos para evaluar el trabajo.

–Está bien –‍dijo‍–‍. Vete a casa a comer.

Amar alzó los ojos.

–Aún no tengo hambre.

–Ven conmigo.

Fueron hasta la otra parte del techo, bajaron las escaleras y cruzaron un tramo de terreno donde se apilaban voluminosos haces de ramas. Otra escalera había sido excavada en la tierra en este lugar. El olor acre de la arcilla húmeda estaba atenuado por un perfume almizclado, más suave, que procedía de unas higueras situadas más abajo, junto a un ramal del río donde el agua fluía veloz y silenciosa. En el peñasco, al final de los escalones, había una puerta. El hombre quitó el candado y ambos entraron.

–Veamos si puedes trabajar en el mamil.

Amar se introdujo en la abertura del suelo, se acomodó en un asiento que estaba a la altura de los pies del hombre y comenzó a girar con su pie la gran rueda de madera. Se necesitaba cierta fuerza y destreza, pero no más de las que solía mostrar él cuando jugaba al fútbol.

–¿Entiendes cómo funciona? –‍preguntó el hombre, señalando una rueda más pequeña que daba vueltas junto a la mano izquierda de Amar.

Amontonó un poco de arcilla en el disco giratorio y se encorvó. Manipulando la masa informe y salpicándola de vez en cuando con agua, consiguió que adoptara finalmente la forma de un plato.

–Sigue girando la rueda –‍dijo el hombre, aparentemente esperando que Amar sucumbiera al cansancio y se detuviera‍–‍. Yo me encargo de esta parte.

Pero estaba claro para Amar que el aparato funcionaba de tal manera que un solo hombre podía hacerse cargo de todo, empleando para ello y de forma simultánea sus manos y pies. Al cabo de unos instantes el hombre de la barba se puso en pie.

–Es mejor que te marches ya a casa –‍dijo.

–Quiero hacer una vasija –‍contestó Amar.

El hombre soltó una carcajada.

–Lleva su tiempo aprender a hacer eso.

–Puedo hacerla ahora.

El otro, sin añadir palabra, quitó el plato que había estado haciendo Amar y se echó hacia atrás con los brazos cruzados. En su semblante estaba pintada una expresión de regocijo.

Zid. Venga, haz una vasija –‍dijo‍–‍. Quiero verte.

La arcilla y el agua estaban en su mano derecha, la rueda giratoria en la izquierda. No había luz en la habitación, salvo la que dejaba pasar la puerta, por lo que en buena lógica Amar no había podido contemplar los detalles más sutiles del trabajo del hombre; pese a ello, hizo justo lo que había visto hacer, sin olvidarse de empujar lateralmente y de forma continua la gran rueda con la planta de su pie descalzo. Con lentitud, fue modelando un pequeño recipiente, poniendo gran cuidado en darle una forma que le agradase. El hombre estaba estupefacto.

–¡Tú ya has trabajado muchas veces en el mamil! –‍dijo por fin‍–‍. ¿Por qué no me lo dijiste? Siempre estoy dispuesto a pagar diez riales y comida a un buen trabajador, a alguien que sepa hacer algo.

–Que la bendición de Alá le acompañe, maestro –‍dijo Amar‍–‍. Tengo mucha hambre.

Aunque no iría a casa a comer, su padre se apaciguaría con las noticias que llevaría a casa a la hora de la cena.

La casa de la araña

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