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EL RECHAZO DE LA PALABRA
ОглавлениеRecibo a la paciente en cuestión por primera vez un martes por la mañana. En el transcurso de la entrevista, ella me dice que desea hacer una psicoterapia. Contrariamente a lo que hice con los otros pacientes, no tomé notas después de esa primera entrevista. Tal vez me dijo que no se sentía bien consigo misma, puesto que me lo repite cada vez que viene. Pero me parece que lo más importante de la primera entrevista consistió en «concertar una cita». «Concertar una cita» no es algo anodino. «Anodino» quiere decir «sin dolor». Pues bien: «concertar una cita» no carece de peligro para una mujer a quien se le da la palabra de ese modo, puesto que precisamente su entrada en el mundo de la palabra fue de un modo doloroso. Efectivamente, al principio de la segunda entrevista, que tuvo lugar el viernes siguiente, me hace saber que, el martes por la noche, después de una violenta disputa con una enfermera con quien no se lleva bien, ella se tomó un litro de agua de Colonia. Cayó en coma. Llevada de urgencia al servicio de reanimación de un hospital general, estuvo a punto de morir. La disputa con la enfermera, que es lo que ella invoca como razón de su gesto de desesperación, no es la causa de su intento de suicidio. Ella estuvo a punto de morir porque rehusó la palabra que yo le daba, porque rechazó tomar la palabra.
En el umbral mismo de una experiencia en la que estaba a punto de entrar, no le pasó inadvertido que lo que yo le ofrecía, al concertar una cita con ella, no era solamente la posibilidad de venir a verme, sino sobre todo que yo le pedía algo: yo le pedía «decir». Y bien, a esta demanda ella dio una respuesta donde aparece claramente el carácter de brusquedad, de precipitación. Lo único que habría dicho de su intento de suicidio, si hubiera dicho algo, es: «No quiero decir». «Usted me pide que diga. Bueno, no, yo no quiero decir».
Algunas horas después de haber concertado cita conmigo, tomó también la decisión de retornar a ese momento primordial donde a todo sujeto se le propone elegir entre hablar y no hablar, es decir, elegir entre la aceptación y el rechazo del lenguaje; lo que equivale, a fin de cuentas, a elegir entre el lenguaje y el goce, no obstante prohibido. La paciente en cuestión se vio en la encrucijada. Volvió a esa suerte de punto crucial en el que poseyó el poder, por el espacio de un instante, de manifestar su rechazo por entrar, después por implicarse en el mundo del lenguaje. Ella prefirió, en el momento de su pasaje al acto, quedar por fuera del mundo del lenguaje, allí donde el sujeto no ha sufrido todavía la marca del lenguaje, allí donde se afirma pura y simplemente su voluntad de goce. Como dice Lacan, en el informe del seminario La lógica del fantasma,1 allí donde el sujeto quiere gozar rechaza ser sometido al lenguaje. No acepta que su ser sea un ser del lenguaje, quiere ser dueño de su ser, al que confiere, pues, de alguna manera, un valor absoluto.
No diré otra cosa sobre esta paciente, sino que a lo largo de las entrevistas que siguieron le hice muchas preguntas. Tuve realmente la impresión de que había que sacarle las palabras de la boca, porque precisamente a eso, a usar las palabras, es a lo que ella parece tener una fuerte reticencia.